Archivo mensual: noviembre 2007

Masaya en el corazón de mi abuela

Doña Ester Corea de Ortega

Mi abuela paterna era originaria de Masaya.  Emigró a San Marcos por motivos de la salud de mi abuelo en 1919 y ahí murió en 1960. Mientras mi abuelo como capitalino añoraba Managua, ella pensaba que el centro del mundo era Masaya, pues ya fuera para pasear, comprar, rezar, visitar amistades, reír o llorar, viajaba hacia allá. 

De pequeño tuve la oportunidad de acompañarla en varias ocasiones en sus viajes al terruño.  Era toda una aventura.  Había una camioneta pick up acondicionada con una cabina de madera, llamada El Pollo que pasaba por la farmacia de mi abuelo donde la abordábamos y como una consideración especial para mi abuela, el conductor le cedía los dos espacios a su lado.   

La emoción comenzaba cuando pasábamos La Primavera a la salida del pueblo y donde finalizaba el pavimento.  De ahí en adelante era un incesante zangoloteo y un nutrido polvazal.  Pasábamos por Masatepe, en donde mi abuela me compraba un chivito, figura de masa de arroz endulzada que me llamaba la atención, más por su apariencia que por su sabor.  Luego la emoción subía al máximo cuando llegábamos a Niquinohomo.  En el cementerio hacia la izquierda estaba la salida a un camino más estrecho y sinuoso que llevaba a Masaya.  Había un lugar en donde desde mi abuela hasta el último pasajero guardaba silencio y empezaban a encomendarse a toda la corte celestial.  Era una curva que describía una herradura y con una pronunciada pendiente, lo cual sumado al hecho de que no tenía peralte y un precipicio se abría a un lado, constituía la prueba de fuego para cualquier conductor.  Esa curva se conocía como la temida vuelta de la “U”.  Pero el chofer de El Pollo tenía una pericia única, hacía malabares con la palanca de velocidades y comenzaba a rodar por la curva teniendo el cuidado de no rozar el borde del camino ni resbalar en el lado del precipicio. Una vez superado ese tramo todo mundo respiraba y comenzábamos a descender hacia Masaya. 

Lo primero que encontrábamos al entrar a la ciudad era Monimbó.  Siempre me llamó la atención las casas de paja y los niños que sin el menor pudor deambulaban desnudos por el barrio.  Luego pasábamos por el Colegio Salesiano, no sin antes escuchar las amenazas de mi abuela de que si no estudiaba vendría a parar a ese Colegio, reservado en esa época a los muchachos rebeldes, reprobados o expulsados de otros colegios. 

El Pollo hacía su parada final muy cerca del parque central de Masaya.  Al descender comenzaba a caminar en un mundo mágico y sobrenatural, de esos que sólo Ray Bradbury puede describir.  Desde la calle siguiente al parque se percibía un rumor especial y luego al llegar al mercado se observaba un movimiento multitudinario de marchantes, vendedores, cargadores y un ruido ensordecedor con miles de pregones flotando en el aire.  Mi abuela me tomaba fuerte de la mano y empezábamos su periplo por todo el mercado, comprando una gran variedad de hierbas, verduras y frutas de todos los colores y tamaños, dulces de una inmensa variedad y sabor: recuerdo de manera especial los coyoles en miel que a ella tanto le gustaban y que tenían un color púrpura encendida y un profundo sabor dulce que debía succionarse de la superficie que parecía hecha de algodón quirúrgico.  Nos acompañaba un cargador que contrataba mientras se iba haciendo de una carga considerable.  El recorrido se hacía extenso, pues cual vía crucis ella iba haciendo estaciones a lo largo del camino, conversando de manera interminable con una infinidad de personas conocidas.  La expresión grave y seria que mantenía en la botica de San Marcos, se convertía en una afabilidad sin límites, esbozaba una sonrisa única y su buen humor me sorprendía, el cual yo aprovechaba para pedirle uno que otro juguete, como aquellas figuras de madera que se conocían como “muñecos de regla” que en medio de su sencillez, hacían malabarismos dignos del circo chino. 

Cuando se cansaba de comprar o de reír, contrataba un coche que nos llevaba cerca de la estación del ferrocarril, que era otro punto neurálgico de la ciudad y que desde lejos se miraba en ebullición, gente que entraba o salía, carga que subía o bajaba, vendedores que vociferaban pregones a los cuatro vientos, compitiendo con el ruido y silbido de las máquinas.  Nosotros pasábamos de largo y como a las dos calles llegábamos a una casa que siempre me pareció oscura o sería más bien que tenía un patio demasiado claro.  Ahí vivía la tía Chepita hermana de mi bisabuela, que al mejor estilo de Clint Eastwood fumaba un puro chilcagre y salpicaba su vocabulario con toda suerte de procacidades.  También encontrábamos a la tía Mélida, media hermana de mi abuela que se movilizaba entre Masaya y San Marcos vendiendo lotería y lecheburras.  Mis tíos bromeaban con ella diciéndole que no vendía ni la terminación de la lotería, sin embargo, las lecheburras que hacía eran de concurso, pues difícilmente podía encontrarse un dulce de esa calidad.  Tenían la mezcla exacta de leche, cacao, dulce, mantequilla, limón y vainilla, así como el tiempo preciso en el fuego para cada etapa, adornándolas al final con pequeños trozos de maní.  Tenían un perfecto corte geométrico y eran envueltas cuidadosamente en papel encerado. 

De ahí, salíamos a sus otros mandados, ya sea donde una señora llamada América Barrera que le confeccionaba sus trajes o donde su dentista, un famoso Doctor Soto Carrillo que tenía su consultorio por el rumbo del Hospital.  Cuando sentía que el tiempo se le agotaba, nos trasladábamos de nuevo a las cercanías del parque en donde ya estaba esperando nuevamente El Pollo que nos llevaría de regreso.  El viaje hacia San Marcos se sentía más tranquilo y rápido y cuando menos lo esperaba, pues probablemente me dormía llegando a Niquinohomo, sentíamos el golpe de la camioneta al subir al nivel del pavimento de La Primavera.  En un santiamén estábamos en la botica La Capitalina, en donde me esperaba mi madre, quien disimulando su extrema preocupación me abrazaba como si regresara de la Antártida. 

Un frío domingo de febrero, mi abuela cayó fulminada por una trombosis mientras tomaba su baño y en un ratito se murió.  Mi padre, que estaba de turno en el Hospital Bautista no alcanzó a llegar y encontrarla viva.  Todo el mundo en la botica estaba consternado; mi abuelo no alcanzó a reaccionar y empezó a morir desde ese día.  Yo, sin embargo, al acercarme a verla adiviné en ella aquella expresión que la invadía cuando viajábamos a Masaya.  Supe entonces que a pesar de que su cuerpo había quedado sin vida en San Marcos, su espíritu vagaba tranquilo y alegre por Masaya. 

Sus hijos decidieron enterrarla en San Marcos y mandaron a traer los servicios fúnebres de los Reñazco en Masaya, quienes se aparecieron en el pueblo con toda su parafernalia, que incluía, además de un ataúd de estilo churrigueresco, una carroza del mismo tenor, un auriga de etiqueta y dos briosos corceles, todo lo cual paralizó al pueblo que, un tanto apesarado y un tanto anonadado, la acompañó a su última morada. 

En la actualidad, viajo frecuentemente a Masaya y siempre que paso cerca de la estación busco infructuosamente el lugar en donde estaba la oscura casa de la tía Chepita.  En el edificio en donde estaba el bullicioso mercado se encuentra ahora un aséptico mercado de artesanías.  Nuestra gran amiga Angeles Bermúdez nos invita regularmente a su casa para admirar las danzas folklóricas que los Masaya luchan por mantener puras y detener los constantes desmanes de los mercenarios del folklore.  Cuando veo a las jovencitas con sus relucientes huipiles y sus impecables faldas moviéndose graciosa y primorosamente al son de la marimba, me acuerdo de mi abuela.  Nunca la miré bailar, pero me imagino que en su juventud, en su querida Masaya sentía vibrar la marimba en su corazón y se movía acompasadamente con El acuartillado, luciendo la sonrisa que se llevó a la tumba.        

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El club de la nostalgia

Leonardo Fabio

Creo que en ningún punto del planeta, la nostalgia flota en las ondas hertzianas como en Nicaragua; a pesar de que como dicen los rusos, añorar el pasado es correr tras el viento.  Cada país, tiene una que otra emisora que trasmite sólo música del recuerdo y otras que tienen algún programa dedicado a esa evocación melódica del pasado.  Sin embargo, en Nicaragua prolifera la transmisión de esta música, con la particularidad de que se trata de música de los años sesenta y setenta, excluyendo, por tratarse de un fenómeno aparte, los programas dedicados a la Sonora Matancera, que a nivel de culto perduran en varias emisoras. 

Voy en mi vehículo escuchando la radio, prácticamente el único lugar donde la escucho; la voz candente de Shakira me va marcando el ritmo del tráfico, a veces caótico, de la ciudad; buseros que van cambiando de carril casi encima de mí, taxistas que se detienen de improviso ante un leve gesto de un posible pasajero, cafres que van probando mis reflejos, transeúntes que parecen kamikazes sobre el asfalto.  Cuando el solo de trompetas prestadas de Jerry Rivera, anuncian que las caderas de Shakira terminaron de reiterar que no mienten y súbitamente aparecen unos violines en cascada y un lánguido coro que le dan paso a Juan Ramón quien con su otrora potente voz deja oír:  -Se ha puesto el sol ya en mi vida sin ti, no tengo nada si no tengo tu amor…   Por casualidad, en esos momentos transito por una calle de Monseñor Lezcano, pasando la Estatua del tío Antonio hacia Telcor, y la melodía me remonta cuarenta años hacia atrás, allá por 1966.  Mi pericia al volante de repente trastabilla y tengo que observar bien el tablero del vehículo para cerciorarme que no se trata de la camioneta Opel de mi padre, en donde di mis primeros pasos al volante y en donde escuchaba esa melodía.  Mientras tanto Juan Ramón sigue: Aquel pasado tan dichoso que fue, momentos mágicos que nunca olvidé…  El paisaje ante mí, que no ha cambiado en mucho tiempo, parece retenerme en esa época.  De repente no tengo preocupaciones, ni dolencias y me abandono a la melodía, un tanto balada, un tanto tango de la canción.  –Fuiste la luz y tibieza y a mi sueño le diste una cita, con la belleza infinita del amor…  Y así, durante los casi tres minutos que dura la canción, me transporto a una época en donde todo era más fácil, más tranquilo, más llevadero.  De repente, Juan Ramón lanza las notas finales – Se ha puesto el sol, para mi vida sin tu amor y los violines se encargan de dar abruptamente fin a la canción.  En esos momentos ya voy por la Avenida del Ejército y un piano invita a Alejandro Saenz y a David Bisbal a preguntarse mutuamente ¿Y si fuera ella? y una jungla de ventas de repuestos de automotores me regresan al siglo XXI.  Sin embargo, esa pequeña tregua, como decía Benedetti, me oxigena y me da fuerzas para seguir mi camino.  

Me imagino que tanto paisano sumido en un oscuro destino, necesita de vez en cuando, un asomo de felicidad y sentirse transportado a esa época, que a pesar de todo lo que se argumenta, invita a añorarse.  Los radioemisores, muchos de los cuales pertenecen a esta franja coetánea, conocen estas añoranzas del pueblo nicaragüense y salpican su programación con una infinidad de éxitos que nos hicieron vibrar en otro tiempo. 

Por eso no debe extrañarnos que en medio de Maná y Calle 13, de repente aparezca Leonardo Favio interpretando Fuiste mía un verano y aunque fue solamente un verano, nos acompaña tan entusiastamente, que nos imaginamos que todavía es el muchacho aquel que arrasó en el Festival de Viña del Mar, sin sospechar de que está próximo a cumplir los setenta años y ha retomado su carrera de director de cine. 

Y así, tantos intérpretes, muchos de ellos ya fallecidos o sumidos en el más cruel olvido, llegan a nuestro espacio radial y se sientan a conversar con nosotros, como en los viejos tiempos.  Hace unas semanas por ejemplo, volví a escuchar después de más de cuarenta y cinco años, Campana Rota, en la voz de Javier Vega y sin remedio volví a recorrer las tranquilas calles de San Marcos.  Nadie piensa tal vez que aquel prometedor cantante, hermano de la actriz Isela Vega, falleció hace muchos años, al igual que Manolo Muñoz que de vez en cuando nos deleita con la Pera Madura o Polo que vive aún con El último beso. 

Muchas de estas canciones están tan arraigadas en los corazones de muchos nicaragüenses, que a pesar de que todavía se escuchan en de vez en cuando en las ondas etéreas, pueden provocar profundas emociones que arrancarían las lágrimas hasta a un rudo de la lucha libre.  Si no lo cree, en una reunión en donde predominen personas de más de 45 años ponga en el aparato de audio la canción Virgen Negra y verá.  Los Chaynas, conjunto presuntamente peruano, sacó a la luz esta emotiva canción allá por el año 1964 y la colocó en el primer lugar de preferencia de la audiencia nacional.  De acuerdo a una empresa publicitaria que llevaba un registro de las preferencias de la época, todavía en 1975, era la canción más escuchada en la historia de la radio en Nicaragua.  Así que con los primeros arpegios del órgano con que inicia la canción, podrá observar muchos rostros un tanto conmocionados y a pesar de que inmediatamente el conjunto, con una entrada de batería, le imprime un ritmo de porro sudamericano, a nadie se le ocurrirá bailar.  Después de uno que otro pujidito o un quejumbroso -Aayyy, muchos seguirán la canción:  Negras mis penas son, como tu piel morena, fundidas en bronce están, mis amarguras.  Algunos no podrán terminar la línea, pues los embargará la emoción y buscarán un pañuelo,  kleenex o de perdida la servilleta del vaso del trago.  Muchos recordarán la roconola de la esquina de su casa, que repetía la melodía día y noche, hasta que se rayaba el disco o se dañaba la aguja y en menos de lo que cantaba un gallo, el personal de Don Miguel G. Hernández llegaba a cambiar cualquiera de los dos.  Otros recordarán el bálsamo que constituía la canción para sus heridas de amor que lo torturaban, otros caerán en la cuenta de que en ese entonces renegaban del color de su piel y encontraban en Virgen Negra un refugio para digerir su resignación, mientras que otros se acordarán que buscaban incesantemente en la geografía la ubicación del Puerto del Olvido para llorar un gran dolor.   Cuando la canción llegue irremediablemente al momento en que Los Chaynas rematan la canción con el trocito del Ave María, seguido del órgano que súbitamente cambia al estilo iglesiero, tenga lista la botella de licor pues sobrará quien necesite un trago doble para recuperarse. 

Y así como esta canción hay muchas que calan el corazón de los nicas.  Todavía la temporada veraniega arranca con la repetición incansable de Tiritando; en las navidades nunca falta Luis Aguilé con Ven a mi casa esta Navidad o se trae en año nuevo a Toni Camargo con Yo no olvido al año viejo o a Nestor Zevarce con Faltan cinco pa´ las doce.    Todavía en algún cumpleaños invitan a Nelson Ned a cantar Happy Birthday to you my darling o alguien finiquita algún asunto con Murió la flor de Germain La Fuente y los Angeles Negros.  No falta algún acabangado que recurra a Enrique Guzmán con Anoche no dormí o quiera cortarse los pulsos con el fondo musical de la Copa Rota de José Feliciano. 

Recientemente el grupo Los Mokuanes lanzó con buen suceso una serie de álbumes con canciones de ese período y en los cuales lograron recolectar en versiones bastante apegadas a las originales, toda una época de recuerdos.  

A pesar de que los gastados discursos de los políticos nos pinten de color de rosa ciertas épocas de nuestra historia, la realidad es otra, hay una época que se quedó huérfana y que sin embargo muchos nicaragüenses la viven día a día en el recuerdo de su música y no se cansan de volver la vista atrás, aún bajo el riesgo de convertirse en estatuas de sal.   

 

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Lo cortés no quita lo Jack Bauer

Cortesá

Aunque la cortesía es una de las virtudes más contagiosas que se conocen, en algún momento de su historia, el nicaragüense parece haber sido inmunizados contra la misma, pues cada día su ausencia es más generalizada y evidente.  Pareciera que alguien se introdujo furtivamente a nuestro Panel de Control y quitó de nuestras configuraciones predeterminadas las reglas elementales de urbanidad y civismo; los obligatorios -buenos días-; las imprescindibles –gracias-, las palabras mágicas -por favor-.  En estos tiempos es muy común encontrar que en lugar de una amable solicitud, recibamos órdenes con un tono autoritario al más depurado estilo militar.    

Una tarde cualquiera suena el teléfono, levanto el auricular y digo -Buenas tardes, al otro lado de la línea se escucha una voz femenina con aire marcial: ¡¡¡Doña Josefa!!!, No se escucha nada de buenas tardes, ¿podría usted comunicarme con Doña Josefa?, ni mucho menos ¿Tendría usted la amabilidad de informarme si se encuentra Doña Josefa?  Fingiendo demencia digo – No señora, aquí habla Orlando, lo que pasa es que me acabo de tomar un jarabe y se me afina la voz.  La interlocutora sin el menor vestigio de humor me espeta – ¿No está Doña Josefa?  A lo que respondo –Ah, ¿usted quiere que le haga el favor de comunicarle con Doña Josefa?  Al otro lado del auricular se siente como cuando le dan un sombrerazo a una lora y una voz, ahora agria, agrega -¿Se encuentra ella?  Si, permítame un momento por favor.    

A pesar de que las ciencias administrativas han realizado avances significativos en el análisis de la atención al cliente y a su impacto en el desarrollo de las empresas, todavía encontramos negocios que aparentemente ignoran el tema.  No es raro que usted entre a un establecimiento para buscar un artículo que necesita y encuentra que el único empleado que podría atenderlo está sosteniendo una amena conversación telefónica.  Usted se reviste de santa paciencia y le otorga unos minutos, tiempo prudencial para que termine su edificante conversación, sin embargo, transcurre el tiempo y nada.  Un tanto involuntariamente usted empieza a mover sus dedos índice y medio a manera del movimiento de una tijera, a ver si la parlanchina dependienta agarra la seña, pero es inútil.  Al final, se cansa uno de esperar y ante la mirada impasible de la vendedora, deja el local.   Pero eso no es tan preocupante como cuando uno llega a uno de esos almacenes de electrodomésticos, en donde cada compra es de al menos doscientos dólares y a pesar de que están cuatro empleados sin hacer absolutamente nada, de repente pareciera que usted se volvió invisible y nadie se acerca a preguntarle que desea, mucho menos a decirle buenos días.  Cuando usted llegó al convencimiento de que no van a pelearse por atenderlo, se acerca a uno de estos individuos y le pregunta: -Alguien podría darme información sobre los televisores?, la ejecutiva de ventas sin mirarlo grita:  Juan, televisores.  El susodicho Juan no pierde la compostura y como en un juego de básquetbol, también grita: Yahoska, televisores.  Pero aparentemente Yahoska fue abducida por algún extraterrestre pues no aparece, por lo que ante el temor de que también usted resulte abducido, busca aprisa la salida.  

Si se trata de un banco, alístese, pues en la mayoría no encontrará la cortesía que usted espera.  Desde antes de entrar, un policía sin avisarle le pasa por el cuerpo un detector portátil, si es una señora le registra su cartera y cuando se asegura que no porta ninguna arma, ordena:  -Si anda celular me lo apaga. A lo que respondo –Pero el celular que traigo es mío, no se lo puedo apagar a usted.  El guarda se queda en ele olo chico zapote y repite: Me lo apaga.  Luego de adivinar cuál es la fila que me corresponde y armarme de paciencia, me toca el turno e invariablemente la cajera pregunta: ¿Anda su cédula?  Pues todavía no le he enseñado a caminar, pero la tengo en mi billetera. ¿La necesita?  -Sí.  Comienza a anotar y de repente pregunta: ¿Todavía vive en esta dirección? Pues ahora que salí en la mañana, todavía, señorita.  Llega la hora de recibir el dinero y ante la ausencia de una pregunta de parte de la cajera sobre la denominación de billetes que necesito, le digo –Señorita, si me hace el gran favor y me los da de a 500-, a lo que recibo un gélido: -No hay de 500, sólo de 50, -Pero señorita, no me van a alcanzar en mi bolsillo.  -Pues le doy una bolsa, como diciendo -eso es problema suyo.  Para no provocar un altercado, le digo: -Está bien.  Luego de recibir el motete, me armo de humildad y le digo, muchas gracias señorita, a lo cual responde. El que sigue.  Salgo del banco, todavía con miedo de que el guarda me quite el celular creyendo que es suyo y con más miedo aun de que un amigo de lo ajeno crea que el motete está repleto de billetes de a 500.  

Si necesita realizar algún trámite respecto a su tarjeta de crédito, sepa que hay algunas instituciones financieras que de repente se negaron a darle la cara.  Llega usted al banco y después del episodio del guarda y el celular, se dirige al área de atención al cliente y toma un número y a la hora que le toca el turno le dice amablemente a la señorita, -Necesito que me haga el favor de revisarme este débito a mi tarjeta. -Sí, acompáñeme, por favor,  Vaya, digo, estoy de suerte.  Sin embargo, mi recorrido termina en un rincón en donde hay un teléfono pegado a la pared, mismo que señala y me dice –Ahí tiene un teléfono, descuelgue y le contestarán en la división de tarjetas de crédito.  Señorita, disculpe, pero eso lo pude hacer desde mi casa. Levanta los hombros como diciendo –Y por qué no lo hizo?  Entonces le digo -Pensé que algún funcionario, de esos que me visitaron y me llamaron innumerables veces para convencerme que debería tener esta tarjeta de crédito, podía explicarme, mirándome a la cara, por qué me hicieron este débito.  Al final decido hacer la llamada desde mi casa, pues al fin y al cabo ahí puedo gritar, mientras que en el banco me pueden caer los guardas y de ipegüe quedarse con mi celular.  

Dicen por ahí, con mucha razón que a la esclerótica del propietario adquiere adiposidades el equino.  En donde está presente el dueño, que sabe lo que cuesta el alquiler y que hay que pagarlo mensualmente, al igual que los demás costos, la cosa cambia.  Ahí si da gusto entrar pues los empleados saludan, se desviven por atenderle, le muestran opciones y si uno les hace la fuerza, hasta le rebajan.  Si usted va a los mercados en donde la competencia aflora por doquier va a salir con una buena compra y además con su autoestima por los cielos, pues no lo bajan de chelito, amor, guapo y demás piropos.    

Es refrescante saber que todavía pueden encontrarse personas que mantienen las reglas básicas de urbanidad y civismo y lo tratarán a usted con la cortesía que se merece.  Algunos de ellos son sobrevivientes de aquellas generaciones con la cortesía profundamente arraigada en su ser, otros han regresado de países en donde la amabilidad es de rigor.  Pareciera increíble, pero en algunas, tal vez contadas, instituciones públicas, existen empleados que tratan al ciudadano con respeto y cortesía.  

De repente en el desierto de la descortesía que es el tráfico de la ciudad, en donde buseros, taxistas y cafres en general se disputan el primer lugar en patanería y en donde obligan a los otros conductores a encomendarse al Creador y a los pobres transeúntes a caminar con el fondillo a dos manos, surge el espejismo de la cortesía del agente de tránsito.  Súbitamente en un recóndito lugar se aparece de la nada, como santo milagroso, un agente de tránsito, que con un artefacto fosforescente hace señas para que me detenga.  Una vez que se aproxima al vehículo y espera que baje el cristal de la ventana dice, con una sonrisa que parece anuncio de Colgate Total:  Muy buenos días mi estimado.  -Buenos días agente, sin agregar nada para no jalarle la cola al tigre.  ¿Me permite sus documentos por favor?.  Claro que sí, agrego mientras los busco en la guantera y se los entrego.  Con un aire de Champollion estudiando la piedra Rosetta, examina los documentos y después de un rato sin encontrar nada irregular me pregunta: ¿Sabe por qué lo detuve, mi estimado? Pues, me imagino que por rutina, señor agente.  –Pues no, mi estimado, lo detuve porque usted invadió el otro carril.  –Pues siento mucho tener que contradecirlo señor agente, pero yo no he invadido ningún carril.  –Como no, mi estimado, usted paso del carril derecho al izquierdo por allá. – Tiene usted razón, señor agente, pero tratándose de dos carriles del mismo sentido y habiendo una raya no continua, no existe invasión.  La sonrisa desaparece del rostro del agente, que con un tono un tanto impaciente dice: – Usted invadió el otro carril.  A estas alturas el estimado ya desapareció.  –Discúlpeme usted, señor agente, pero insisto en que no hubo invasión de carril, pues son del mismo sentido y la raya cortada permite el intercambio de carril.  Mire -le agrego-,es como si un contingente del ejército pasa de Managua a León, no es una invasión, sino un traslado, si entra a Honduras, entonces sí sería una invasión. ¿No le parece?  Ahora el rostro del agente muestra un rictus oblicuo, parecido al del Pájaro Loco cuando se enfadaba y dice con un tono más que impaciente. –Mire señor, le voy a poner una multa y si no está de acuerdo puede apelar.  Ya montado en la mula, dice uno, pues ahora la jineteamos, así que le digo: -Mire, mi estimado y nunca bien ponderado agente de tránsito, haga lo que su buen juicio le diga y proceda de una buena vez.  La expresión del Pájaro Loco arrecho da lugar ahora a una de Rottweiler tico y sacando una libreta y un lapicero me dice: -Le corresponde una multa de 240 córdobas.  -Mire, ínclito y respetable agente –le replico- haga lo que tenga que hacer.  El uniformado toma entonces un bolígrafo y garrapatea en el formato, arranca un pedazo del mismo y me lo entrega, ahora sin mediar palabra.  Ya con mi agenda desconfigurada, me digo, pues ya qué y le pregunto: -Disculpe usted distinguido señor Oficial, ¿aquí donde dice nombre del agente, es Poncharelo? Ahora, la metamorfosis lo lleva al león de la Metro y me ruge:  No, señor es Ponce Merlo.  Me acuerdo de Cantinflas y digo para mis adentros: -Ah, bárbaro.  Antes de subir la ventana del vehículo le esgrimo una sonrisa y le digo: -Que tenga un buen día, mi estimado.  El oficial no dice nada pues sus ojos de lince ya identificaron su siguiente presa y agita sus manos con el artefacto fosforescente, mientras ensaya su sonrisa de Colgate Total.   

Así que estimado lector, en la Nicaragua de hoy debe usted estar preparado para encontrar una amplia gama de comportamientos, desde la más cruel patanería, hasta una refinada cortesía, por lo que es altamente recomendable que usted siempre se mantenga dentro de los estándares que marca la etiqueta moderna de urbanidad, de esta manera, los patanes, ante una actitud amable no tendrán más alternativa que reflexionar sobre su proceder y las personas educadas encontrarán a alguien que gentilmente corresponde a su amabilidad.    

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Los fantasmas del Julia

Sissi

Cuando a finales de los años 80 se estrenó Cinema Paradiso, muchos disfrutamos sobremanera esa magistral cinta, especialmente quienes habíamos tenido la oportunidad de vivir lo que fue el cine de pueblo, para entonces prácticamente desaparecido y descubrimos en la obra de Tornatore, un retablo de lo que significó ese lugar tan especial.  La laureada cinta nos transportó a un mundo mágico en donde el cine se dejaba amar, en donde más que ver una cinta, la gente iba a convivir, a soñar, a reír y a llorar, en donde el factor de socialización y culturización no se limitaba al film, sino que se extendía al recinto y en especial a la gente.    

Fue en el Teatro Julia de San Marcos, Carazo en donde aprendí a querer al cine, en donde asistí asiduamente a la única tanda de ocho de la noche o a la matinée de los domingos y participé de esa cotidiana comunión de vecinos mientras admiraba la magia del cine.    

El Julia era un teatro único en su especie.  Propiedad de doña Amada de Somoza, viuda de un hermano de Anastasio Somoza García, fue bautizado en honor a la matrona de esa familia, doña Julia García de Somoza.  A pesar de que el nombre no le hacía mucha gracia a doña Amadita, como se le llamaba, pues su relación con la familia, incluso con el interfecto no fue demasiado cordial, el nombrecito, sin embargo, le traía una que otra prerrogativa. 

El local había sido construido a inicios de los años 40 y tenía butacas de madera en tres grandes bloques que totalizaban unos 400 lugares, más un pequeño palco situado en la parte posterior, resguardado por un muro bajito, más de adorno que para protección y que estaba destinado a doña Amadita, el cura del pueblo y uno que otro allegado a la señora.  En la parte superior estaba la gayola que a mitad de precio era la alternativa para los paisanos de menores ingresos.  

Creo que era el único teatro en el planeta que había sido diseñado para personas con una vejiga del tamaño del tanque de combustible del Discovery, pues no tenía baños.  En alguna ocasión para evitar males mayores, en el corredor izquierdo, pegado al muro de la casa vecina, también propiedad de doña Amadita, construyeron un canal que servía de mingitorio para el auditorio masculino.  Las féminas tenían que llegar preparadas para dos horas de continencia.   

Conocíamos de la cinta a proyectarse diariamente a través de un programa impreso en papel periódico y que Miguel “Loco” distribuía casa por casa.  Miguel era un joven afectado en sus facultades mentales que doña Amadita tomo a su cargo y que al mejor estilo de Igor, le guardaba fidelidad y realizaba toda clase de tareas a cambio de un poco de comida y del espejismo de recibir cierto afecto.  El resto del personal que laboraba en el cine eran parientes de la señora y recibían un sueldo mísero, equivalente a la mitad del costo de una entrada a la función.  

A pesar de que la película iniciaba cerca de las ocho de la noche, cuando doña Amadita ocupaba su palco o informaba que no asistiría, la gente comenzaba a llegar a las siete y media, aprovechando el tiempo de espera para la convivencia.  Ahí se preguntaba por la familia, por los enfermos; se sabía de los aprobados y los reprobados, de las declaraciones de amor, de las quiebras sentimentales, de los acabangados, de las juidas, de los embarazos benditos o furtivos, ahí se anunciaban las proclamas, los bautizos, o se hacían los planes para pasar por alguna vela después de la función.  Durante la proyección eran permisibles los comentarios en voz alta, especialmente cuando algún episodio de la película se asemejaba a la vida real o cuando algún artista era parecido a cualquier personaje del pueblo.  

Cuando la cinta se cortaba o había algún problema con la energía eléctrica, el escándalo no se dejaba esperar con crueles epítetos que llovían al proyectista y a su asistente, mismos que eran lanzados con voz atiplada para evitar que aquellos reconocieran a sus vecinos, amigos o parientes.  El único identificable era un ñajo, que por más que se esmeraba, su voz era reconocida en el acto, haciéndose acreedor de la burla del auditorio que le gritaba al unísono -Callate Maqueca-.  

Cuando terminaba la función, cerca de las nueve y media, diez de la noche, los que presumían de ser los críticos del pueblo se reunía en el parque para realizar sus últimos comentarios, conclusiones y comparaciones, mientras tanto las parejas de novios caminaban con el paso más lento que podían para llegar a la entrega de las doncellas, antes de que el pueblo cayera en un profundo sueño hasta el día siguiente.  

El teatro también servía para otros eventos como compañías de teatro, de variedades, o de representaciones sacras, así como las famosas veladas, que eran talent shows en ocasión de fines de curso de las escuelas o para recadar fondos para obras sociales.    

Fue en ese cine en donde me hice fan de Roy Rogers, aquel vaquero de buenos sentimientos, caballeroso, prototipo del héroe de esa época y que mi padre insistentemente invocaba cada vez que yo mostraba mi desmedido temor a la oscuridad.  

También fue allí donde años después sentí que un rayo me fulminó, al ver por primera vez a Romy Schneider en el papel de Sissi y en donde dejé de soñar con tener un caballo y un par de pistolas doradas y de cachas de marfil y lo cambié por un sueño guajiro en donde tenía una espada para lanzarme en contra del Emperador Francisco José.  

En el Julia miré infinidad de películas, buenas, malas y regulares, muchas me gustaron y muchas no, pero lo importante fue que el cine llegó a ser una fuente inagotable de experiencias y conocimientos que me dieron valiosos elementos para sobrevivir posteriormente.    

Allá por los años setenta, después del terremoto de Managua y del estreno de El Padrino, un empresario del espectáculo se acercó a doña Amadita y le hizo una oferta que ella no pudo rehusar y de esa manera desapareció el Teatro Julia para dar paso al Cine Plaza.  En ese entonces el pueblo empezó a llenarse de foráneos que encontraron en el pueblo un perfecto dormitorio y la convivencia en el cine comenzó a enfriarse y así ese recinto fue perdiendo encanto, hasta que un día en los años ochenta desapareció.  

Para quienes conocimos al Teatro Julia en su esplendor, llegar ahora a San Marcos y pasar por sus ruinas nos parte el corazón.  Hay que hacer un verdadero esfuerzo para identificar donde fue la taquilla, donde estaba la pantalla, donde estaba el barcito en donde servían, según los conocedores, la mejor cebada de Nicaragua.  En el lugar en donde estaba el kilométrico migitorio, un avezado entrepreneur se hizo de un pedazo del terreno y dicen que está construyendo una clínica, bajo el riesgo de que por las noches los fantasmas del Julia con voz tenebrosa y atiplada le lancen los más graves epítetos, mientras que en venganza por el sacrilegio, le descarguen el poder de sus vejigas.  

El Teatro Julia Hoy  

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Un nica en el Popocatepetl

Popocatepetl

El nica es de tierra caliente.  No está en su naturaleza usar abrigos de ninguna especie; su vida está orientada hacia el cálido mar del trópico.  Sin embargo, su destino exódico lo ha hecho emigrar hacia latitudes en donde su cálida identidad se ha enfrentado de golpe y porrazo a temperaturas que rondan los cero grados centígrados. 

Así vemos a nicas curtidos por el sol del Pacífico que de la noche a la mañana se miran echando vaho en las calles de Winnipeg o rompiendo el helado viento de Chicago. 

Los que tuvimos la dicha de emigrar a México, encontramos en la capital un clima envidiable, pues se goza de una temperatura fresca la mayor parte del año, con un frío soportable en invierno y sólo hay que resguardarse cuando entra un súbito “norte”. 

Pero lo errante no se nos quita y el terremoto de 1985 nos hizo abandonar Tlatelolco e iniciar un nuevo peregrinar hacia Tlaxialtemalco.  Luego regresamos a la capital, pero por azares del destino, mi hermano Eduardo fue a parar a orillas de las faldas del legendario volcán Popocatepetl, en Amecameca, Estado de México y desde entonces, su casa se convirtió en el lugar de peregrinación de toda la familia.  Fines de semana, puentes, días feriados, vacaciones y demás, abandonábamos el Distrito Federal para enrumbar hacia el Popo.   

Ahí aprendimos el verdadero significado del verbo tiritar, pues muchas veces habíamos cantado a la orilla del mar aquella famosa melodía “Tiritando”, que se convirtió en el secular himno al verano en Nicaragua, sin saber lo que decíamos.  Así pues, a orillas del Popocatepetl, en medio de un frío que nos calaba hasta los huesos y en un ambiente que parecía haber salido de la pluma de Conan Doyle, encontramos el lugar ideal para aislarnos de todo, ser más familia y conversar. 

Como si ese clima propiciara además del acercamiento, un intercambio interminable de impresiones de todo lo que nos había impactado en nuestra azarosa vida.  Tratábamos por un lado de descubrir y dejar que aflorara nuestra mitad mexicana que subyacía debajo de una nicaraguanidad que no se cansaba de asombrarse de la inmensidad de ese país. En Amecameca era como si el frío fuese una chispa que provocaba el fuego de una conversación interminable, en donde diversos temas pasaban frente a nosotros como el paisaje en un tren en marcha: la música, el cine, la historia, la literatura, la psicología, la política, la familia, el pueblo y tantos temas más. 

En las mañanas en donde el sol tímidamente quería neutralizar al frío, se antojaba el bossa nova y era entonces Jobim, Regina, Gilberto, De Moraes, Costa, que nos hacían soñar con el cálido Pacífico y nos empujaban a brindar al mediodía con un bloody Mary o una magnífica cerveza local, mientras dábamos rienda suelta a la saudade. 

Luego, nos adentrábamos a la gastronomía vernácula y preparábamos tacos, sopes, quesadillas, tlacoyos y chalupas de un maíz verde oscuro de un sabor único, que se acentuaba con  hongos, queso oaxaca, flor de calabaza o huitlacoche y si la suerte nos sonreía, nuestra hermana Oralya se lucía con unos nacatamales, un vaho o unos buñuelos.  

Por las tardes nos dedicábamos a la devoción del café, acompañada por amplias discusiones en donde saltábamos de Cela a Dos Passos, de Miller a Nabokov, de Papini a Maugham, de Greene a Spota, de Amado a Guillén, de García Marquez a Vargas Llosa, de Benedeti a Carpentier y así hasta que se nos perdían los pasos. 

Cuando el clima lo permitía salíamos con los hijos a refrendar nuestro espíritu beisbolero y nos enfrascábamos en partidos interminables que alcanzaban anotaciones más parecidas al básquetbol. 

Había noches en que nos improvisábamos en bartenders, inventando cocteles, ponches, cubas, y otras delicias etílicas que experimentábamos con ron de las Antillas o vodka polaco, hasta llegar al sopor y entonces nos achilangábamos escuchando a María Conchita Alonso mientras practicábamos el difícil arte del albur. 

Cuando el frío parecía ensañarse con nosotros, apurábamos un te de hierbas locales que nos arrastraba inexorablemente al análisis de Jung, los arquetipos y el inconsciente colectivo. 

Las oscuras noches nos transportaban al cine de pueblo, desde el Julia hasta el Alameda, pasando por el Trébol, el América, el Luciérnaga, el Ruiz, el Tropical y revivíamos el cine de Buñuel, Scorsese, Fellini, Godard, Hitchcock, Kubrick, Coppola, Allen, Chaplin, Leone, De Palma, Argento, Ford, hasta que nos parecía escuchar la marcha del Puente sobre el Río Kwai, que usaban en el Trébol para desalojar la sala al final de la película. 

Cuando nos tocaba la suerte de reunir a toda la familia, nuestro padres nos llevaban de la mano y repasábamos casa por casa, calle por calle del pueblo, desmarañando las intrincadas genealogías locales o bien, recordábamos las calles y lugares de la vieja Managua en torno al Callejón de Alí Babá, mientras Eduardo con su guitarra evocaba nuestro embeleso ante la música de Serrat y las pequeñas cosas nos hacían un nudo en la garganta. 

Fueron inolvidables las mañanas escarchadas en donde nos espabilábamos con un café de detective, mientras preparábamos un suculento desayuno para toda la tropa, aprovechando el rato para intercambiar sueños, proyectos y una que otra receta de cocina.  Eduardo trataba de explicarme los intrincados matices politonales de la nueva trova cubana y yo de aficionarlo a Vivaldi y cuando desistíamos, entrábamos de lleno a echarle segunda a Jaime Almeida en el recuento de los Beatles o imitando al grave locutor de Radio Stereo Jazz, hablábamos de Benson, Montgomery o la inolvidable Minnie Riperton, hasta que de pronto el sol nos regresaba al Bossa Nova. 

Pero un día los dioses, celosos de nuestros destinos, ordenaron de nuevo partir; de repente, nuestro padre se fue para siempre y las lilas del jarrón se fueron marchitando.  Yo me encuentro ahora de regreso entre lagos y volcanes, sintiendo el nicaragüense sol de encendidos oros.  Algunas veces cuando una melancólica radio vuelve a lanzar Tiritando a las ondas hertzianas; aún bajo el riesgo de parecer loco, me río solo.  Mi hermano Eduardo por su parte, está mirando el plácido movimiento de las olas del Lago de Chapala en Jalisco y de golpe se hizo viejo, pues hoy llega al medio siglo.  

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