Archivo mensual: abril 2017

La del niño

 

Mi primer año de universidad fue realmente alucinante.  Después de la infame peloneada que hacía que los flamantes bachilleres en ciencias y letras supiéramos que éramos simples mortales y no la mamacita de Tarzán, los profesores se encargaron de enseñarnos a amar a Dios en tierra ajena, Roberto Zelaya con la lógica matemática, el decano Julio Vega con Samuelson y la elección entre producir cañones o mantequilla, el recordado Cuadrita con los principios contables del debe y del haber y un profesor que solo recuerdo que le decían Terry con las teorías administrativas de Taylor y Fayol.  Por si esto fuera poco, llegaba a la facultad como “gallina comprada” como decían en el pueblo, pues no conocía absolutamente a nadie.  Ninguno de mis compañeros de bachillerato se había atrevido a estudiar Economía.

Poco a poco fui descubriendo un tema que parecía flotar en el ambiente y que llegaba a constituir un enlace entre la enorme diversidad de alumnos y era la música.  En los recesos se escuchaba hablar de 500 millas, de Black is black, de San Francisco y lo extraño que parecía aquello de “flores en tu pelo”.  De esta manera fui haciendo contacto con compañeros que no paraban de hablar de música.  Ahí también descubrí a algunos integrantes de los conjuntos musicales que estudiaban en años superiores en la facultad: Emilio Ortega, Lino García y Elías Cárcamo y que en mi grupo estaba el legendario disc jockey Conrado Pineda, que en aquel tiempo trabajaba en la 590.

En cierto momento surgió en aquellos improvisados foros, un tema que llamaba poderosa la atención.  Se trataba de una balada que estaba sonando fuerte en todas las emisoras locales.  Era una balada rock de corte romántico con el sonido electrónico propio de los conjuntos de la época, con una breve introducción de guitarras eléctricas y luego un cantante que reclamaba: “Di que fue de nuestro amor, que todo se esfumó, yo siempre me recordaré de los besos que te di…”  El tema se ubicó pronto en los primeros lugares de las listas de popularidad, sin embargo, lo que más llamaba la atención era el título pues en las emisoras la anunciaban como La del niño.  Por más que repasábamos la letra, no encontrábamos ningún vestigio que pudiera relacionar la letra de la canción con un niño.  Por un buen rato manejamos en aquel foro las más descabelladas teorías sobre el posible origen del título de la canción y que indefectiblemente caían en puras pláticas de preso, pero que al fin de cuentas hacían que nos desconectáramos de la tautología de la lógica proposicional que nos trataba de enseñar Zelaya, para adentrarnos en la ley de los rendimientos físico marginales decrecientes con el decano Vega.

De pronto una nueva corriente vino a desplazar a todos los éxitos que luchaban por permanecer en el gusto del público, los Rockets sacaron su álbum en la Tortuga Morada y nuevos temas se adueñaron de las listas de popularidad.  Sin embargo, siempre quedó como asignatura pendiente el origen del nombre de aquel tema.  Muchos años después, algunos libros que describían la música de los años sesenta tocaron el tema un tanto de refilón, sin embargo, lo interesante de la historia de aquel éxito merece describirse un tanto a detalle.

El tema que nos ocupa es original del grupo Los Super Twisters de El Salvador, uno de los pioneros de la música rock de aquel país y que fueron los primeros en grabar un disco con música rock.  El grupo estaba integrado por Eduardo “Guayo” Meléndez en la guitarra, Ricardo “El chele” Escobar en el bajo, Salvador “Chamba” Rodríguez en la batería, Carlos Langenner en los teclados y Ricardo “Lord Darkie” Jiménez Castillo, cantante.  En el año 1964 el sello Kismet de ese país, accedió a la grabación de un disco de 45 r.p.m. de Los Súper Twisters, habiendo seleccionado el grupo el tema What I said, que grabara Ray Charles en 1959.  Para la otra cara del disco, el grupo no se decidía hasta que llegaron al acuerdo que sería la canción de “El Niño”, pues la música de ese tema había sido compuesta por Eduardo “Guayo” Meléndez a quien le apodaban El niño  y la letra por Chamba Rodríguez.  De esta forma salió el primer sencillo de música rock en El Salvador con el hit de Ray Charles en una cara y el tema denominado La del niño en la otra.

Es necesario remarcar que el vocalista del grupo Ricardo Jiménez Castillo, llegó a convertirse en uno de los mejores arquitectos de El Salvador y es el artífice de La Torre Democracia (Torre Cuscatlán) en el Boulevard de Los Próceres, en la capital cuscatleca, así como la Torre de Cristal y el puente Las Chinamas, asimismo, fue el impulsor y director de la reconstrucción del Teatro Nacional de El Salvador.

En aquellos años, todavía no había un intercambio de música moderna entre los países de Centroamérica, sin embargo, en un festival que se realizó en El Salvador en 1965 participaron los Music Masters.  Al grupo nica le gustó el tema en cuestión y lo tomó prestado.   A su regreso, los Music Masters lo incorporaron a su repertorio y llegaron a grabar una versión.  Cabe aclarar que la misma era un poco más lenta que la original.  Al poco tiempo, otro grupo nicaragüense que iba en ascenso escuchó la versión de los Music Masters y también la grabó.  Se trataba de los Bad Boys y su versión del tema resultó más atractiva.  Hay una gran similitud entre las versiones de los dos conjuntos nicaragüenses, sin embargo, el vocalista de los Bad Boys Humberto Hernández “El gordo Beto” tenía una voz más atractiva que la del vocalista de los Music Masters y en efecto, aquella fue la versión que tuvo más éxito en nuestro país.

Si se escuchan todas las versiones de La del niño, de una manera desapasionada, puede colegirse que la versión de los Bad Boys supera incluso a la original de los Súper Twisters, con perdón de los amigos cuscatlecos.  Es más, cuando Guayo Meléndez y Chamba Rodríguez formaron el grupo Los Mustangs, grabaron una nueva versión de La del niño, tratando de emular un poco el estilo de los conjuntos españoles de esos años, sin embargo, tampoco supera a la del Gordo Beto y los Bad Boys.

Después de cincuenta años, ya ha llovido mucho, han aparecido y desaparecido miles de temas musicales y aquella enigmática canción se mueve entre las arenas del tiempo y del olvido.  Ya incluso algunos personajes ligados a este tema como Humberto Hernández, así como Ricardo Jiménez Castillo, se nos han adelantado.  De vez en cuando alguien que ya no hace fila en los bancos navega en las inmensas aguas de Youtube, de casualidad se encuentran con La del niño, será presa de la emoción y la nostalgia, pero de manera invariable, nuevamente se les vendrá a la mente: ¿Cuál niño?

 

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Al di la

 

Era el año 1963 y el país estrenaba un presidente ajeno a la familia Somoza: René Schick Gutiérrez, quien para muchos solamente jugaba un papel en el teatro de la dinastía.  En el pueblo, se vivía una calma chicha y mientras los adultos jugaban al análisis político, los muchachos procedíamos a guardar los soldaditos de plástico, las espadas y pistolas de juguete y las damitas sus muñecas y juegos de té, pues la adolescencia nos había alcanzado y nuestra monomanía era entonces bailar en las fiestas y tertulias del pueblo.  Ya era época de los bailes de quince años, además de las fiestas que con cualquier motivo se organizaban en diversos locales.  No éramos tan exigentes y un modesto equipo de sonido nos bastaba para bailar por varias horas.  Los más jóvenes calmábamos la sed con una que otra gaseosa y los más aventurados ya se echaban al coleto una o varias cubas o cervezas.

En una de aquellas tertulias, como quien saca un as de la manga, el encargado de la música del evento, Al Capone… los discos, ya que los DJ´s ni pensaban existir, puso un tema que nos dejó prácticamente anonadados.  Estaba interpretada en italiano y en aquel momento no teníamos idea de lo que decía, pero su melodía era romántica en extremo.  Alguien del grupo explicó que se trataba de “Al di la” (Más allá), y era interpretada por Emilio Pericoli, para nosotros un soberano desconocido y cuyo apellido nos causaba un poco de gracia, pues nos sonaba a un pequeño chocoyo.  Después de esa ocasión, el tema aquel se transformó en el preferido en los bailes y se tocaba no menos de una veintena de veces en toda la noche.  En las radioemisoras también empezó a dominar aquel tema y de pronto todo el espectro radial la repetía hasta el cansancio.

Cabe recordar que muy pocas canciones italianas nos habían llegado en su idioma original, salvo tal vez las de Domenico Modugno, “Nel blu dipinto di blu” o “Piove” o bien “Come prima” de Tony Dallara.  El resto eran covers en español de éxitos italianos que se habían internacionalizado, como el caso de “La hiedra”.  No obstante, poco a poco fuimos tomándole sabor a la letra de aquel tema y a adivinar su significado, al fin y al cabo las palabras en ese tema eran muy parecidas a su equivalente en español.

La melodía por su parte, era romántica en extremo y de una dulzura exquisita, de tal manera que con aquel fondo musical, íbamos a bailar mientras nuestras mentes volaban más allá de las más almibaradas fantasías.  Con cierto estupor, mezclado de una pequeña dosis de envidia, observábamos a ciertas parejas que llegaron a vivir tórridos romances al compás de aquella canción, unos más tórridos que otros.  Fueron muchos meses, muchas fiestas, muchos bailes en donde aquella canción fue la reina de la noche, hasta que Boby Vinton llegó con su “Blue Velvet” y destronó a Emilio Pericoli y su tema.

Muchos juraban que el tema era original de Emilio Pericoli y no había nadie más alrededor del mismo, es más muchos pensaban que él era el autor de aquella canción.  Meses más tarde, el público pudo ver el verdadero rostro de Emilio Pericoli.  Para quienes estudiábamos en el Pedagógico de Diriamba, asociábamos aquel nombre a la figura del Hermano Emilio quien obviamente fue bautizado como Pericoli.  Pues bien, en la película “Los amantes deben aprender” (Rome Adventure) los protagonistas,Troy Donahue y Suzanne Pleshette, están en un restaurante en Roma y sorpresivamente aparece Emilio Pericoli interpretando precisamente «Al di la».  Ahí se comprobó que el verdadero Pericoli era diferente al ínclito hijo de La Salle, pues mientras el último era rubio como Pedrarias, el verdadero tenía el cabello completamente negro.

Lo interesante del caso es que la historia de aquella canción es más fascinante de lo que pensamos.  En realidad «Al di la», salió de la mente de la dupla italiana formada por el brillante compositor Carlo Donida y el letrista Giulio Rapetti, conocido como Mogol.  Esta pareja también había compuesto el tema “Uno dei tanti”, cuyo cover en español sacaron Enrique Guzmán y Alberto Vásquez bajo el nombre “Uno de tantos” y que al final fue Alberto quien ganó la partida al ser escogido para cantarla en la película “Perdóname mi vida” con Angélica María y Mauricio Garcés.  Asimismo, esta dupla italiana también sacó el tema “Abbracciame forte”, que luego refriteara en español Enrique Guzmán con el título de “Abrázame fuerte”.

El tema «Al di la», originalmente le fue asignado a Betty Curtis, cantante italiana cuyo verdadero nombre era Roberta Corti, para que participara en el Festival de San Remo de 1961.  Como en dicho festival, lo que se calificaba era la canción en sí y no el intérprete, en ese tiempo, cada tema era ejecutado por dos intérpretes y en ese caso la otra versión estuvo a cargo del gran cantante Luciano Tajoli, quien había hecho famoso el tema “Angelitos Negros” en una versión en italiano.  «Al di la» alcanzó el primer lugar en San Remo y fue seleccionada para representar a Italia en el Festival de Eurovisión de ese mismo año, en donde obtuvo el 5º lugar.

Hasta ese momento, Emilio Pericoli no había tenido ninguna relación con «Al di la».  Sin embargo, para su fortuna entró en acción Delmer Daves, guionista, productor y director norteamericano, quien tenía una fructífera carrera en Hollywood con películas de acción, bélicas y westerns principalmente y una que otra romántica como la famosa “A summer place”.  En 1957 Daves compró los derechos de una novela llamada “Los amantes deben aprender” de Irving Fineman y por un buen rato estuvo dándole vueltas al proyecto, manejando para su ubicación Suiza, París y finalmente Roma.  Tenía un buen rato tratando de promover a un actor con la figura del típico joven norteamericano, alto, blanco, rubio y que previamente había utilizado en “A summer place” y “Parrish”.  Para la protagonista femenina tenía en mente a la bella Natalie Wood, sin embargo, al final esta renunció y el papel le fue asignado a Suzanne Pleshette, joven actriz que tenía un ligero parecido con Elizabeth Taylor.  Completaron el elenco Angie Dickinson y Rossano Brazzi.

Daves deseaba ambientar el film en Roma con mucha música, de tal manera que adquirió los derechos de varios temas, entre ellos “Volare”, “Arrivederci Roma”, “Torna a Sorrento”, “Santa Lucía”, “Oh Marie” y desde luego “Al di la”.    Sin embargo, para este último tema Daves pensó que necesitaba un cantante varón, cuya figura no desentonara con lo apuesto de Troy Donahue.  Así fue que surgió Emilio Pericoli, quien tenía una carrera de cantante y de actor al mismo tiempo y en ese momento a sus 34 años tenía una figura envidiable, que Luciano Tajoli nunca hubiese llenado.  En la escena del restaurante, de improviso entra Pericoli con el tema “Al di la”, acompañado con un modesto conjunto de dos violines, contrabajo y batería, que para los fines de la escena bastaban.  En el intermedio, Troy Donahue, quien ya tiene contra las cuerdas a Suzanne Pleshette, se luce explicándole el significado de la frase al di la.

Dicen que la oportunidad la pintan calva, de tal manera que Emilio Pericoli o un agente suyo muy avezado, aprovechando aquella pequeña intervención en la película y lo contundente del tema, negocian con la disquera y graban una nueva versión, esta vez con una orquesta completa, versión que inicia con un arpa y por otra parte, con una visión comercial envidiable, graban una versión adicional en donde al final le agregan una estrofa en inglés, en donde Pericoli un tanto al estilo Open English, le echa producto de gallina al idioma de Shakespeare, versión que lanzan al mercado norteamericano en donde alcanza niveles de rating inusuales.  De ahí, la canción se disemina por todo Latinoamérica y se convierte en el éxito que conocimos.

Casi en forma simultánea, la gran cantante norteamericana de origen italiano Concetta Rosa María Franconero, conocida como Connie Francis, mira en este tema una tremenda veta que debe explotar y rápidamente graba el tema en italiano solo y en italiano e inglés, logrando un tema de tremenda calidad, gracias a la intervención del notable arreglista y director italiano, Giulio Libano, quien logra una versión inigualable en donde logra que destaque la maravillosa voz de Connie.  Desde mi humilde punto de vista, la versión de Connie Francis es superior a las de Pericoli, Curtis y Tajoli.

Después del tremendo éxito de la canción, muchos intérpretes le pidieron raid para engrosar sus repertorios.  El gran trompetista Al Hirt, quien participa como actor en Rome Adventure, sacó una versión instrumental al igual que The Brass Ring, de la misma forma Dean Martin, Jerry Vale, Al Martino, Ray Charles Singers, Milva, Claudio Villa, Sandra Reemer y en español no podía faltar el recordado Javier Solís con una versión de bolero ranchero, Los tres diamantes, Los sabandeños, Dyango, Jaime Morey, entre otros.

Pero como decía aquella canción del Pirulí: “..porque todo en la vida, aunque sé que lastima, lo que empieza termina…” así que poco a poco el enorme entusiasmo por Al di la, se fue difuminando hasta que quedó enterrada en el tiempo, aunque de vez en cuando, el aroma de la nostalgia se escapa del baúl de los recuerdos y alguna emisora nos la hace recordar.

Ya han pasado casi 54 años de esta historia y el tiempo no pasa en balde.  Las historias que emanaron de este tema siguieron caminos, como los del Señor, inescrutables.  El romance de Troy Donahue y Suzanne Pleshette siguió fuera de la pantalla y se casaron en 1964 durando dicho matrimonio tan solo ocho meses.  Troy falleció de un infarto en 2001 y Suzanne en 2008 de cáncer de pulmón.    Por su parte, Emilio Pericoli hizo una dupla con Toni Renis, participando en dos festivales de San Remo con gran suceso en ambos con los éxitos: “Quando, quando, quando” y  “Uno per tutte”.  Falleció en 2013 a la edad de 85 años.

Por su parte Carlo Donida, después de una fructífera carrera en la composición, falleció en 1998, mientras que Mogol, ha tenido también una brillante carrera de letrista. Actualmente tiene 81 años y se dedica a una organización sin fines de lucro que promociona la música y la cultura en Italia.  Betty Curtis continuó su carrera de cantante y se retiró en 2004, habiendo fallecido en 2006 a la edad de 70 años.  Luciano Tajoli vendió más de 45 millones de discos de “Al di la” y falleció en 1996 a la edad de 81 años.

El guionista, productor y director de cine Delmer Daves, quien ya tenía su estrella en el paseo de la fama en 1960, ganó el el Western Heritage Award en 1975 por su películas del oeste, falleció en 1977 a la edad de 73 años.

La cantante Connie Francis, continuó con su impactante carrera, sin embargo no logró alcanzar el éxito en la dimensión que tuvo anteriormente, participó dos veces en el Festival de San Remo, primero en 1965 donde alcanzó el 5º lugar, luego en 1967 en donde no logró llegar a la final.  Luego en los setenta se presentaron grandes tragedias en su vida que la alejaron del medio artístico, luego regresó y todavía en 2010 se presentó en Las Vegas.  Actualmente tiene 78 años y está por publicar su autobiografía.

De aquel grupo de entusiastas jóvenes del pueblo, unos pocos se nos adelantaron en el camino y afortunadamente una gran mayoría todavía está con nosotros.  Algunos ya son abuelos y hasta bisabuelos, pero a estas alturas del partido todavía se emocionan con el baile.  De aquellos tórridos romances, la mayoría, al poco tiempo, fenecieron de muerte natural.  Algunos de aquellos jóvenes lograron traspasar la frontera del bien más precioso, del sueño más ambicioso, de la cosa más bella e incluso de la estrella y cada quien guarda la historia de lo que encontró, de tal manera que cuando, en alguna emisora o en el yutube, aparece sorpresivamente aquella arpa que le abre el camino a la inolvidable voz de Emilio Pericoli, quien después de un la, la, la advierte; Non credevo possibile, se potessero dire cueste parole. (No creía posible que pudiera decir estas palabras), pensará para sus adentros: Ni yo tampoco.

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El cadejo

 

Era el inicio de la década de los setenta.  No podría precisar la fecha y lo único que recuerdo es que en esos días estaba en todo su furor el éxito “Venus” de Shocking Blue, que al final resultó ser un refrito de un éxito anterior que se llamaba “La canción del banjo”  y que jugaba con la letra de “Oh Susana”.  Sin embargo, el tema tenía un ritmo tremendo y las emisoras locales nos lo recetaban mañana tarde y noche.  Para ese tiempo ya tenía varios años viviendo en Managua y ya casi me acostumbraba al tremendo calor, aunque a veces sentía que estaba en una película del desierto cuando miraba, al final de la calle 11 de julio hacia el este, el paisaje con el Instituto Pedagógico de Managua y la entrada de la Academia Militar que se enturbiaba, tal como se representaban los oasis y al caminar por aquellas calles, los zapatos resbalaban en las esquinas por el asfalto que se derretía bajo el inclemente sol.

En nuestra casa, el cuarto que yo ocupaba con mi hermano Oswaldo era el más caluroso, al estar ubicado en el extremo occidental de nuestra casa y en donde recibía todo el sol de la tarde, de tal suerte que por la noche, el calor no disminuía y tan solo un ventilador GE luchaba por amainarlo.  Conscientes del sacrificio que esto significaba, nuestros padres nos dejaban en el refrigerador dos Coca colas, para que en el transcurso de la noche nos hidratáramos.

Una noche desperté para tomar mi bien merecido refresco, miré el reloj y seria más de las once de la noche y miré el termómetro en mi cuarto y arañaba los 36 grados.  Bebía embelesado, como en comercial, aquella fría gaseosa, cuando de pronto el timbre comenzó a sonar insistentemente.  Fui hasta la verja exterior y me di cuenta que se trataba de Pedrito.  Era un joven que trabajaba en el Hospital Bautista y a quien mi padre le tenía mucho aprecio.  Su madre era paciente de mi padre.   Lucía agitado y me suplicó que llamara a mi padre porque se trataba de una emergencia.

Fui hasta la habitación de mi padre y le expliqué la situación.  Se vistió y fue a conversar con él, quien le expuso un estado grave de su madre.  Sin mayor dilación mi padre tomó su maletín y dudando un poco, me pidió que lo acompañara pues iba hasta San Judas en donde vivía Pedrito.  En consideración a la hora y al lugar le consulté si llevaba el “cuete”, asintió y fui a tomar la pistola que guardaba en su closet.  Era una Smith & Wesson, 38 especial, calibre corto.  La cargué con sus cinco balas, la escondí bajo la camisa y saqué del garaje la Station Wagon. Pedrito guardó su bicicleta en la casa y nos fuimos los tres.

En aquella época San Judas no estaba tan bien conectado con Managua como lo está ahora, era toda una expedición llegar hasta allá. Había que entrar por Altagracia y la ruta indicada era ingresando por una calle cercana a la Fosforera y luego hacia el sur.  Después de muchas cuadras se pasaba por el Palacio de la Nunciatura, un impresionante edificio que albergaba las oficinas de la representación papal.  Su titular en aquellos días, Lorenzo Antonetti, sucesor del recordado Santi Portaluppi, dividía su tiempo entre Managua y Tegucigalpa.

Luego se pasaba por unos parajes en donde años más tarde se construiría un complejo habitacional que se convertiría en el Centro Cívico y un poco más al sur lo que sería la Unidad Independencia.  Por ahí ya era terreno agreste y en donde un enorme ceibo constituía el punto de referencia.  Pedrito nos indicó que nos internáramos más al sur, ya en calles de terracería que se hacían más estrechas, hasta que después de varias peripecias llegamos a un lugar más oscuro que la boca de un lobo. Nunca había visto uno, pero me lo imaginaba.   Pedrito nos advirtió que hasta ahí se podía llegar en el vehículo y que su casa estaba unos cuantos metros hacia adentro.

Después de pensarla un poco, decidimos que mi padre iría con Pedrito a la casa y yo me quedaría en la camioneta.  Con las luces del vehículo iluminé un poco el sendero por donde transitarían, sin embargo, el joven aquel sacó una pequeña linterna de mano que les ayudó a guiarse por aquel abrupto terreno.  La camioneta era de 8 cilindros y jalaba gasolina como loca, de tal manera que no había más alternativa que apagarla, al igual que las luces, pues las baterías en ese tiempo, Hasbani en su mayoría, con nada y nada podían descargarse a cero y al ser automático el vehículo, no había manera de encenderlo empujado.

Apagué pues el vehículo y las luces y aquello quedó en tinieblas.  Tan solo se miraba la tenue luz de la lámpara de Pedrito que poco a poco se iba perdiendo en la distancia, hasta que a unos treinta o cuarenta metros llegaron a su destino.  Entonces la oscuridad se hizo poco a poco más densa, como si fuera un espeso líquido negro que caía desde arriba.   El viento apenas corría, pero mitigaba un poco el sofocante calor.   Quise poner el radio del carro, pero a esa hora ya ninguna emisora estaba trasmitiendo, así que poco a poco se fue haciendo más notorio el ruido de aquel paraje.  Insectos que competían en una incesante sinfonía.

Debo de admitir que me sentía nervioso.  Tal vez no alcanzaba, todavía, el punto de zurrarme del miedo, pero no estaba tranquilo.  A medida que avanzaba la noche, me iba sintiendo más inquieto.  Sabía de antemano que aquellas visitas de mi padre podrían tardar a veces una hora y en una ocasión en que tuvo que practicar una transfusión le llevó más de tres horas.

El tiempo parecía caer pesadamente, lento, como esos relojitos de arena de la computadora que llegaban a desesperar y que por más que se viera el reloj, no había nada que hacer para que transcurriera más rápidamente.

De pronto, en medio de aquel concierto de grillos, chicharras y demás insectos, escuché un trino, si es que se le puede llamar así a aquel silbido, que obviamente no era producido por un insecto, sino por un ave nocturna.  Era un tanto en estacato, como si fuera un insistente ladrido de un perro, pero con una especie de “juu” repetido varias veces.   Una cocoroca, pensé para mis adentros.  Ahí sí, como decía la canción que le gusta al prócer:  “Se me fueron los pulsosommm”.

Traté de calmarme respirando profundo y lo primero que pensé fue en la madre de Pedrito.  Pobrecita, cavilé para mis adentros, reflexionando luego que hacía mal poniendo más en la balanza a favor de la superstición que en la capacidad de mi padre.  Ya me estaba tranquilizando cuando de pronto, del camino por donde habíamos llegado hasta aquel punto, me pareció escuchar el ruido de una rama que se quebraba ante el peso de algo.    En ese momento pensé en la botella de aquel whisky: “Chivas brother”.

En aquellos días, mi vista era de águila.  Ahora de águila solo me queda la nariz.  A pesar de eso, del lado de donde provino el ruido no se miraba absolutamente nada.    Encendí la camioneta y la hice girar un tanto hacia la izquierda, de tal manera que la trompa apuntara hacia donde había escuchado el ruido.  Encendí las luces y me pareció ver detrás de un árbol a un individuo que parecía vestir camisa clara.  Así estuve un rato, hasta que la figura aquella no volvió a divisarse.  Entonces volví a apagar la camioneta y las luces.  Sentía entonces que el corazón latía a más de 180.

En aquel momento pensé que estaba en peligro inminente y saqué la pistola que había colocado debajo de mi asiento.  Con el arma en la mano sentí que los latidos del corazón bajaron un poco su ritmo.  Sentía un poco de seguridad, pero el miedo todavía seguía invadiéndome.

Para ser sincero, nunca había disparado aquella arma.  Tampoco creo que mi padre lo hubiese hecho, ni siquiera para practicar.  Mi única experiencia en ese sentido fue con rifles 22 y con una Colt 45 que brevemente mi tío Eduardo me prestó en un viaje que hicimos a Ometepe.

El asunto es que todavía estaba en mi mente lo fácil que parecía utilizarse un arma en contra de un cristiano, después de ver las películas de James Bond o de tantos westerns, en especial los de manufactura italiana.

El hecho es que yo estaba dispuesto a todo, al tener la S&W en la mano, cargada y que con solo oprimir en la empuñadura se quitaba el seguro.  En ese momento, el ruido se acercó más y me puse en alerta máxima.  Roja como dirían los (las) vulcanólogos (as).  Brevemente encendí solo las luces y me pareció ver ligeramente lo claro de la camisa del individuo detrás de otro árbol más cercano.  En ese momento pensé que tal vez sería prudente disparar al aire, para que el tipo pensara que no se la iba a comer sin bastimento, pero me contuvo pensar que se armaría tremendo escándalo en las casas del rumbo y mi padre se llevaría tremendo susto.  Así que decidí esperar.

En esas estaba cuando del sendero hacia la casa de Pedrito, escuché un ruido que salía de la oscuridad.   No era precisamente un rugido, sino que como el gruñido que antecede al ladrido de un perro, sin llegar a este último, sin embargo, era mucho más grave y sonoro que el que emite un perro común y corriente.  P´a acabarla de rematar, dije para mis adentros.  Puse la ignición del automóvil y subí las ventanas que permanecían siempre abiertas, pues no funcionaba el aire acondicionado y entonces el calor era insoportable.  Corrí el riesgo.

De pronto, frente a la camioneta pasó una silueta, oscura y que hacía adivinar un enorme perro y en cierto momento volvió la cabeza hacia la camioneta y observé unos ojos que brillaban con un tono rojizo.  Escuché otro rugido, pero resultaron ser mis tripas.   Apenas pasó por la camioneta, el animal aquel aceleró la marcha.  Encendí la camioneta y puse las luces altas.  El animal se dirigió al último lugar a donde había observado la silueta aquella con la camisa blanca y miré que corrió hacia adentro de un solar y ambos se perdieron en la oscuridad.   Bajé las ventanas para escuchar mejor, pero no logré captar nada.  Al rato volví a escuchar el canto de la cocoroca y esta vez, un poderoso ladrido, también en estacato, le contestó y se perdió en un largo aullido.

Me di cuenta que mis manos temblaban, así que puse de nuevo la pistola debajo del asiento y coloqué mis manos en el volante y noté que a pesar de agarrarlo con fuerza, mis manos seguían temblando.  Pasaron unos cinco o diez minutos, no lo pude precisar, pero en ese lapso pude volver a calmarme.  En el lugar de la casa de Pedrito volvió a notarse la luz de su linterna que poco a poco se fue acercando hasta que los dos llegaron a la camioneta y procedieron a subir.

Mi padre sacó el aire con un ligero resoplido que era clásico en él cuando terminaba una tarea difícil.  Nunca traté de ser infidente con su práctica profesional, así que no le pregunté nada y por la plática con Pedrito colegí que la señora estaba fuera de peligro.  Le había dado una receta para que fuera a alguna farmacia de turno a buscarla a la brevedad y le dio indicaciones sobre el seguimiento que le iba a dar.  En un momento en que la plática entre ellos cesó, sin dar antecedentes ni nada, le dije a Pedrito: -Bravo, tu perro.  Extrañado me dijo: -¿Cuál perro? Yo no tengo perro.  –Uno negro, grande, le aclaré. –No, en la casa no hay ningún perro y en el vecindario no he visto ninguno.  Ahí me quedé con la boca abierta y solo alcancé a exclamar: -Ahhh

Llegamos a nuestra casa y al bajar, antes de tomar su bicicleta, Pedrito le dio un gran abrazo a mi padre y a mí me extendió la mano. Guardé la camioneta, luego fui a descargar y guardar la pistola en su lugar y pasé por la refrigeradora apurando casi de un solo trago la mitad de mi Coca cola que había dejado y me fui a dormir.  Miré la hora y eran veinte para las dos. Caí como un tronco y no desperté sino hasta las seis de la mañana.  No comenté lo sucedido con nadie.

Meses más tarde, regresé a San Judas.  Esa vez fue con mi amigo Pancho “Maroma” Argüello quien me pidió lo llevara a traer unos cables de martillo que él confeccionaba.   Nos internamos en aquel barrio y esa vez pude apreciar los detalles de aquellos parajes que había adivinado en la oscuridad aquella noche.  No supe en realidad el lugar exacto donde había estado, pero me imagino que no estaba lejos de la casa de Pancho.  Cuando ya con los cables en nuestro poder regresamos hacia el Estadio, le dije como sin querer: -Mucho perro hay por estos lados.  –Es una plaga, agregó.  –Dicen que han visto un perro negro enorme, aparentemente sin dueño, le dije, tanteándolo. –Más bien, dicen algunos que han visto al Cadejo y que ha desgraciado a algunos cuantos.  –¿Serapio Silva?, le dije, parodiando a Tres Patines.  –Cereal, agregó Pancho, un vecino jura que lo vio una noche.  –Ahhh, exclamé mientras pasábamos a la par del ceibón rumbo a Altagracia.

 

 

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