A partir de 1993, la Ley de Identificación Ciudadana obligó a todos los nicaragüenses a adoptar la Cédula de Identidad Ciudadana como el único documento público para identificarse formalmente para el sufragio y para cualquier tipo de trámite que la ley estableciera. Si hacemos a un lado las tremendas exageraciones que manejan ciertas instituciones como la Superintendencia de Bancos respecto al requerimiento de este documento, vemos que esta disposición vino a poner orden en los usos y costumbres, que de manera caprichosa, se manejaban en Nicaragua en torno a la forma en que las personas utilizaban sus apelativos.
Así fue que desaparecieron aquellas personas que manejaban tres nombres de manera indistinta y que sólo ayudaban a fomentar el caos en su identificación. Era muy común que un individuo fuera inscrito en el Registro Civil como Antonio, lo hubieran bautizado como José Antonio, su tía materna se acostumbró a llamarlo “Chepito” y sus amigos le decían Tony, de tal manera que al final se quedaba firmando como Tony pues era el que más le gustaba. Lo mismo ocurría con las personas que fueron registradas con un nombre un tanto extraño o que al portador le desagradaba y muy convenientemente lo transformaban, como era el caso de alguna Filomena que se firmaba Filo o Fifi, Terencias que se hacían llamar Teri o Teté o Sinforosas que se autodenominan Pochas.
De la misma forma la Cédula vino a poner fin al uso del famoso nombre de las mujeres casadas, que por costumbre adoptaban el apellido del esposo, agregándole la preposición “de”.
A pesar de que en el sistema español, las mujeres nunca pierden sus apellidos originales al casarse, en América Latina fue extendiéndose la costumbre de que la mujer debía de agregar el apellido del esposo en adición o sustitución del suyo, en muchos casos con la ignominiosa, según algunos, preposición “de”.
De esta forma, las mujeres al contraer matrimonio, de manera inmediata cambiaban arbitrariamente su nombre, agregándole con cierto orgullo el “de” más el apellido del esposo, para lo cual invertían un buen tiempo en practicar su nueva firma. Para ellas, no representaba ninguna afrenta que su nuevo nombre denotara que eran la posesión de determinado individuo, pues su papel dentro del matrimonio estaba perfectamente delimitado por las normas sociales, por lo que su independencia e individualidad pasaban a segundo o tercer plano al haberse unido en sagrado matrimonio.
El uso del nombre de casada era un símbolo de estatus, pues en primer lugar reflejaba que la portadora había cubierto esa obligatoria etapa en una mujer de bien y de esta manera se separaría de aquel segmento que después de cierta edad, al no haberla cubierto, reflejaban que estaban en peligro inminente de quedarse en la estación escuchando impasiblemente al ferrocarril que pitando se perdía en la lontananza y por lo tanto su futuro estaría inmerso en una oscura sacristía cambiando los ropajes de las imágenes religiosas. Por otra parte, el ostentar el apellido del esposo, máxime si éste era sonoro o difícil de pronunciar, venía a enriquecer el linaje de su familia. También habría que agregar que el nombre de casada fungía como un virtual cinturón de castidad ante cualquier intención malsana de parte de algún individuo, al darle la categoría de persona “ajena”. No hay que olvidar tampoco que llevar el nombre de casada, también situaba a la feliz portadora, en un estatus de clase pudiente, pues los lectores podrán recordar que en las clases menos favorecidas, aquellas que sobrevivían la maternidad en soltería y llegaban a casarse o “arrejuntarse”, no se atrevían a utilizar el apellido de su cónyuge y a lo sumo se les relacionaba, a manera de referencia, con su compañero, por ejemplo, la Angelita de Juan Cabezón o la Rosa del Chino.
Los movimientos que en la segunda mitad del siglo XX vinieron a reivindicar los derechos de las mujeres, propiciaron que poco a poco se fueran utilizando solamente los apellidos de sus padres. Muchos maridos empezaron a comprender que una relación funcionaba mejor, cuando existía un equilibrio en la pareja y que el hecho de que la mujer defendiera su individualidad, no restaba ni amor ni respeto hacia su marido. Así fue que ciertos segmentos, principalmente de mujeres profesionales o bien que alcanzaban cierta independencia económica, continuaron utilizando sus apellidos originales.
Sin embargo, se mantuvieron los sectores de mujeres tradicionalistas, que aun ostentando un título universitario, dejaban su carrera para dedicarse exclusivamente a atender a su familia y se apegaban a la costumbre de utilizar nombres de casada. Estas mujeres defendieron a ultranza el deber de toda mujer de someterse a su marido y demostrárselo a través de la utilización de su apellido. Sin embargo, cada día son menos estos sectores. Si se recorre la guía telefónica en sus páginas amarillas, se podrá observar que en las secciones profesionales, cada vez son menos, una extrema minoría tal vez, las mujeres profesionales que mantienen nombres de casada. Podría también examinarse la lista de las mujeres integrantes de la Asamblea Nacional y difícilmente se encontrará alguna que exponga su condición de mujer sometida, al menos a su marido.
Uno de los bastiones que quedan para estas señoras es la sección de sociales de los periódicos o las revistas especializadas en estos temas, en donde se observan grupos en despedidas de soltera, baby showers, bautizos, té canasta, etc. en donde puede aún verse a un nutrido grupo de fulanitas de tal.
No obstante todas estas insistencias, la Ley de Identificación Ciudadano mandó al traste todos esos esfuerzos, pues mediante el uso de la Cédula, todos, sin excepción alguna, deben ser reconocidos por sus nombres y apellidos conforme fueron inscritos en el Registro Civil, sin importar su condición social, estado civil, profesión u oficio o complejos anexos. Así que cuando Doña Titi de Fulandriaquez-Mengañiquez y Mc Cain, va a realizar una transacción al banco, después de practicar todos los malabarismos o como se dice popularmente, “hacerse un colocho”, para que nadie lo note, debe sacar de su cartera Prada, una cédula que la identifica como Cleotilde Hermenegilda Vergara Putoy.