Archivo mensual: diciembre 2007

Lo que natura non da, Salamanca a veces presta

Universidad de Salamanca, España

Una de las plagas más feroces en Nicaragua, después del aedes aegypti, es la de los “vivianes”, como se les llama aquí a los oportunistas o arribistas.  Mucho se ha escrito sobre la naturaleza de algunos compatriotas, que por cierto parecen abundar, cuya única aspiración es la de ir como el aceite, siempre arriba y en su empeño les importa un pito llevarse entre las patas a cualquier conciudadano.  Sin embargo, en el tema de la vivianada, no hay nada peor que una institución sea cómplice, promueva o tolere un acto en el cual se les mire la cara de tontos a los demás, en beneficio de algún ·vivián·. 

Hace poco me contaban la triste historia de un concurso para elegir a la “reina de belleza” de una institución de educación “superior”.  Nunca he escuchado que universidades de renombre como Harvard, Oxford, Berkeley, Stanford, Columbia o Cambridge, realicen un concurso de belleza entre sus alumnas; otorgan reconocimientos tal vez, a la excelencia académica o a la actividad de investigación, independientemente del género; pero aquí en Nicaragua estos concursos son parte del folclore. 

Pues resulta que en una institución universitaria local, cuyo nombre mejor omito para no herir susceptibilidades, una alumna despertó un día con la ilusión de ser reina de la universidad.  Mientras degustaba sus Froot Loops con leche en el desayuno, comentó con sus padres sobre su sueño.  El padre, funcionario de alto rango en la misma universidad le mostró su inmensa felicidad y su madre, también oficial de esa magna casa de estudios, no cabía de júbilo -qué emoción hijita, seguro que ganarás.    

Se inscribió dicha estudiante en su facultad, sin embargo, en la fase eliminatoria quedó en cuarto lugar.  Cual princesa del cuento de  Margarita,  la joven se entristece por su dulce flor de luz, cuando entonces se aparece sonriendo su padre y le dice, -De que vas a ser reina, vas a ser reina.  –Vas a competir por la facultad de Gastronomía.  –Pero papá, esa facultad no existe.  –Para fines de ese concurso, ya está abierta.  –Pero papá, no hay alumnos.  –Ergo, al ser la única alumna automáticamente sos la candidata de esa facultad. 

Transcurrió la campaña para el concurso, ante los estudiantes atónitos por la nueva facultad y su candidata.  Definitivamente la favorita era la estudiante de Administración, pues a pesar de no conocer ni a Terry ni a Fayol, mucho menos a Porter, le rezumbaba el mango y ninguna candidata le llegaba a los talones.  Nuestra joven, nerviosa, le comentaba a su mamá, -Mejor me retiro, no creo que le gane a la de Administración.  –Ay hijita, no sabés que aquí somos especialistas en procesos electorales y todo indica de que vas a ganar. 

Así que después de que el papá de la susodicha candidata sostuvo una plática seria con los miembros del jurado, a pesar de que todas las simpatías y pronósticos iban hacia la candidata de Administración, la de Gastronomía ganó, no por una nariz, sino por una llantita.  Debe usted imaginarse el abucheo que recibieron los miembros del jurado al dar a conocer el resultado; sin embargo, parece que también estaban preparados para soportar eso, pues en Nicaragua se ha desarrollado exitosamente una vacuna contra la vergüenza y ellos fueron inmunizados oportunamente.   

De nada sirvió que los fans de la candidata de Administración, en protesta se tomaran la discoteca en donde debía celebrarse el triunfo de la ganadora, pues la reina y su comitiva se fueron a otro antro y no tuvieron problema para hacer el quórum de ley para la celebración, a la que sólo le faltó el desfile de los 400 elefantes. 

No me extrañó en lo más mínimo la historia, pues por experiencia propia sabía de los desmanes que se cometen en beneficio de algunos vivianes.  Estudiaba yo el cuarto año de secundaria en el Instituto Pedagógico de Diriamba, cuando quién sabe qué mosca le picó a uno de los hijos de La Salle, que convocó a un concurso de fotografía para los alumnos.  Extraño, pues generalmente se realizaban concursos de canto, de declamación, de oratoria y creo que ese año fue el único que se realizó un concurso de esa naturaleza.   

Me entusiasmé, pues desde pequeño he sido aficionado a la fotografía.  Así que tomé una cámara de mi madre, una Brownie Kodak de larga data y me dediqué en los recreos del medio día a buscar motivos en el paisaje del colegio, que era el tema del concurso.  Al final escogí una fotografía que le tomé a la estatua de la Inmaculada que estaba frente a la entrada principal del colegio.  Le pedí a Felipe Quant, fotógrafo y laboratorista del pueblo que me hiciera una impresión de lujo y logré una foto decente para competir con alumnos aficionados.   

Una tarde que estábamos en clase y el profesor notó que tenía enrojecido un ojo, consecuencia de un insecto que me había entrado a medio día, me envió a la enfermería a que me pusieran colirio.  De regreso de la enfermería que quedaba en el extremo oeste del colegio, observé que de repente ingresó una camioneta de La Prensa, de la cual descendió un sujeto con una cámara profesional y empezó a realizar tomas de los edificios y paseos.  Le servía de guía el hermano Luis, encargado del bar. En ese momento yo creí que se trataba de fotos para la memoria que se distribuía a fin de año. 

Mi sorpresa fue mayúscula cuando a la hora de presentar las fotografías concursantes aparecieron varias del tamaño más grande que podían imprimirse, con una calidad digna de la revista National Geographic y a nombre de un fulanito que resultó ser el hijo del gerente del prestigiado rotativo.  Indignado fui a reclamarle al organizador del concurso, quien con el mayor desparpajo me dijo que le llevara pruebas de mi acusación.  Le mencioné el hecho de que el hermano Luis había presenciado la toma de las fotografías, entonces muy astutamente me pidió pruebas de que las fotografías que expuso el junior eran las mismas que había tomado el supuesto fotógrafo que yo había visto.  Luego me recordó que estábamos cerca de los exámenes y que mejor dedicara mi tiempo a estudiar y no buscarle tres pies al gato, pues podría reprobar.  Quise hablar con el Director para elevar el nivel de la protesta, pero aparentemente ya estaba prevenido pues sin escucharme me mandó por un tubo. 

Obviamente el junior ganó el concurso y obtuvo la medalla de oro, que conociendo bien a los hermanos de las escuelas cristianas y su aversión a la codicia, especialmente de los demás, no había forma que fuera realmente de oro, así como el premio, que a la fecha no recuerdo, pero que debió ser un libro o un misal. 

Yo me quedé rumiando mi descontento y hasta me hice de un marcador Pilot, que en esa época era la octava maravilla de la tecnología y por mucho tiempo fue mi monomanía buscar la forma de dejar a la posteridad mi protesta por tan infame acto, sin embargo, mis amigos me convencieron de que no había forma de hacerlo sin que algún “cepillo” me delatara y fuera sujeto de expulsión. 

Así que mi primer intento de participar en una competencia fue frustrado por esa tendencia que tienen ciertas instituciones de favorecer a algún vivián.  Sin embargo, aprendí tres lecciones fundamentales para la vida.  La primera es que lo importante no es ganar, sino saber cuándo y con quién hay que competir.  La segunda es que no hay que ponerse con Sansón a las patadas y la tercera es que la venganza es un plato que se sirve frío.

Feliz Año Nuevo a todos 

 

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Los treinta segundos que nos arrebataron la Navidad

Managua diciembre 1972

El recuerdo, como una vela, brilla más en Navidad

Charles Dickens   

La imagen de la Navidad en el mundo está relacionada con el invierno, la nieve, trineos, chimeneas, árboles escarchados; todo un ambiente gélido que sirve para darle un marco de blancura a esta fiesta milenaria de la buena voluntad.  En Nicaragua en donde hay un verdor perenne y la temperatura se mueve cerca de los treinta grados centígrados, descendiendo apenas en el mes de diciembre, pareciera que la Navidad no tuviera cabida; sin embargo, para el nicaragüense es la fiesta por excelencia.  No existe en el año ninguna ocasión que pueda reunir a la familia en torno a un ambiente de paz y armonía y en donde se comparta además del cariño, la rutinaria pero apetecible labor de comer y beber.  El veinticuatro de diciembre todos los caminos llevan al hogar, en donde aguarda una familia cargada de ilusiones y una mesa que se pone de manteles largos para una cena que refrenda lazos de amor.  Cada quien viste sus mejores galas para dar y recibir abrazos al por mayor, con el fondo musical inigualable de sones de pascua o villancicos.    

Las calles se llenan de adornos y luces, los comercios derrochan ingenio en arreglarse para la ocasión, simulando paisajes invernales y haciendo un clima propicio para la calidez de esta ocasión y la oportunidad para elevar sus ventas.  

La cena de Navidad es el centro de la fiesta y varía de acuerdo a la tradición de cada familia y en parte también a sus posibilidades.  Hay quienes saborean la delicia de un nacatamal o de un arroz a la valenciana, otros prefieren una gallina rellena o henchida como se le llama en algunas regiones; algunos se inclinan por pavo o pierna de cerdo al horno; hay otros que agregan una ensalada, en especial la de papas y manzanas, todo acompañado de un sabroso pan.  En la región atlántica se acostumbra cenar una sopa.  El postre de rigor es el Pío V o simplemente la sopa borracha.  Para el brindis se recurre a una gama más amplia de opciones: cerveza, vino, ron, whisky, vodka, sidra, aguardiente y en general cualquier bebida espirituosa que alegre el ambiente.  

Desde que yo recuerdo, esa época ha tenido un significado especial para mí y ocupa un lugar privilegiado en mi memoria.  Tal vez sea que es tan corto el tiempo entre mi cumpleaños y esa fecha, que ha sido como un puente de felicidad en esta época, pues mis padres siempre se empeñaron en celebrarnos el cumpleaños haciéndonos sentir reyes por un día.  La Navidad también era una celebración importante para nuestra familia y mi madre se esmeraba en preparar la cena más deliciosa que un ser humano pudiera llegar a soñar.  En esos días la casa se iluminaba con los colores y luces de la temporada y en el ambiente flotaba un aroma especial, mezcla de finas especias, vinos sazonando alguna carne y alguna botella de whisky que mi padre abría para la ocasión, todo con el acompañamiento de villancicos diversos.  

Sin embargo, uno de los recuerdos más gratos de la época navideña era el paseo por las calles del centro de la vieja Managua, principalmente las avenidas Roosevelt y Bolívar.  Viven tan presentes en mi memoria las caminatas con mi abuelo o mi padre, en la ebullición de la gente que compraba o se paseaba por el centro de la ciudad.  Ya desde los primeros días de diciembre, el ambiente se llenaba del aroma de las manzanas y uvas que inundaban los mercados Central y San Miguel y que se extendía por todo el centro. Miles de luces, árboles de navidad y rótulos alusivos a la temporada engalanaban el paisaje de la novia del Xolotlán y la hacían lucir radiante y bella.  De repente parecía que todo el mundo se hermanaba por las felicitaciones, buenos deseos y abrazos que todos prodigaban.  

El mes de diciembre de 1972 llegó con la misma ilusión de todos los años, mezclada en esta ocasión con la euforia producida por el triunfo de Nicaragua sobre Cuba en el XX Campeonato de Beisbol, celebrado en el Estadio Nacional de la capital.  Como siempre, las calles se empezaron a vestir con la alegría de la temporada navideña, con luces cada vez más sofisticadas.  El aire se volvió a llenar del aroma de las manzanas y uvas de los mercados y todo prometía llevarnos a otra Navidad feliz.  

El día 22 cumplí veintitrés años y al igual que todos los años mi familia me consintió con el cariño que me brinda siempre a manos llenas.  Fue un día tranquilo y lo único que recuerdo fuera de lo normal fue el tremendo calor que se sintió por la tarde y la ausencia de viento entrada la noche.  Ese día se había difundido la noticia de que un avión uruguayo, que había desaparecido en los Andes, había sido rescatado con algunos sobrevivientes.  Nadie se imaginaba por todo lo que habían pasado, como tampoco nadie se imaginaba por lo que nosotros íbamos a pasar.  

Faltaba un poco menos de cuarenta y ocho horas para la Navidad, apenas había transcurrido la primera media hora del 23 de diciembre, cuando un terremoto de 6.2 grados Richter, en tan sólo treinta segundos destruyó la ciudad.  

Yo viví el terror del ruido macabro del trepidar de la tierra que nos llevó de un plácido sueño a la más amarga pesadilla.  Mi familia vivía en Managua desde 1969 en una casa que alquilábamos entre las calles Colón y 11 de julio, en el Callejón Ramón Sáenz Morales.  Sobrevivimos gracias a la construcción reciente de la casa.  Salimos a la calle y observamos un cielo color sangre, una densa nube de polvo le daba a la calle una apariencia macabra, un olor entre dulce y ácido emanaba del suelo y la gente pululaba en la calle como zombies.    

En nuestra huida hacia San Marcos, una hora después, miramos el espectáculo dantesco de la Calle Colón en donde la gente empezaba a sacar sus muertos a la acera.  Luego subiendo Ticomo vimos como el paisaje de la capital se había transformado en un manto de oscuridad y llamas.  

En las cuarenta y ocho horas posteriores al sismo viajé innumerables veces con mi padre a Managua, pues él trataba de presentarse en la clínica del INSS donde trabajaba.  Así que a la luz del día miré a la ciudad con sus entrañas abiertas al sol, mostrando los cadáveres de sus hijos a lo largo y ancho de la misma; pude también observar el rostro del dolor, del miedo, de la desesperación.  

El veinticuatro por la noche caí rendido por el cansancio en nuestra casa de San Marcos y desperté cerca de la media noche, completamente solo.  Creí que se trataba de otra pesadilla y salí a la calle a buscar a mi familia.  Los encontré al rato en la iglesia del pueblo en donde se celebraba la misa del gallo.  Un padre canadiense se desesperaba tratando de encontrar una pizca de lógica para explicar tanta destrucción, tanta muerte, tanto dolor.  No aguanté y regresé a la casa en donde me tendí en la cama y lloré todo lo que no había llorado en esas cuarenta y ocho horas. Supongo que para mis recién estrenados veintitrés años había sido demasiado lo que presencié.  Cuando llegaron mis padres y mis hermanos nos abrazamos con la plena conciencia de que la alegría de estar vivos no compensaba la tristeza de la tragedia de tantos hogares.  Compartimos una barra de pan que algún amigo del pueblo nos había llevado de regalo y nos quedamos en vela hasta que el cansancio nos venció.  

En Managua, esa noche todo era oscuridad.  Nadie recordó que era Navidad.  Los sueños e ilusiones de la Noche Buena fueron segados de un tajo por una inmensa guadaña y desgarraba el alma el silencio que reinaba a lo largo de la ciudad; aunque hay personas que juran que cerca de la media noche se escucharon lamentos que provenían de los escombros.  También cuentan algunos vecinos que por el rumbo de lo que era la colonia Luis Somoza en su colindancia con Don Bosco, divisaron una procesión compuesta de gente vestida de blanco que con veladoras encendidas cantaban: Perdona a tu pueblo, Señor; muchos trataron de unírsele, sin embargo, por más que recorrieron todo el rumbo nunca lograron encontrarla.

Los días que siguieron fueron de interminables viajes a Managua y a Jinotepe a donde fue reasignado mi padre; la capital ya empezaba a ser militarizada y cercada.  Fue en esos días cuando Pedro Rafael Gutiérrez escribió su poema “Réquiem a una ciudad muerta”, que oportunamente se grabó en la inconfundible voz de Fabio Gadea Mantilla, acompañado con el fondo de una guitarra que gemía “Managua es maravillosa” de Tino López Guerra.  Ese poema le llegó al corazón de todos los Managua que con el llanto a flor de piel pedían a la Radio Corporación que la pusiera una y otra vez.  

Sin embargo, a pesar de todo, la ciudad no estaba muerta y como el ave fénix comenzó a levantarse.  Los negocios comenzaron a trabajar y pusieron de moda la frase: “Estamos operando”, seguida de su nueva dirección.  Los trabajadores comenzaron a ser requeridos a través de la radio por sus empleadores, quienes les pedían presentarse “al término de la distancia”.  Fue así que en medio de los escombros se levantó el espíritu de los Managua y se propuso levantar la ciudad.  

El año siguiente fue intenso; las labores de reconstrucción le dieron un enorme dinamismo a la economía.  Yo fui reclutado por el Banco Nacional de Nicaragua para participar en el programa de reconstrucción de la pequeña empresa que había sido diezmada por el sismo.  

Poco a poco la ciudad fue recobrando su figura, aunque de manera desordenada.  Había perdido su corazón que lucía ahora rodeado por una cerca infame, pero le habían brotado muchos retoños en sus alrededores.  Las heridas poco a poco fueron sanando y a pesar de que el miedo se mantenía latente en cada uno de los Managua, que regularmente y en especial cada 22 del mes, salían a dormir a la calle; pero el ánimo se fue levantando y superando el golpe que habían recibido.    

Diciembre regresó inexorablemente y las calles, inicialmente de manera tímida, se fueron vistiendo para la ocasión.  Los comercios se dedicaron a promover el regreso de la Navidad y la respuesta de la gente fue inesperada, todos querían celebrarla, volverse a reunir alrededor de esa fiesta.  Muchos tal vez en un nuevo domicilio, incluso en las ciudades circunvecinas a donde fueron a parar.  

Nosotros nos habíamos quedado en nuestra casa de San Marcos y mi hermana se esmeró en adornar la casa para la Navidad.  El ambiente se volvió a llenar del espíritu decembrino.  Para mi cumpleaños mi familia puso de nuevo su mejor esfuerzo para hacerme sentir como rey; mis padres me regalaron un disco con el soundtrack de Shaft con Isaac Hayes, el cual todavía conservo y un estuche de Brut, que en esa época era la colonia oficial del hombre cosmopolita, aunque ahora es la de los CPF.    Para la Navidad mi madre encargó una enorme pierna de cerdo, la cual preparó con el inmenso cariño que le imprime a todo lo que hace y la hizo adornar de una ensalada de manzana y papas.  Un delicioso pan que hacían en Jinotepe acompañó aquella cena que se antojaba banquete y un “paciente agradecido” como decía mi padre, nos llevó un delicioso Pío V.  Mi padre abrió una botella de whisky President que inundó toda la casa con un profundo aroma y una vez más nos sentamos a la mesa para celebrar la dicha de estar juntos, en especial aquel año.  Nos acompañaron los villancicos del album Christmas in Wonderland de Bert Kaempfert, que tradicionalmente poníamos en esa ocasión y que habíamos rescatado de la casa de Managua.  

Creo que al igual que muchos, en lo que me resta de vida nunca voy a olvidar el terror del terremoto de Managua, así como tampoco voy a olvidar la entereza y decisión de los capitalinos para reconstruir la ciudad y sus vidas.  Por siempre recordaré como en tan sólo treinta segundos la Navidad de ese año se nos arrebató de manera tan infame y como desde entonces esa fiesta se convirtió en la celebración de la dicha de estar vivos, de tener una oportunidad más de reunirnos alrededor de una mesa y compartir el amor y los buenos deseos.  Después de todo, como dice Juanes: “la vida es un ratico”.  

Feliz Navidad a todos 

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De los Ortega buenos

Don Emilio Ortega Morales  

“Los apellidos famosos, en lugar de enaltecer, rebajan a quienes no saben llevarlos”.   

 François de la Rochefoucauld    

Comencé a percatarme prácticamente de mi apellido cuando entré al colegio.  La política de los Hermanos Cristianos del Instituto Pedagógico de Diriamba y creo que de muchos colegios aun en la actualidad, era la de eliminar cualquier asomo de confianza en el trato al alumno, dejándolo en el ámbito un tanto castrense e impersonal del apellido; a excepción desde luego de los “cepillos”, que siempre encontraban un caluroso eco en el ánimo de los hijos de La Salle y recibían un trato especial. 

No había terminado de acostumbrarme al uso del Ortega a secas, cuando allá a inicios de los años sesenta un individuo asesinó a sangre fría a su compañera y a sus ancianos padres.  El caso ocupó los titulares de los periódicos y de los radionoticieros por un buen rato; desde el crimen hasta el juicio y encarcelamiento del Chacal de Tacaniste, cómo se le conoció al  multi asesino.  Pero lo más dramático del asunto era que el sujeto en cuestión se llamaba Pompilio Ortega Arróliga. 

Está por demás narrarles los detalles del escarnio que significó para mí, cuando la mayoría de los condiscípulos en el colegio comenzó a relacionarme con el Chacal y a pregonar que era mi tío y cosas por el estilo.  Cabe señalar que si no me equivoco, en esa época yo era el único Ortega del Pedagógico.  Así que regresaba yo a mi casa con mi autoestima por el suelo y con un sabor en la boca como si hubiera chupado una moneda de a centavo. 

Lo que me extrañaba era que en mi casa nadie le ponía mayor cuidado a ese hecho, ni dejaban de hablar al respecto.  Un día que mi padre trajo a colación el caso, comentando que Pompilio recibía en la cárcel infinidad de cartas de jovencitas que le manifestaban su admiración, aproveché para preguntarle si nos íbamos a cambiar el apellido.  Se rió y me contestó con naturalidad, -¿Y por qué?, el que se lo tiene que cambiar es él.  -No merece llevarlo. -Ortega, tu abuelo.   

Mi abuelo Emilio Ortega Morales, a quien le debo mi segundo nombre, nació y creció en Managua, teniendo como patio trasero la costa del entonces impoluto Lago Xolotlán.  De pequeño jugaba entre lagartos que salían del lago a tomar el incandescente sol de la capital, en lo que se conocía como el Barrio El Mamón, colindante con el barrio La Bolsa, cerca de lo que luego fue el Club Managua.  A muy temprana edad, él y su hermano Pedro quedaron huérfanos.  La única familia que les quedó fue José Antonio Lezcano Ortega, hijo de la tía Isabel, muerta también en forma temprana.  José Antonio llegaría luego a ser sacerdote y Arzobispo de Managua, además de Diputado ante el Congreso Nacional. 

Para sobrevivir, mi abuelo debió trabajar duro desde pequeño.  Fue ayudante en varios almacenes y boticas, en donde aprendió los secretos de la alquimia y el teje y maneje mercantil.  Posteriormente, llegó a ser inspector del ferrocarril en Masaya y fue entonces cuando conoció a mi abuela.  Años después a causa de una enfermedad le recomendaron un clima fresco, por lo que decidió aventurarse a instalar una botica en San Marcos y fue así que con un préstamo de unos amigos comerciantes chinos se trasladó con mi abuela al pueblo en donde fundó la botica La Capitalina en 1919. 

Fue siempre muy emprendedor.  Cuando supo que empezaron a importar los primeros camiones Ford, adquirió uno e inauguró una ruta entre San Marcos y Masaya, en competencia con el ferrocarril.  También se embarcó en la aventura de la agricultura con mal suceso pues sembró arroz en Tancabuya, en la costa del Pacífico y las plagas terminaron con él, luego se fue al Río San Juan en donde también fracasó después de muchos meses de duros trabajos.  Pero nada lo desanimaba y de un proyecto pasaba pronto a otro. A finales de los años veinte fue electo diputado suplente ante el Congreso Nacional por el entonces Distrito de Diriamba, sin embargo, la política nunca fue su vocación. 

Era un incansable lector, devoraba cuanto libro y revista caía en sus manos y el mundo que descubría en sus lecturas, soñaba con traerlo al pueblo.  En una ocasión importó vitrolas con discos de arias de las grandes óperas, champaña, caviar y demás exquisiteces, que desde luego no cautivaron el gusto de los sanmarqueños y debió destinar todo al consumo de la familia.  

En los cuarenta y tres años que mi abuelo vivió en San Marcos logró ganarse el cariño y respeto de todo el pueblo, así como de todos los comerciantes capitalinos con quienes tuvo relación.  Con el fruto de su arduo trabajo logró vivir en una honrosa medianía y no llegó a ser rico debido a su enorme rectitud, orgullo y escrúpulos.   Tampoco llegó a ser santo como su primo José Antonio, pues era un intransigente agnóstico.  Su divisa siempre fue la honestidad. Recuerdo muy bien que en una ocasión una persona llegó a comprar algo a su botica y debía dársele cinco centavos de vuelto.  En ese momento no había en la caja cinco centavos en sencillo, por lo que el comprador dijo que no había problema, que ahí lo dejara.  Mi abuelo se incomodó y le dijo que de ninguna manera.  El comprador insistió diciendo que cuando lo tuviera se lo diera en su nombre al próximo indigente que pasara.  Mi abuelo no soportaba la incomodidad y me envió a la tienda de Don Agustin Quant a que le cambiara unas monedas para poderle dar su vuelto al insistente comprador. 

Nunca tuve la oportunidad de profundizar sobre la familia con mi abuelo.  Murió cuando yo tenía once años y lo poco que recuerdo fue que admiraba enormemente a su primo José Antonio.  Mi abuelo se emocionaba cuando narraba la forma en que su primo recorrió Managua en marzo de 1931 después del terremoto que asoló la ciudad, llevando consuelo a los sobrevivientes y el requiem a los que quedaron bajo los escombros.  También comentaba de cuando iban de paseo a una huerta familiar en el rumbo hacia Masaya, en lo que resulta ser ahora el restaurante Intermezzo del Bosque.   

Don José Antonio era el guardián de los documentos respecto a la familia Ortega y desafortunadamente quedaron reducidos a cenizas al quemarse el Palacio Arzobispal en el terremoto de 1931.  Monseñor Lezcano y Ortega murió en enero de 1952, cuando yo tenía apenas dos años de edad. 

De esta manera, la única familia cercana que llegué a conocer por parte de los Ortega Morales fue la familia Ortega Martínez, hijos de Pedro Ortega Morales, hermano de mi abuelo y que llegaron a ser famosos cuando cuatro de ellos jugaron juntos en el equipo de béisbol Marvin, allá por 1945.  Uno de ellos, mi tío Pablo Ortega Martínez, a punta de trabajo incansable levantó lo que hoy es la Ladrillería San Pablo. 

Los hijos de Don Emilio Ortega también supieron llevar el apellido siempre con la frente en alto.  El mayor de los hermanos Ortega Corea, Emilio, llegó a ser diplomático desde joven, era la elegancia personificada y su trato exquisito lo distinguía ; murió a los cuarenta y cinco años en Tegucigalpa mientras ocupaba un cargo en el servicio exterior.  De él se desprende la familia Ortega Rosales.  Mi padre Orlando fue médico trabajó mucho tiempo en el Hospital Bautista y luego en el INSS; era tan acertado que algunos médicos discretamente lo buscaban para que tratara a sus familiares; murió en Los Angeles en 1992.  Formó la familia Ortega Reyes.  Mi tío Eduardo es el único sobreviviente, es Ingeniero Civil y conserva aún su carácter jovial y entusiasta; ocupó altos cargos en el Distrito Nacional y en DENACAL, actualmente vive en San Francisco, California y es el jefe de la familia Ortega Gasteazoro.  Los tres hermanos tenían una chispa y humor impresionantes. 

Hace algunos años me encontré con un destacado docente que es originario de San Marcos y me expresó que debería sentirme orgulloso de ser nieto de Don Emilio Ortega, el ciudadano probo por excelencia en esa ciudad.  También me llenó de orgullo escuchar al cuñado de una amiga mía, hijo de un prestigiado comerciante e importador de Managua, que me dijo que su padre le comentaba que mi abuelo era una gran persona, honesta y trabajadora.  También me he encontrado con personas que conocieron a mi padre y todas sin excepción lo recuerdan como un gran médico y especialmente como una gran persona. 

A estas alturas del partido, he llegado a darle la dimensión exacta al significado del apellido.  Tal vez nunca llegaré a saber si tenemos algo que ver con el Duque de Bretaña y su esposa, la hija de Ramiro II de León que se cree fueron los fundadores de la familia Ortega, o si pertenecemos a la rama de los Ortega de Burgos y Valle de Mena o a la de los Ortega de Carrión de los Condes en Palencia, sin embargo, tengo bien presente el linaje que proviene de don Emilio Ortega Morales y con eso me basta. 

He llegado a la plena conciencia de que hay una infinidad de Ortegas por el mundo.  En España solamente, este apellido ocupa el lugar 50 en cantidad de personas en llevarlo y en México, ocupa una buena parte de las páginas del directorio telefónico.   Por curiosidad he ingresado mi nombre en Google y me he sorprendido de la infinidad de homónimos que tengo alrededor del mundo: un artista nica de la televisión de los EE UU, un bailarín grancanario, un pedagogo colombiano, un dirigente comunitario aquí mismo en Managua, un investigador chileno, un maleante buscado por el FBI en los EE UU, en fin.   

Lo importante es que ya no afectan las tropelías que puedan cometer quienes llevan mi apellido, como cuando sufrí con el caso de Pompilio.  Acepto mi apellido con orgullo y de mi parte hago mi mayor esfuerzo por que me enaltezca, especialmente sabiendo que llevo el nombre y el apellido de mi abuelo. 

Por eso ahora, cuando me presento con alguna persona:  Orlando Emilio Ortega Reyes, a sus órdenes, algún interlocutor, sin atreverse a indagar abiertamente a cuáles Ortega pertenezco, simplemente pregunta: -¿Ortega?, entonces como si fuera a confesarle un secreto le digo bajando la voz:-De los Ortega buenos.  A esto, el interlocutor pone los ojos como los de Bart Simpson, emite un leve chasquido y exclama:  Aaahhh.    

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¡Ojo billar!

Ojo billar

 

Había una época cuando en Nicaragua, los avisos y mensajes que se consignaban en rótulos, anuncios y demás medios de publicidad, eran sencillos, directos y lo más apegados a la verdad.  Abundaban rótulos, a veces con mala letra y de vez en cuando mala ortografía, que anunciaban una diversidad de bienes y servicios: se inyecta, siempre se afila, se forran hebillas y botones, nacatamales sábado y domingo, se vulcaniza, refrescos naturales, se vende vigorón, hay chicha, se cose, hay hielo, se reparan zapatos, hay vaho, hay helados, leche agria, deliciosa carne asada, se venden raspados, ricos sorbetes.

Podía caber una exageración, una fanfarronada, pero nunca con el ánimo de engañar o tomarle el pelo al posible cliente. Había tal vez sus excepciones.  Muchos recordarán la antigua publicidad de Flor de Caña: “Hoy lo toma y mañana cero goma”, o bien, “Cuando toma Flor de Caña ni su mujer lo regaña”.  En este caso, la gran mayoría de la población estaba consciente que no existe papalina que no desemboque en una goma bestial, ni tampoco mujer que se alegre de ver al marido hasta el hígado, por lo que este tipo de anuncios se tomaba por el lado hilarante y provocaba la indulgencia de los ciudadanos.

Es posible que también nos resulte un tanto jocoso el caso de la señora que vendía la famosa carne asada frente al Gran Hotel, en la Managua de antes del terremoto del 72 y que pareciera que tuvo una descendencia más grande que la de Abraham, pues se podrá observar a lo largo de toda la capital, una infinidad de puestos de venta de carne asada que claman ser propiedad de una hija o nieta de esa señora.

Sin embargo, de repente entró en acción la mercadotecnia moderna y comenzaron los ganchos, los engaños y la buena intención que se mantenía en la comunicación, cayó en completo desuso.  La premisa básica con que trabajan los especialistas de la mercadotecnia de hoy, es que ellos son más inteligentes que el resto de la población y que por lo tanto, pueden manipular sus frágiles mentes.

Así pues, en la Nicaragua actual, al igual que en muchas partes del mundo, usted debe andar con mucho cuidado a la hora de interpretar los mensajes que recibe, pues llevan escondidas intenciones subliminales y por demás oscuras, que pueden llevarlo fácilmente al engaño.  Es por eso que aquí cabe la célebre expresión tan nica: ¡Ojo billar!

Cuando observe un enorme rótulo que anuncia descuentos hasta del 50%, no se haga ilusiones, generalmente se trata de un gancho que lo obliga a ingresar al establecimiento e interesarse por algún producto; sin embargo, cuando usted pregunta por el gran descuento anunciado, lo llevan a un rincón en donde se encuentran casi escondidos los escasos productos, que parecieran haber sido sacados del camión de la basura y que aún a esos precios rebajados, resultan caros.  Si en el supermercado mira unos limones que parecen de anuncio de televisión y con un cartoncito encima que dice “limones C$ 0.75 unidad”, es muy probable que en la caja se los marquen a C$4.50 cada uno y le expliquen que los que estaban en oferta eran los del rinconcito y que parecen uvas pasas.

Las grandes promociones anunciadas por muchas empresas en las que rifan premios fabulosos que ni Don Francisco se atreve a prometer, hay que tomarlas con grandes reservas.  Hace algunos años una empresa embotelladora anunció grandes premios para las tapas marcadas con cierto mensaje y al final se negó a pagar a los favorecidos y es la fecha y parece que todavía sigue en los juzgados el pleito en donde los inocentes consumidores reclaman sus premios.

Cuando un establecimiento trata de venderle algo al crédito, recurre a la nota de “Cómodas mensualidades”, que trata de inducirlo a endeudarse per secula seculorum, pues los plazos para aguantar la amortización total de la deuda, así como unos intereses más caribes que el reggae, parecieran que son de hule.  Así que lo de cómodo no se sabe para quién.  El caso es que cuando lleva menos de la mitad del plazo de pago, el bien que compró ya no le sirve y le costará un bigote continuar pagando por ello.  Antes de endeudarse, pida que le expliquen cuánto cuesta el producto al contado y cuanto pagaría en total, al crédito, incluyendo los intereses y se asustará de la diferencia que tiene que pagar si lo saca al crédito.

Nunca crea en las imágenes que se miran en los anuncios de la televisión, pues son prefabricadas.  Se necesita una alta dosis de ingenuidad para creer que lo que mira en esos anuncios es la realidad.  Esas hamburguesas que se miran tan apetitosas y de un tamaño que pareciera que pudieran alimentar a un filisteo durante todo un mes; cuando usted la solicita en el negocio, observará que son tan pequeñas que se quedarían en un hoyo de la muela de Topo Gigio.  Las máquinas de hacer ejercicio cuyos infomerciales nos atosigan los fines de semana en los canales de cable, no son lo fuertes que pregonan; en la televisión parecieran estar hechas de acero, pero cuando usted las llega a utilizar parecieran de talalate.  Además, las 50 libras que le ofrecen bajar por mes: naranjas chinandeganas.

Los famosos anuncios de “barra libre” son otra vacilada para los clientes.  Con el propósito de que un cliente no consuma en demasía, ocupan el licor más barato y le elevan el octanaje con guarón, o sea, alcohol de 96º, así que en menos de lo que canta un gallo, ya clavó pico en la mesa.  Debe también usted cuidarse de las ofertas de whisky o vodka que ofrecen bares y restaurantes a buen precio al comprarlo a granel, es decir, por jarra, pues también están bautizados con otros espíritus alcohólicos de similar color pero de ínfima calidad, de tal manera que con tres tragos ya usted siente que tiene las orejas como las de Bugs Bunny y al despertar al día siguiente tendrá una goma que va a suplicar que lo operen.  Algunos restaurantes y bares supuestamente de postín, elaboran sus cocteles con guarón, como en el caso de los famosos cocteles Margarita, tan preferidos por las damas, pero que a la segunda ronda, inexplicablemente ya están bailando arriba de las mesas o buscando un tubo para realizar algunas acrobacias.

Cuando usted vea la frase “Aplican Restricciones”, muchas veces en letra pequeñísima, tenga mucho cuidado.  Esto quiere decir que todas las promesas que la empresa en cuestión le ha lanzado como cantos de sirena, son en su mayoría falsas y por esa razón recurren a este salvavidas, que al final de cuentas legalmente los podría eximir de cumplir con todo lo que prometieron.  Si mira usted boletos aéreos a precios increíbles y con letras pequeñitas en el costado lateral del anuncio “aplican restricciones”, lo más probable es que sean sólo para viajar a media noche, en un taburete a entre el piloto y el copiloto, sin derecho ni a un refresco y en un 29 de febrero.  Puede ser una compañía de teléfonos celulares que le ofrece el cielo y la tierra y saldos quíntuples en su saldo, pero con las benditas restricciones al final no alcanza nada.  Pregunte siempre, antes de embarcarse, a cuáles restricciones se refieren y se dará cuenta que no cabrían ni en toda la edición completa de La Prensa.

Cuando vea en grandes letras el anuncio de “Gratis”, no se vaya de boca.  Recuerde que nada es gratis en este mundo.  Lo más probable es que si con la compra de un producto le ofrecen otro gratis, en el precio del primero ya vaya incluido el del segundo, o bien el producto ofrecido gratis no tiene demanda o ya está echado a perder y deben de salir del mismo a como sea.

El único anuncio que debe tomar muy en serio es uno que es frecuente en los estacionamientos de algunos negocios y que dice: “No nos hacemos responsable de su vehículo”.  Eso sí es 100% cierto.  Además de la alta probabilidad de que le abran su vehículo y se lo desmantelen, deberá aguantar la infame actitud de los empleados y autoridades del establecimiento.  Esto es muy frecuente en las tiendas de “conveniencia” de ciertas gasolineras, en donde de acuerdo a las denuncias es muy posible que algunos empleados estén en colusión con los amigos de lo ajeno y luego es increíble la posición de la administración de estos negocios que en primer lugar tratan a su propio cliente como si fuera el ladrón.  Además de no le prestarle la menor ayuda, tratan de hacer hasta lo imposible para que no llame a la policía, pues llegan los medios y es mala propaganda para el local.  Las redes sociales están llenas de denuncias de esta naturaleza y es la fecha y los propietarios de estos negocios no han hecho absolutamente nada por remediar la situación.  Esto es un indicativo de que para esta clase de negocios, el cliente no es más que un medio para enriquecerse y no es digno de la menor consideración.  Sería un alivio llegar a un local que en su estacionamiento tuviera un letrero que dijera: “Puede usted dejar su vehículo con toda tranquilidad.  Nuestro personal de seguridad pondrá todo su empeño e incluso su vida para proteger sus bienes”.

Por eso señoras y señores, especialmente en esta temporada que se avecina de viernes y fines de semana negros, así como las ventas navideñas, antes de comprar, de comprometerse, de ilusionarse, de embarcarse en la aventura de comprar un bien o servicio, fíjese muy bien, analice bien las cosas y cuídese de las letras pequeñas, en especial las que dicen: “Aplican restricciones”.

 

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El bigote que cantaba

Bienvenido Granda

Los abuelos paternos tenían un código de conducta muy estricto que no sólo comprendía a los miembros de la familia, sino que en algunos casos se extendía hasta los clientes de su botica, como era el caso de la prohibición de utilizar palabras soeces.  De la misma forma, a pesar del giro de su negocio, nunca vendieron un solo condón.  No obstante se mostraban compasivos, pues no le negaban a nadie la Benzetacil de 2.4 millones de unidades.  

Existía también un código para la música que se podía escuchar en la casa y que incluía una lista negra de artistas o canciones prohibidas, ya sea por el contenido de las letras de las canciones o por lo “vulgar” de los artistas, de acuerdo al criterio muy particular de los abuelos.  Definitivamente que la lista la encabezaba el célebre Bachiller José María Peñaranda, con cierta razón, sin embargo, nunca encontré el motivo del por qué se incluía a la Sonora Matancera, Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, entre otros.  

Pero lo más chistoso era que dichas reglas se disipaban en los confines de la casa, pues no había forma de detener la música que emanaba de la roconola del Salón Rosado, propiedad de Don Enrique Vivas y que colindaba con nuestra habitación.  Así que sin quebrantar ninguna regla, escuchaba durante gran parte del día la música que tanto la familia Vivas como sus clientes, situaban en los primeros lugares de su preferencia y que por mucho tiempo le correspondió al repertorio de La Sonora Matancera.  

Cuando llegaba un nuevo disco, los Vivas se encargaban de estrenarlo, poniéndolo hasta el cansancio, de tal forma que ya al segundo día era posible que nos hubiéramos aprendido la letra de la canción.  Muchas veces cuando aparentemente había calma en el citado Salón, surgía una discusión fuerte entre sus propietarios y para mantener la discreción, una de las muchachas corría a poner la roconola y ahí estaba otro rato de Sonora Matancera.  La fuerza de la costumbre lo iba haciendo a uno adivinar lo que ocurría, ya sea la llegada de un nuevo éxito, la cabanga de un cliente o la discusión familiar.  

Había una situación muy particular cuando cierta señora llegaba de visita a la casa ubicada al frente del Salón Rosado.  Esta señora había tenido cierto problema con otra vecina cercana de ese sector, aparentemente por el marido de la primera y una forma de manifestarle su odio era enviando al hijo de la empleada de la casa al Salón Rosado con ocho chelines, así se conocía a las monedas de veinticinco centavos y que era lo que costaba una pieza en la roconola; con la instrucción de que pulsara ocho veces la F-4, que en dicho aparato correspondía a Señora, con Bienvenido Granda.  A la tercera interpretación de la citada canción, ya todo el mundo sabía que la señora en cuestión estaba de visita y que mientras duraba la misma, casi media hora, la otra vecina tenía que soplarse una y otra vez todos los epítetos que melodiosamente emitía la voz de Bienvenido.   

Nuestra familia vivió en casa de los abuelos cerca de ocho años y que coincidentemente fue durante la época de oro de la Sonora Matancera y en particular de Bienvenido Granda, conocido en el mundo de la farándula como «El bigote que canta».  En realidad, en esa edad no se marcan predilecciones, simplemente los recuerdos en especial los musicales, se fijan profundamente en la mente y de esta manera muchos éxitos de la Sonora Matancera quedaron íntimamente ligados a los recuerdos de mi infancia, la casa de los abuelos y tantas cosas a su alrededor.  Por eso, tanto la música de Bienvenido Granda, como la de Daniel Santos, Leo Marini, Alberto Beltrán, Celio González, Celia Cruz y otros me transportan inmediatamente a ese maravilloso mundo.  

Allá por 1959 nuestra familia dejó la casa de los abuelos y se trasladó a su nueva casa y las restricciones sobre la música se terminaron.  En nuestro radio Philips nuestra madre nos buscaba los éxitos del momento, y disfrutábamos a Paul Anka, Neil Sedaka, Elvis Presley, Enrique Guzmán y los Teen Tops, César Costa, Angélica María, los Apson, los Ventures, Connie Francis, Franke Avalon, Lloyd Price, Dion, Pat Boone.  A medio día escuchábamos Los Tres Villalobos en la Radio Mundial.  Esta sensación de libertad vino a apartarnos un tanto de la Sonora Matancera y demás éxitos del Salón Rosado.  

A finales de 1979 estando con mi esposa y mis hijos en México, nos trasladamos a la Unidad Tlatelolco, complejo habitacional orgullo de la arquitectura mexicana de los años sesenta.  Inicialmente vivimos en uno de las torres llamadas Tecpan, sobre el propio Paseo de la Reforma Norte.  Muy cerca de ahí, estaba un parque, réplica del famoso Jardín de San Marcos en Aguascalientes, en donde por la mañanas iba a correr y algunas tardes llevaba a pasear a alguno de mis hijos que se mostraban inquietos en el encierro del departamento.   

Una tarde, bajé con mi hijo Orlando al parque y después de jugar un rato nos sentamos en una de las bancas metálicas.  De pronto un señor de edad, bajito, bien abrigado, con espeso bigote se sentó en el otro extremo de la banca.  Saludó protocolariamente con una leve inclinación de su cabeza que le respondí de igual manera, pero mi hijo Orlando quiso darle la mano, por lo que le dije que no molestara al señor.  Al escucharme hablar me dijo que mi acento era centroamericano.  Le dije que veníamos de Nicaragua, y le pregunté si conocía. Me dijo que sí, que había tenido la oportunidad de cantar ahí.  Le pregunté su nombre y me dijo: Bienvenido Granda, para servirle.  Después de reponerme de un profundo:- Gulp, un tanto incrédulo le pregunté que si era el cantante de Angustia, En la orilla del mar, Señora, Por dos caminos…  Me interrumpió diciendo: -Usted recuerda mejor que yo mis canciones, amigo.  Le respondí que en Nicaragua él y la Sonora Matancera eran recordados y queridos.  Empezábamos a conversar cuando una señora con acento cubano se acercó llamándolo:  -Bienve, -Bienve.  -Bueno, me dijo, -me están buscando, fue un gusto conocerle. -El gusto fue mío Don Bienvenido, alcancé a decirle.  

Al regresar al edificio, todavía un poco incrédulo le pregunté a uno de los administradores sobre el señor y me confirmó que en efecto era el famoso cantante de la Sonora que tenía un departamento en el Cuauhtemoc, el primer edificio sobre Reforma.    

Al año siguiente nos trasladamos al Edificio Chihuahua, también en Tlatelolco frente a la Plaza y en algunos viajes al Parque, lo miré fugazmente y nos saludamos.   Luego dejé de verlo y en una ocasión en que andaba trabajando por Veracruz allá a mediados de 1983, escuché en la radio local que había fallecido don Bienvenido.  Debo confesar que sentí cierta tristeza, pues había desaparecido una persona sencilla, sin el menor asomo de esas ínfulas de divo que tienen los artistas de hoy, un gran intérprete que nos dejó tantas canciones, tantos recuerdos, especialmente ligados a una época dorada.  

En mi computadora tengo una carpeta con música de La Sonora Matancera y especialmente de Bienvenido Granda y frecuentemente me escapo hacia aquel mundo mágico de la infancia en donde cada vez hay menos sobrevivientes.  Ya desaparecieron los abuelos, mi padre,  Don Bienvenido y la mayor parte de los integrantes de la Sonora, don Enrique Vivas y su esposa, las tres señoras, la visitante, la visitada y la acusada.  De vez en cuando me encuentro en San Marcos a Beto Calero, ya ronda los sesenta años pero siempre lo recuerdo con su pantalón corto, apresurado, con un puñado chelines dirigiéndose a la roconola del Salón Rosado a pulsar ocho veces la F-4: Señora, con Bienvenido Granda. 

Escuche usted Soñar Contigo con Bienvenido Granda No necesita echar un chelín.

Esta es la canción Señora, escúchela

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¡Oye, Managua!

La Hormiga de Oro

  

Es muy posible que Alejandro González Iñarritu hubiera podido filmar su película Babel en Managua, sin necesidad de viajar por las antípodas.  Poco a poco, la novia del Xolotlán se ha ido convirtiendo en la mítica torre del Génesis en donde una diversidad de idiomas se escucha por doquier y el español adquiere más acentos que los que pueden oírse en Washington.    

En la calle se puede escuchar a alguien y es muy difícil adivinar su procedencia.  Puede ser un cubano que tiene cierto tiempo de vivir en Nicaragua, un Chinandegano que estudió en Cuba o un Boaqueño que vivió en algún sector cubano de Miami.  Puede también escucharse a una señora que es fanática de TV Azteca que habla con el acento de Paty Chapoy, o un tipo que podría pasar por chileno pero que es granadino y  lo que sucede es que lleva quince años de ver a Don Francisco en Sábados Gigantes.  En el espectro radial pueden encontrarse locutores de radio que imitan a Laura de América o al Gordo y la Flaca.  La Asamblea Nacional no se queda atrás, pues hay un diputado que habla el español con un dejecito Tex Mex.  

En un restaurante del Mirador de Catarína se puede escuchar pedir una soda, una gaseosa o un refresco o bien un pedazo de queque, pastel o torta.  Puede ser que en un supermercado empiece a escuchar a su alrededor puro coreano o en Metrocentro observar a un extra de Apocalipto que le habla en inglés a sus hijos.  

Había una época cuando la identidad del capitalino, especialmente al hablar, estaba tan arraigada que se reconocía a la legua.  Para nosotros los pueblerinos, cuando de repente aparecía un foráneo por la calle, tan sólo por la forma de caminar, su estilo de vestir y ese aire de superioridad eran motivos suficientes para sospechar: -ese es Managua.  Pero cuando se acercaba y te decía: -Vení ve man, se disipaba cualquier duda: -Ah pues sí, Managua.    

Cuando el capitalino hablaba lo hacía con ciertas ínfulas, como si viniera del propio París.  Su vocabulario estaba salpicado de dichos autóctonos de la capital. El tratamiento más usual de los Managua era: Man, aunque algunos habían heredado el clásico tratamiento leonés de: hermano, mientras que en los pueblos era el apócope de hombre, “hom”.  Cuando entre dos Managua querían hacer referencia a un tercero decían –aquí mi mel, o bien –mi mel queen, en referencia al famoso jugador de béisbol, Mel Queen.  Al citar lo dicho por un tercero, lo hacían más que imitándolo, siseando exageradamente las palabras supuestamente dichas por el tercero.  

Los Managua eran muy aficionados a utilizar el Malespín, código creado en el siglo XIX por el General Malespín de origen Salvadoreño y que consiste en intercambiar algunas vocales y consonantes entres sí, de manera que resultaba un código difícil de entender para un lego.  El ejemplo clásico es “amigo”, que al transponer las vocales y consonantes resulta epofi y que con el tiempo llegó a ser pofi, convirtiéndose en parte del vocabulario estándar del Managua.  Sin embargo, el término preferido y más utilizado por los Managua era “tuani” que significa “bueno”.   

Había otros dichos que los Managua se sacaban de la manga y que ponían de moda en todo el territorio, muchos de ellos ahora en desuso.  Cuando alguien se quedaba burlado, esperando a alguien infructuosamente, así como la novia de Tola, decían se quedó Poñoñó, o simplemente Poño.  Si alguien rompía algo, echaba a perder algo o en términos generales cometía un error que le costaría caro, decían: –Se guiñó la güirila. Cuando alguien se creía mucha pieza decían: -Se las pica, o bien, -se las pica de arroz con pollo y no llega ni a gallo pinto.  

Algunos pueblerinos conocedores y estudiosos de la identidad del Managua, no sólo podían reconocer a los capitalinos al primer vistazo, sino que hasta se podían dar el lujo de identificar el sector de donde provenían.  Cuando el capitalino vestía impecablemente, su camisa a la última moda haciendo juego con el pantalón en una combinación armónica incluso hasta con los zapatos y calcetines; su vocabulario no contenía demasiados términos en Malespín, pero en su lugar repetía incansablemente: -no jodás!! y cuando caminaba parecía hacerlo al ritmo de Elvis Presley, Dion, Neil Sedaka o Paul Anka, el susodicho era del sector central, es decir, de San Sebastián, Santo Domingo, San Antonio, Candelaria, Sajonia o Bolonia.  Cuando el lenguaje era una mezcla de Malespín con escaliche, la combinación de la ropa era más acentuada, con calcetines blancos y al caminar con un aire del Dr. Chivago parecían moverse al ritmo de la Sonora Matanecera, entonces eran de arriba, del Trébol, el Oriental, la Cervecería, el Ruiz, el Abanico.  En el caso cuando el sujeto traía un atuendo con una combinación un tanto más folklórica, usando dichos y dicharachos en su lenguaje, más que Malespín o escaliche y moviéndose más al ritmo de Julio Jaramillo u Olimpo Cárdenas, entonces era de abajo, Altagracia, Monseñor Lezcano o Santa Ana.  

Pero independientemente de su procedencia, cuando un Managua se encontraba con un paisano en la provincia, demostraba una inusitada alegría exclamando a todo pulmón: Oye Managua!!!! e iniciaban sus eternas pláticas sobre lo tuani que era el Tropical, o lo tuani de la comida de la Chumila o lo tuani de los raspados de la Riviera.  

La década de los setentas vino a transformar radicalmente el habla de los Managua, pues las oleadas del movimiento hippie llegaron con nuevos dichos, nuevos códigos.  Se empezó a escuchar “loco” o “loquito” “chiva” “brother”, “toda la bicicleta” “la jurumba”.  Los fenómenos migratorios internos desde el terremoto hasta la guerra de fines de los setenta impactaron seriamente la estructura social de la capital y de las ciudades circunvecinas, muchas de ellas ahora casi conurbadas.  Luego el flujo migratorio hacia el exterior en ambas vías, vino a trastocar cualquier indicio de aquella identidad tan propia del Managua.  

En estos dorados tiempos, encontrar a un Managua puro es como buscar una aguja en un pajar.  Puede usted ir al corazón de Altagracia y en una casa típica de la Managua vieja, preguntar a su habitante y se encontrará a una señora natural de Ucrania, divorciada de un ex becario de la extinta URSS y que ahora se defiende vendiendo nacatamales, sábados y domingos y repostería el resto de la semana.  Tal vez podrá pensar que yendo a la bajada de Santo Domingo podrá identificar a un autóctono Managua, sin embargo al acercarse al que baila una vaca enfrente de las cámaras de televisión, identificará a un político granadino que acomodándose sus lentes Prada gritará:  Que viva Santo Dominguito.   Buscará tal vez entre uno de los promesantes que bailan cerca del santo y al acercarse escuchará gritarle a su amigo: –Oye bato, dame para atrás mi botella.

   

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