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Funeral por protocolo

Entierro de pobre, ya sabes amigo,

no quiero que vengan, los otros conmigo.

Azarías H. Pallais.

 

Uno de los rituales más enraizados en el ser humano desde tiempos inmemoriales es sin duda alguna el funerario.  Todos los sentimientos en torno a la muerte, desde sorpresa, negación, ira, llanto, tristeza, de acuerdo a cada cultura fueron transformándose en ritos que acompañaban a ese ineludible acontecimiento.

De mi infancia viene a mi memoria aquel grito desgarrador que llegaba a romper la paz que respiraba el pueblo y que anunciaba que alguien había pasado a mejor vida.  Su deudo más cercano, invariablemente una mujer, debía de anunciar el deceso con gritos desconsolados y los vecinos debían hacerse presentes para unirse al  duelo, haciendo preguntas perogrullescas, ofreciendo el apoyo en todos los sentidos y de manera un tanto informal se organizaba un comité que se encargaría del acto central del rito que era la vela, el momento indicado para recibir las muestras de condolencia.  Con el tiempo entró en escena la “barata”, perifoneo para los elegantes, que anunciaba a los cuatro vientos los detalles del deceso y la invitación de la familia doliente para los actos funerarios, con el  horario y la respectiva dirección.   En horas de la tarde, los empleados de la funeraria llegaban con el ataúd, colocaban al finado vestido para la ocasión y aprovechaban para aplicar una pasada final con barniz para que el féretro luciera impecable sobre su catafalco, también de madera.  Se colocaba una cortina de color negro o blanco, de acuerdo al gusto de los dolientes, detrás del féretro, con una cruz y cuatro cirios, que luego fueron sustituidos por luminarias.

En la cocina de la casa se observaba un enorme perol en el que hervía agua para el café que se repartiría en la vela.  Algún acomedido insistía en que no debía escatimarse el gasto en guaro, tan necesario para disolver las penas por aquella irreparable pérdida.  Muchos de estos gastos salían del peculio de los deudos y en algunos casos, algunos vecinos contribuían con cigarrillos, pan dulce. Las amistades de recursos holgados, entregaban una cooperación en efectivo con la mayor discreción posible.   Otros un tanto más previsores, compraban unos cuatro mazos de naipes, porque en aquellos tiempos había que velar al muerto por toda la noche y el mayor contingente abandonaba el local con las primeras luces de la mañana y el juego hacía más llevadero aquel desvelo.  En ciertos casos cuando debía esperarse a algún familiar por encontrarse lejos del pueblo, se preparaba al finado para velarlo por dos noches seguidas.  Alguien cercano se hacía cargo de conseguir una botella de las grandes de Agua de Florida, de Lanman & Kemp, que se utilizaba para reanimar a todos los deudos, féminas generalmente, que en los momentos más álgidos del evento, se “atacaban” como se decía antes, es decir, sufrían un ataque de nervios que las hacía, en el peor de los casos, caer de un solo platanazo.  Así pues el recinto en donde se velaba al finado tenía un aroma mezcla del barniz del ataúd con las naranjas dulces, lavanda y clavo de olor del Agua de Florida que recibían en profusión las atacadas.

Ya en mis tiempos no se acostumbraban las plañideras, quienes por una módica suma, lloraban durante toda la vela y por unos centavos más, hasta se atacaban.  La vela se calificaba en el pueblo de acuerdo a la cantidad y calidad del café, guaro y comida que se ofrecía, así como el tamaño del contingente que amanecía.  En algunos casos se calificaba también lo gracioso de los chistes que ahí se contaban, todo para  mantener despiertos a los concurrentes.

Al día siguiente, se efectuaba el entierro, que en la mayoría de los casos incluía una misa de cuerpo presente, incluyendo dobles de campana para la ocasión.  Luego el cortejo fúnebre en donde, ante lo inminente de la despedida, el llanto iba en crescendo.  El féretro por lo general iba cargado por los deudos o amigos más cercanos.  Al momento de cerrar la tumba no había ningún rito como tirar flores o un puño de tierra, simplemente más llanto o la finta de alguien de querer tirarse al fondo de la tumba, ante lo cual amigos muy alertas lo evitaban, sujetando firmemente a quien lo intentaba.

Con el tiempo, estos ritos fueron cambiando un poco, coexistiendo algunas nuevas con las costumbres de antaño.  Todavía una gran proporción de las velas se llevan a cabo en las casas de habitación de la familia doliente y en algunos casos se sigue invitando a través de una “barata”.  Otros más modernos lo hacen a través de las redes sociales.  En una considerable proporción la familia doliente, por sus pistolas, cierra la calle de su domicilio e instala un par de toldos, ya sean institucionales o comerciales, de acuerdo a los conectes de la familia.  Es muy extraño escuchar gritos de parte de los dolientes y salvo raras excepciones hay personas atacadas y en esos casos una alprazolan de 0.5 mg. resuelve más que el Agua de Florida. Siempre existe la solidaridad para el café, pan dulce y otros bocadillos que se ofrece a la concurrencia.  Ya es muy raro que repartan guaro o licores y menos cartas para el  juego, aunque se mantienen los chistes.  En muchos casos, la vela no se extiende hasta el amanecer, sino que prudentemente a media noche se abre un impase hasta el entierro.

El entierro se realiza más o menos en los mismos términos que antes, tal vez es más usual el uso de la carroza fúnebre y una caravana de vehículos, por las distancias a recorrer.  Siempre hay un servicio religioso previo y por lo general prevalece la ecuanimidad.

Cada vez es más usual la realización de las velas en alguna capilla de una empresa funeraria que ofrece, por alguna friolera, el ataúd, el alquiler del local y bocadillos, refrescos y café, limitados.  Generalmente se establece un horario durante el cual se recibirá el duelo y se provee un  libro de  registro para los asistentes.  En caso en que se sobrepase la cantidad de bocadillos y bebidas establecidos en el contrato, los adicionales los cobran a precios del Serendipity 3.

Todo esto se ha ido al traste con la llegada de la pandemia del COVID-19.  En un arranque de estulticia, las autoridades nacionales se anticiparon a la llegada de la enfermedad con un protocolo, obviamente tomado de otro país y luego mediante una laboriosa labor de copy/paste, encima fueron cambiando las medidas por acciones opuestas.  En donde decía restringir pusieron abrir, en donde decía permitir, pusieron prohibir y así por el estilo.  Parecía que el encargado de esta preparación fue Bizarro.  Lo que dejaron igual fue el riguroso protocolo para el manejo de los cadáveres de las víctimas del COVID-19.  Las mismas, cuando al  MINSA  se le antojara declararlo así, se entregarían en ataúdes sellados (sin especificar quién pagaría por los mismos) y deberían enterrarlos de inmediato, con una asistencia máxima de cinco personas.  Nada de velas.

El caso es que ahora, al igual que nadie quiere enfermarse por temor a asistir a una clínica u hospital en donde contagiarse es tan fácil como que le abran la cartera en una ruta, de la misma forma, nadie quiere morirse, aunque en estos tiempos es tentador, pues parte de ese protocolo se aplicaría, debido a que una enorme proporción de la población, que desde luego no se chupa el  dedo, se ha auto impuesto una cuarentena.   Así pues, en virtud que nadie sabe a ciencia cierta de qué falleció determinado ciudadano y muy pocos creen en las estadísticas del MINSA, para el resto, todo finado cae en la categoría de la pandemia, aunque hubiese sido de una tripa retorcida.   Por otra parte, asistir a una vela en donde difícilmente se cumplirán las normas de alejamiento y quienes reparten el café y el pan dulce, no usan barbijos, está difícil, por muy apreciado que haya sido el finado.  Muchos pedirán una vela por Zoom o algo parecido.

Así pues, ya el dilema no es : Ser o no ser, sino, Morir o no morir, pues es triste irse de este mundo alejado del afecto y aunque no se dieran los gritos desgarradores de antaño, sentir la cercanía de alguien con el dolor a flor de piel, atenúa esa sensación de perderse en el infinito.

De la misma forma en que después de la pandemia, quienes sobrevivan van a enfrentarse un mundo diferente, en donde el estilo de vida que prevalecía hasta 2019, va a quedar en el olvido y de la misma forma en que los saludos tan afectuosos de antes, al igual que las golondrinas que aprendieron nuestros nombres, no volverán, de la misma forma, el último adiós para un ser querido, será indudablemente muy diferente a todo lo que vivimos, o más bien morimos.

 

 

 

 

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Hoy es Viernes Santo

Me he despertado hoy en medio de una quietud impresionante.  Generalmente la avenida en la que vivo no descansa y mantiene un tráfico considerable, con sus consabidas intensidades, las veinticuatro horas.  Pero hoy se sentía un silencio un tanto acojonante, como dirían en la madre patria.  De pronto, en medio de la confusión que produce la inactividad del aislamiento parcial autoimpuesto, me doy cuenta que hoy es Viernes Santo, así en mayúsculas los dos, para que no se preste a relacionarlo con el chistorete de Santo y Santa.   No puedo evitar recordar las semanas santas de mi infancia en San Marcos, en donde el silencio caía densamente sobre nuestras vidas, ya fuera por el recogimiento de los fieles o por la acción de algunos desventurados que colocaban troncos de árboles en los cuatro puntos cardinales del pueblo a fin de que ningún vehículo se atreviera a circular en esos días en que Jesús estaba en el suelo.

Debo de admitir que en aquella época no sentía recogimiento alguno, sino que como todo mozalbete pueblerino, lo que primaba era la ilusión del estreno.  Era una costumbre muy arraigada que había que estrenar ropa por lo menos jueves y viernes santo y de alguna manera asistir a los oficios de eso días para lucirla.   De esta forma, desde la semana anterior, los padres de familia debían de apechugar y proveer dichos estrenos.  Con los varones era más fácil, pues con dos pantalones Nomar y un par de camisas Record, ya resolvíamos, sin embargo, las féminas debían de ajustarse a los cánones de la moda del momento y a fuerzas debían de buscar a una costurera que elaborara sus prendas.  Me extrañaba que mis padres por su parte no siguieran esa costumbre de estrenar.  Mi abuelo cerraba su farmacia jueves y viernes, por respeto a sus clientes, aunque todos sabían que ante alguna emergencia siempre atendía la demanda.  Salvo algunos casos de emergencia, mi padre no iba al hospital esos días y disfrutábamos de su presencia en la casa, generalmente escuchando música clásica, salvo el viernes que no encendía su equipo de sonido.

Ese día el silencio era roto por el sonido de unas matracas gigantes que sustituían a las campanas, quienes callaban esos días, anunciando los oficios diarios, que iniciaban cerca de las diez de la mañana con la Vía Sacra.  Yo no entendía por qué las procesiones de los viernes de cuaresma se llamaban viacrucis y la del Viernes Santo debía llamarse Vía Sacra.  Tal vez porque era más solemne y más concurrida.  Siempre era acompañada por música de viento en vivo, generalmente la banda de los Hermanos Ramírez de Masatepe quienes interpretaban marchas fúnebres.  Ese día se miraba en la procesión a personajes del pueblo radicados en otros lados y que regresaban exclusivamente para asistir a la misma, por devoción, costumbre o por alguna promesa.  La mayoría lucía sus estrenos, compitiendo por lucir lo más a la moda posible, en especial las damas, quienes todavía cubrían sus cabezas con mantillas en señal de sumisión.

Frente a la farmacia de mi abuelo estaba la segunda “estación” de la procesión, me imagino que tal vez correspondía estar ubicada donde mi abuelo, pero su marcado agnosticismo, provocó esta otra ubicación.  Generalmente, salvo la abuela y la tía Leticia que con sus respetivas sombrillas se resguardaban del inclemente sol, el resto de la familia permanecíamos en la casa, limitándonos a observa a la procesión y sus  asistentes, incluyendo a los promesantes que competían por hacerse el mayor daño posible.  El almuerzo en esa fecha era de lujo, pues a pesar de las restricciones de ayuno y abstinencia dictadas por la doctrina, el gusto de mi abuelo y de mi padre dictaba menús más relajados.

Después del atracón del almuerzo comenzaba la tensión que poco a poco se incrementaba en mi interior, al acercarse las tres de la tarde, hora en que según los evangelios falleció en la cruz Jesucristo.  Me parecía que al igual que en aquella ocasión ocurrirían cataclismos y demás reacciones de la naturaleza ante aquel hecho ocurrido hacía casi dos mil años atrás.  Con el corazón a tambor batiente daban las tres de la tarde y no ocurría nada y yo respiraba tranquilo.  Fue muchos años después que llegué a la conclusión de que las tres de la tarde en Jerusalem era como las seis de la mañana en Nicaragua.  Para empezar, pues.

Luego de aquella tensión había que esperar las matracas que anunciarían la salida de la procesión del Santo Entierro.  Para darle más solemnidad a dicha procesión, muchos varones asistían de traje completo, de los más diversos estilos y colores, pues ahí estaba más difícil andar al dernier crie.  La banda de los hermanos Ramírez reservaba para esa ocasión las marchas más dramáticas y a dicho compás, el féretro de madera sólida con cristales alrededor, se chiqueba lentamente por todas las calles del pueblo, ocurriendo frecuentemente el cambio de los cargadores quienes debían poner una cara compungida para estar acordes con aquella solemnidad.

Años más tarde, cuando mi padre dejó el agnosticismo que le había dejado mi abuelo, me pidió que lo acompañara a cargar al Santo Entierro y como nunca fue mi afición contradecirlo le dije que sí y ataviados con un par de diseños exclusivos de los Mejores Trajes Gómez ahí estábamos esperando un turno para cargar aquel féretro.  Ahí entendí el por qué del chiqueo y lentitud con que se desplazaba. No sé qué clase de madera le habrían puesto, pero pesaba más que un mal matrimonio y de ahí la cara compungida.  El problema fue que la estatura de mi padre y la mía hizo que se diera un considerable desnivel con relación al otro lado, cuyos ocupantes recibieron la mayor parte del peso y a cierta distancia clamaron con tétrica voz el relevo correspondiente.  Anduve un par de días con dolor en todo el esqueleto.

Aquellos viernes terminaban con el profundo silencio.  Al día siguiente las cosas se relajaban, mi abuelo abría su botica y mi abuela todavía amenazaba a los niños que deseaban regresar a sus desmanes, diciendo que había que esperar a que se cantara Gloria.  Yo le decía que lo cantáramos pues, a lo que recibía una mirada de reprobación que calaba.

El sol, inclemente, que se ensaña en nosotros, me regresa a este año de la peste.  La avenida trata a cuentagotas, de recobrar su movimiento mientras pienso que a pesar de todo, el tiempo pasado fue mejor y extraño a los desventurados que colocaban troncos en todos los accesos del pueblo, para que todos se quedaran en sus casas.  Siempre me encuentro con el fondillo a dos manos, no por el cataclismo de las tres de la tarde, sino por la incertidumbre de lo que nos va a pasar y recuerdo a Machado:  ¡Oh no eres tú mi cantar! ¡no puedo cantar ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!

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El almíbar

 

Cuando niño, en cierta época del año las mujeres de la casa regresaban de misa luciendo en sus frentes una mancha de contil que asemejaba una cruz.  Sabía entonces que iniciaba un período extraño, incomprensible para mí.  De manera subrepticia alguien cubría todas las imágenes de santos de la iglesia con trapos de color morado.  La abuela por su parte nos conminaba a los niños a comportarnos de manera tranquila, pues habíamos ingresado a la cuaresma y el diablo andaba “suelto”.  La gastronomía reafirmaba esta época con la aparición en el menú casero de la sopa de queso y otros platillos en donde escaseaba la carne de res y abundaban los pescados y mariscos y además, como una bendición, llegaban los jocotes.  Según lo poco que nos trasmitían, el ayuno y la abstinencia de lo cual, por suerte estábamos exentos los niños, reflejaban la mortificación a la cual todo buen cristiano debería de ajustarse en esa época, como preparación a la semana santa.

Sin embargo, había algo en aquella gastronomía que no calzaba en el concepto antes mencionado y era la proliferación de almíbares, que si bien es cierto, su preparación conservaba las frutas y aseguraba su permanencia a lo largo de la cuaresma sin necesidad de cocción posterior, por otra parte su ingesta era motivo de deleite, lo cual estaba proscrito en esos días, así como cualquier asomo de placer.

Como todos los niños, que a duras penas manejábamos el esquema corporal, desconocíamos todo lo relativo al páncreas y su función, por lo tanto éramos afectos a consumir en cantidades industriales aquella delicia, desde el preferido almíbar de jocotes, hasta las delicias del de mango, pasando por los de papaya verde y de marañón.  Sin embargo, el summun del deleite lo constituía  un almíbar que juntaba las frutas antes mencionadas y al que se le agregaban grosellas y en algunos casos piña y que tenía un nombre de lo más extraño: curbasá.   Lo particular de aquellas delicias, era que se preparaban en casa o se recibían de obsequio de parte de algún familiar o amistad.  En aquel tiempo no recuerdo que hubiera expendios de ellos.

En la actualidad, los almíbares al igual que el curbasá son exponentes clásicos de la gastronomía nicaragüense de cuaresma, sin embargo, muy pocos saben que son el resultado de la fusión de la comida de varias culturas.  El almíbar o amilbar es originario de la gastronomía árabe y el propio nombre se deriva del árabe clásico maybah, aplicado al jarabe que resulta de la disolución del azúcar en agua como producto del calor y este a su vez tiene su origen en el vocablo persa mey be (néctar de membrillo).  Según una oscura leyenda, una princesa árabe descubrió por accidente el cambio que sufría el azúcar disuelto en agua al permanecer de manera prolongada en el fuego.   De esta manera, se encontró un método sencillo para mantener a las frutas por largo tiempo en forma de almíbar.  Después de ocho siglos de ocupación árabe en la península ibérica, los españoles incorporaron a su gastronomía, entre otras delicias, al almíbar. En el último eslabón está la fusión de la comida española y la indígena.

Cuando los conquistadores españoles llegaron a América encontraron que los indígenas no eran tan golosos como ellos en lo que respecto a los alimentos dulces, pues estos últimos tenían la sección dulce de su gastronomía a base de miel de abejas, con la cual preparaban ciertos alimentos y bebidas dulces, incluyendo fermentadas, muchos de ellos de uso ceremonial, así como elementos preparados con fines medicinales.

No existe ninguna crónica seria que precise la fecha en que inició la preparación del almíbar en Nicaragua, sin embargo,  hay versiones que manejan que fue a fines del siglo XVI, cuando inició la producción de azúcar, misma que había introducido al país Pedrarias Dávila.  Uno de los colonizadores españoles, que añoraba los dulces de su país, ensayó la preparación del almíbar de ciruelas, encontrando que los jocotes guardaban cierta similitud con aquella fruta y de ahí salió el primer almíbar nicaragüense.  Luego se extendió a otras frutas como el marañón, la papaya, así como el mango que recién había sido traído de Asia por los españoles.  Este platillo guardó el mismo nombre de almíbar, aunque en algunos pueblos se conoce todavía como jocotes en miel o mango en miel.  Poco a poco, el almíbar fue introduciéndose como un elemento de la cuaresma y en cierto momento alguien tuvo la tremenda idea de preparar un almíbar que combinara todas esas frutas, incluyendo grosellas y piña y de ahí surgió lo que se conoce como curbasá.

Uno de los más grandes misterios en el vocabulario nicaragüense es la etimología del vocablo curbasá.  Muchos especialistas han hurgado en las raíces náhuatl, en el  kikongo o el kimbundu, en el árabe y otras lenguas sin resultados positivos.   Lo más cercano a este vocablo es el apellido serbocroata Kurbasa, un tanto común en Bosnia-Herzegobina, sin embargo, es altamente improbable que alguien con ese apelativo hubiese llegado a Nicaragua en el siglo XVI o XVII y que pudiera haber sido el origen de dicho vocablo.

En estos dorados tiempos, el inicio de la cuaresma se adivina por las aglomeraciones en los templos los miércoles de ceniza, con el consabido caos en el tráfico aledaño producido por gentes que no conciben sus existencias si no llevan en esa fecha la cruz de ceniza marcada en su frente, aunque al viernes siguiente, una vez borrado el signo que les recuerda que indefectiblemente van a morir, se observa la procesión del vía crucis, acompañada por un reducido número de fieles.  Todavía es infaltable la sopa de rosquillas y uno que otro platillo de pescado.  Los almíbares y el curbasá siempre se preparan para la temporada y se pueden encontrar en ciertos expendios en los mercados, aunque su precio se calcula por kilates.  En el food court de un supermercado, por el equivalente a un dólar, puede obtener un recipiente parecido a los que utilizan en los laboratorios para ciertas muestras, en el cual colocan contaditos siete jocotes y una mísera cantidad de almíbar.

En lo particular, ya no sufro de aquel miedo de que el diablo anduviera suelto en esos cuarenta días, pues hay seres más temibles que campean en nuestro entorno, además que no habría peor cuarentena que la que provocaría un brote de Coronavirus.  Lo que sí arrastro de aquellos tiempos es el temor de que a estas alturas del partido el páncreas pueda pasarme una cruel factura. Aun así, en un arranque de temeridad, de vez en cuando, de manera clandestina, tomo un jocote del almíbar y siento en mi boca la dulce sensación de ese fruto con la piel correosa pegada a la semilla y su sabor mezclado con el dulce de rapadura que inmediatamente me transporta a aquellos plácidos años y me parece ver a mi abuela, con la cruz de ceniza en su frente, hablándonos de las asechanzas del demonio, mientras que mi abuelo, en su mecedora, escondiéndose detrás del periódico, dibujaba una sonrisa burlona.

 

 

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Concierto temor

La primera vez que escuché a Manzanero fue en 1966, cuando una emisora se atrevió a lanzar el tema: Cuando estoy contigo.  Me sorprendió la voz de aquel “cantante” pues se alejaba mucho de los estándares a los que estábamos acostumbrados, principalmente una vez que admiramos la voz de  Marco Antonio Muñiz.  Después de varias veces de escuchar aquel tema y siendo indulgente con la voz de Manzanero, encontré la poesía que plasmaba el autor en sus composiciones, como el final de aquel tema:  “Cuando estoy contigo yo cambio la gloria, por la dicha enorme de estar en tu historia”.  Con el tiempo, la voz del cantautor había pasado a un segundo plano y disfrutábamos de aquellas letras, con una melodía que las hacía en extremo románticas.

Años más tarde, ya en la década de los setenta, el romanticismo regresó con más bríos a través del grupo español “Mocedades” quien desde su enorme éxito Eres tú se apoderó del gusto de la audiencia nicaragüenses.   El grupo sufrió varios cambios en su composición;  dinámica que continuó a través del tiempo, convirtiéndose algo así como en aquel chistorete del machete del  compadre, que había pertenecido a su bisabuelo y que todavía existía, claro que a veces le cambiaban la cacha y a veces la hoja.  De tal suerte, que en la actualidad hay dos grupos bajo el  nombre de Mocedades, así como un grupo denominado El Consorcio.

Lo anterior, con el propósito de resaltar lo entrañable que han sido estos artistas para para la población que ahora pertenece a la tercera edad, marcando profundamente con su música una época de sus vidas.  Llegó tal vez un momento en que desaparecieron de la escena, sin embargo, en lo más íntimo de nuestra mente ahí permanecían y de vez en cuando, los traíamos de regreso a través de sus grabaciones o bien luego con la magia del internet, con la inmediatez de Youtube.  Tantos recuerdos, tantas personas, tantos eventos que regresaban y a medida que sonaban aquellos temas, recreaban parte de nuestra existencia.

Hoy por la noche se presentarán Armando Manzanero y Mocedades en el Teatro Rubén Darío de Managua, en un concierto que originalmente estaba programado para noviembre pero que por motivos de causa mayor se suspendió.  Sin embargo, al mirar los precios de las entradas, casi me voy de espaldas.  Cada boleto para platea y primer balcón cuesta la friolera de US$115.00.  Lo anterior, es el equivalente a más o menos el 65% de un salario mínimo mensual.  Desde mi punto de vista, es un precio exagerado.  Será tal vez que se quedó fijo en mi mente el concierto de Joan Manuel Serrat en el mismo Teatro Rubén Darío en 1974 y en el cual pagué US$3.57 por cada boleto en platea, segunda fila.  O tempora o mores.  Haciendo un comparativo a nivel actual, es decir en el 2020, un boleto en el concierto de Billy Joel en el Madison Square Garden cuesta US75.00, para el concierto de los Rolling Stones en el SDCCU Stadiun en San Diego cuesta US$225.00,  un boleto para el concierto de Celine Dion, en el PNC Arena, Raleigh N.C. cuesta US$145.00, para ver a Santana en el House of Blues en Las Vegas, el boleto anda por los US$125.00.   Así pues, compare usted estimado lector estos precios y dígame, si no le parece un tanto exagerado el costo que han fijado para este concierto, en especial para el caso de Nicaragua, en donde no está la Magdalena para tafetanes.

Dicen que amor no quita conocimiento y en realidad, Manzanero es toda una institución en la música romántica latinoamericana y Mocedades fue uno de los mejores grupos de este tipo de música por muchos años, pero en la actualidad, no son más que un dulce recuerdo.  Incluso no sabemos cuál de los Mocedades vendrá al concierto.  Por otra parte, una gran proporción de personas que gustaron de su música está jubilada, es decir en el segmento de mercado que cubrirían, solo una baja proporción tienen los recursos para gastar US230.00 por un par de boletos. Es una verdadera lástima que, por lo menos en el caso de Nicaragua, la promotora del evento corra el riesgo de que estos ídolos se enfrenten a un auditorio medio vacío,  o en el peor de los casos, se tenga que recurrir a obsequiar boletos para el relleno.

En lo particular, como un homenaje a lo que representaron estos artistas, algunos admiradores podrían hacer un sacrificio si el costo del boleto fuera justo, pero nunca cubrirían la cantidad que piden.  Muchos en su lugar, buscarán su éxitos en Youtube, en especial los que están remasterizados y escuchar de nuevo a aquel cautivador grupo cantar:  “En la plaza vacía, nada vendía el vendedor…” o bien a Manzanero:  “No, aunque me juraras que mucho has cambiado…”

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Y chocoplós…

 

Al igual que Jourdain, el personaje de Moliere, que después de cuarenta años de hablar se dio cuenta que lo hacía en prosa; al llegar a estudiar las onomatopeyas en la gramática española, me sorprendí al saber que yo había utilizado algo con un nombre tan rimbombante desde que comencé a hablar.  Al ir descubriendo el mundo que nos rodeaba, las onomatopeyas eran fundamentales para ayudarnos a conocer tantas cosas, en especial a los animales, al asociar el guau con los perros, el miau con los gatos, el paca paca con los caballos o bien aprender aquella primera canción de los pollitos dicen pio, pío, pío, cuando tienen hambre, cuando tienen frío.

Alrededor del mundo, en todos los idiomas, la onomatopeya siempre ha sido un recurso muy utilizado; con sus variantes, tal vez, pero siempre han reforzado al lenguaje hablado.  Así pues, por muchos años, el habla nicaragüense se vio salpicada de toda suerte de onomatopeyas que le daban vida a una narración e ilustraban cualquier acción, algunas de carácter universal, otras muy propias de la región.

De esta manera, al escuchar hablar a los mayores nos envolvía un vocabulario con abundancia de estos recursos, de tal forma que nos acostumbramos a utilizarlas en profusión.  Asimismo, cuando aprendimos a leer y nos adentramos en el mundo de los paquines, encontramos que ahí la onomatopeya jugaba un papel relevante e indispensable para el desarrollo de las historias y aquel cúmulo de recursos, algunos extranjeros, nos vino a ampliar enormemente nuestro acervo, así que cuando jugábamos a correr en un automóvil, usábamos screach para acompañar a un frenazo, roarrr, para la aceleración, así como slam, para un portazo, gulp, para un susto, snif, para un suspiro, ja-ja, para la risa, muac para un beso o bu-bu, para el llanto.

Indudablemente los golpes, cualquiera que fuera su índole, acumulaban el mayor número de onomatopeyas, tratando de describir las diferentes formas e intensidades: pipó, pipá, juas, plas, juácatelas, bimbón, pipoco, bangán, pas, bimbanga, pliqui placa, chumbulún, ra-flá, esta última la utiliza Ge erre ene en La papalina, en el sentido de golpe que aplasta, sin embargo, se utiliza mucho para dar a entender la rapidez en algo.  Algunas de las anteriores se usaban para la descripción de un acto sexual, sin duda con altas dosis de exageración y acompañadas con las respectivas expresiones no verbales:  -Y era aquel: bimbanga bimbanga.

Cuando se trataba de una acción que se repetía se utilizaba: fiqui fiqui, riqui riqui, fliqui fliqui, riquifliqui, jequere jequere, chun chun.  Generalmente acompañaba a la descripción de oficios como serruchar, limar, cepillar, aunque también para describir actos sexuales menos pretenciosos.

De la misma forma, los instrumentos musicales se hacían acompañar con sus respectivas onomatopeyas, como el tararán tararán del tambor, el tu tu tú, de la trompeta, el pirirín del piano, el fififí del violín, el chirringui chingui  o charranga changa de la guitarra, el  pliqui pliqui de la marimba.

Una de las más floridas se utilizaba para acompañar a la zambullida o el chapaleo en el agua y era chocoplós, misma que luego fue extendiéndose a cualquier tipo de caída.  Asimismo se utilizó para ayudar a describir los tipos de gordura, pues habían gordos chocoplós y gordos chumbulún.

Cuando un chisme o cuento se regaba entre mucha gente se decía que se hizo el burumbunbún, de la misma forma, cuando se escuchaba un rumor indeterminado se decía el güere güere o güiri güiri; a cualquier tipo de enfrentamiento se le denominaba rifi rafa, asimismo, la onomatopeya del teletipo pipiripipí, utilizada luego como preámbulo para los flash noticiosos se extendió para acompañar a la descripción de una persona chismosa.

También existían algunas onomatopeyas relativas al cuerpo humano, por ejemplo para la tos:  tuju, tuju, cuj, cuj, para las tripas cuando rugen:  churru-churrú, al beber glú glú o trucutú, el oído zumbando fiiiiiiii o chirrriiiiii, el achús del estornudo, las flatulencias tan explícitas con su prrrrrr o trrrrrr,  el vómito con el guaca o guácala, la micción: chorrrroooó (siempre que no hubiese afectación de la próstata) y aquella que dio origen al nombre de la letrina: pon pon.  Algunas onomatopeyas de animales se aplicaban a los humanos como era el caso de alguien que moría súbitamente y ni pío dijo, o bien, no dijo ni cuío.

Actualmente ya casi no se usan aquellas onomatopeyas, es más la genta ya casi ni platica.  Ahora dos personas pueden estar a tiro de conversación y sin embargo, se envían mensajes de texto y complementan sus mensajes pletóricos de faltas de ortografía con emoticones.  De esta manera poco a poco se va perdiendo la riqueza del lenguaje, es más, nos estamos privando de aquel enorme placer de conversar, mientras nos balancéabamos riqui riqui riqui, en una mecedora.

 

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Ahí viene la plaga

 

En mi niñez era aficionado a hojear la revista Life, a la cual estaba suscrito mi abuelo.  Me deleitaba con las fotos que presentaban con temas de todo el mundo.  En cierta ocasión me sorprendió una foto, en blanco y negro todavía, de un individuo con un sombrero cónico y una cotona larga, que tiraba de un carromato de dos ruedas, con una persona sentada en el mismo.  Tenía los ojos rasgados, la piel curtida y en su rostro se observaba el esfuerzo que realizaba al tirar del carromato.  Le pregunté a mi madre qué era aquello y ella me explicó que era un rickshaw, un medio de transporte usado en Japón y otros países asiáticos.  Al observar mi inquietud, me comentó que en esos países, al no haber mucha posibilidad de empleo, la gente tenía que encontrar formas creativas de ganarse la vida.  Aquella foto se quedó en mi mente junto a los  hechos insólitos a los que no le encontraba mucha explicación, tal como era el caso de la venta de agua para beber en los mercados de Managua, un bien que para mí no podía ser motivo de comercio.  Tiempo después tuve la oportunidad de ver una película, de espías, si mal no recuerdo, que se desarrollaba en un país asiático, en donde un tipo vestido con un traje de lino blanco y un sombrero de igual color, toma un rickshaw y el individuo que lo tiraba, vestido igual que aquel de la foto de Life, lo llevó a buena velocidad a su destino.

Con el  tiempo, esta forma de transporte se fue extendiendo por el mundo, con algunas innovaciones como fue, en primer lugar, adaptarle una bicicleta al carromato y posteriormente una motocicleta.  A mediados de los años noventa tuve la oportunidad de ver unos cuantos triciclos o ciclotaxis en la Ciudad de México, más que nada para paseos turísticos en el centro histórico de la ciudad.

En Nicaragua no fue sino hasta finales de los años noventa que inició la aparición y proliferación de este medio de transporte.  Algunos cronistas ubican su origen en el noreste del país, en Somotillo, ciudad que por su cercanía con el puesto fronterizo de El Guasaule, presentaba una considerable demanda de transporte para un trecho relativamente corto y los triciclos se convirtieron en una alternativa económica tanto para los pasajeros como para los operadores de este medio de transporte.  Luego este novedoso medio se extendió al sureste, siendo Diriamba una de las ciudades pioneras en el uso de triciclos.  Asimismo, como una alternativa para captar al turismo que llegaba en los cruceros que iniciaban a atracar en San Juan del Sur, en Rivas fueron apareciendo estos triciclos.  Debido a que uno de los primeros operadores rivenses, de apellido Rodríguez, tenía como sobrenombre “Pepano” y sus unidades tenían escrito este nombre, en esa ciudad se han conocido como “pepanos” o “pepanas”.

De esta manera, las pequeñas ciudades del país se vieron invadidas por estos triciclos. Por aquellos tiempos, de inicios del nuevo milenio, en uno de mis viajes a San Marcos, Carazo, tuve la oportunidad de ver a los triciclos atravesar la ciudad por todos sus puntos.  Cabe aclarar que esa ciudad nunca había contado con servicio de taxis locales y la mayoría de desplazamientos de la población se realizaba a pincel, sin embargo, al ir expandiéndose con la aparición de nuevos repartos, que hacían que las travesías fueran más largas, este tipo de servicio vino a cubrir una necesidad latente en la población. En cierta ocasión que asistí a un sepelio a San Marcos, al finalizar en el cementerio, estaban varios triciclos a la espera y al borde de la deshidratación nos decidimos a tomar uno para que nos llevara de regreso al centro, donde tenía estacionado mi vehículo.  Al momento de arrancar el triciclo se me vino a la mente aquella foto del rickshaw.

En virtud de que en otros países se había extendido el uso de mototaxis y algunas fábricas de motocicletas habían aprovechado esta demanda para fabricarlos con cierta estructura, que aparentemente ofrecían mayor seguridad a los usuarios, se comenzó a distribuir en Nicaragua vehículos de las marcas Bajaj, Piaggio, Masesa, entre otros.  No obstante, lo que tuvo mayor demanda fue la mototaxi “hechiza”, es decir fabricada artesanalmente, adaptando una motocicleta a una estructura frontal en donde se instalaba un asiento y al frente un tubo horizontal que hacía las veces de “protección” de los pasajeros.  El costo desde luego era significativamente menor al de las de fábrica, mientras estas últimas cuestan entre 5 y 6 mil dólares, las “hechizas” rondan entre los 2.5 y 3 mil dólares.  El retorno a la inversión parece ser bastante atractivo, a pesar de que las tarifas por pasajero rondan los 31 centavos dólar en promedio, las distancias cortas permiten una mayor cantidad de viajes y en algunos casos pueden transportar hasta tres pasajeros y con algunas adaptaciones hasta cuatro.  En las áreas turísticas el precio se eleva y ahí predomina la máxima:  “A como es el sapo (en el buen sentido de la palabra) es la pedrada”.

A excepción de Rivas en donde se continúa llamando “pepanos” a estos vehículos, en todo el país se extendió el nombre de “caponeras” para designar a este tipo de transporte, ya fueran triciclos o bien mototaxis.  Se dice que este remoquete obedece al nombre de una telenovela colombiana de aquella época que había roto records de audiencia, en donde supuestamente aparecían estos vehículos en el desarrollo de la historia.  Asimismo, se agrega el vocablo “torito” para los vehículos con estructura de fábrica y que por casualidad son todos de color rojo y se alterna el nombre “triciclo” para los tirados por bicicletas.

Se suponía que este servicio de transporte sería exclusivo para las zonas del interior de la república en donde el transporte colectivo no daba abasto para las crecientes necesidades de la población y en donde el tránsito vehicular era tan bajo que la circulación de las caponeras no constituía mucho peligro.  La ciudad de Managua, por contar con un sistema, supuestamente ordenado de transporte colectivo estaría fuera de la influencia de esta alternativa.  Sin embargo, en las zonas semi rurales de la capital, desatendidas por el sistema de transporte, además de ser zonas de bajos ingresos, comenzaron a introducirse las caponeras.  Luego, aquellos barrios suburbanos ubicados un tanto alejados de las principales vías de comunicación por donde transita el transporte público, también introdujeron estos vehículos para que transportaran a la población desde los barrios hasta las principales arterias y viceversa.  Luego en los barrios periféricos de la capital, en la medida que los supermercados fueron expandiéndose se logró la identificación de una demanda de parte de la población que requería trasladarse hacia sus hogares con su mercadería a un precio cómodo.  De esta forma, se fue proliferando el uso de caponeras a lo largo y ancho de la ciudad capital.

Obviamente, la regulación de este nuevo sistema de transporte es, como diría Jim Phelps, misión imposible.  A nivel municipal han sido las alcaldías locales quienes se han encargado de la regulación, sin embargo, se han visto rebasadas por el crecimiento exponencial de las caponeras, además de la presión social de parte de los operadores, algunos organizados en cooperativas y otros por su cuenta, de manera un tanto fuera de la formalidad.  En la ciudad capital, es IRTRAMA, el ente regulador del transporte de la alcaldía quien supuestamente pondría orden en la operación de este sistema de transporte, sin embargo, a pesar de que supuestamente existe un reglamento para este tipo de transporte, el mismo es papel mojado.  En primer lugar, los límites que en un inicio de habían impuesto a la circulación de estos vehículos fueron rápidamente rebasados y de pronto se comenzó a ver a las caponeras en las principales arterias y carreteras.  Por otra parte, una considerable proporción de estos vehículos opera de manera ilegal.  Asimismo, la Policía Nacional, tan eficiente para otras cosas, se ve imposibilitada para poner orden en este nuevo sector del transporte.

De la misma manera, la seguridad tanto del conductor como de los pasajeros es tan solo una quimera.  El conductor es en términos prácticos un motociclista y en ese sentido, de conformidad con las normas vigentes, debería utilizar el casco obligatorio e igualmente los pasajeros tal como lo hacen los acompañantes de los motociclistas.  No obstante, pareciera que los caponeros razonan de una manera especial, ya que para ellos, el hecho de que la moto tiene dos ruedas delanteras, que mantienen el equilibrio del vehículo, hace innecesaria la utilización del casco reglamentario.  Por otra parte, los pasajeros deberían de utilizar cinturones de seguridad, por las mismas razones que lo utilizan quienes viajan en otro tipo de vehículo, sin embargo, aquí el razonamiento apunta a que en las caponeras “hechizas”, un tubo atravesado a la canasta, “protege” al pasajero, mientras que en las del tipo torito, al viajar en la parte posterior y tener un parabrisas, esto es suficiente “protección”.  Esta brillante lógica provoca que una enorme proporción de los accidentes en los que se involucran caponeras tengan un saldo mortal, tanto de pasajeros como de conductores de las caponeras.

La problemática en torno a este medio de transporte es crítica y con una tendencia e empeorar, sin embargo, las autoridades que a nivel central o local, debiera revisar, actualizar y aplicar la reglamentación del mismo, parece seguir el modelo del avestruz y su brillante actuación se limita a organizar carreras de caponeras en el Paseo Xolotlán, al mejor estilo de Pedro Carretón, con su recordado Ben Hur.  Afortunadamente dichos torneos no ha ido acompañados de la proyección del comercial que produjo la tarjeta Visa, contratando a Pierre Brosnan, en el cual el ex agente 007, de viaje por Tailanda y urgido por llegar a una cita, cambia su elegante vehículo y toma una caponera y su conductor al reconocer a su pasajero se impone el reto de impresionarlo y realiza las maniobras más temerarias que ni el propio Bond se hubiera imaginado, terminando al final, destrozada la caponera en mil pedazos, ante lo cual Brosnan le lanza al caponero su tarjeta Visa para que la repare.  (Enlace al comercial)

Las perspectivas para este problema no son nada halagüeñas.  Las críticas condiciones económicas que se vislumbran para el país en un futuro cercano, unidas a las inclemencias del cambio climático que desalientan la sana costumbre de caminar, incidirán en una creciente demanda de transporte a menor costo, ante lo cual, la única alternativa viable que se presenta para la población podría ser el servicio de las caponeras, sin embargo, detrás de este costo aparentemente bajo, esconde uno significativamente mayor, que es el riesgo de accidentalidad que representa viajar bajo estas condiciones.  Lamentablemente, la misma situación social forzará a que este costo del riesgo no sea considerado, por lo menos en toda su dimensión.  Por el otro lado, quienes tienen la suerte de desplazarse en vehículo propio verán incrementado el riesgo de accidentalidad, al proliferar las caponeras por un considerable trayecto de sus rutas, con las graves consecuencias en caso de siniestro, pues tenga o no tengan la culpa, los daños a terceros,  que como dijimos son fatales, se elevarán considerablemente, obligando al conductor privado a extremar precauciones, manejar con el jesús en la boca y con el volante a dos manos, dejando el fondillo al descubierto.

 

Agradezco a Celeste González su amabilidad al cederme imágenes de su colección para ilustrar este blog.

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Ipso facto

 

En mi niñez, las misas todavía eran celebradas en latín, con su agregado en griego.  Mi madre me mandaba los domingos y yo obedecía a regañadientes, tratándole de explicar que me aburría en extremo, pues no entendía absolutamente nada de lo que hablaba el sacerdote y cuando subía al púlpito a decir el sermón, que aunque era en español, tampoco le entendía.  Con el tiempo fui aprendiendo algunas de las expresiones utilizadas por el celebrante que me servían de guía para ver en qué parte de la misa estábamos.  Cuando el cura decía: Verbun Dómini, quería decir que el celebrante se iba a dirigir al púlpito de madera, al frente de los fieles, al cual accedía por una escalera de caracol para dirigir su sermón.  Procuraba ubicarme en el grupo de varones que por tradición debían sentarse en las últimas bancas del fondo o bien permanecer de pie, cerca de la puerta.  Al momento de iniciar el cura su ascensión al púlpito, todos sin excepción, se salían al atrio, en donde aprovechaban para rascarse a discreción y conversar sobre los temas de actualidad.  Al momento de finalizar el sermón y comenzar el padre su descenso, todos entraban rápidamente a ocupar sus lugares al fondo del templo.  No sé si el cura miraba aquel movimiento o si desde arriba lograba observar al grupo aquel, lo cierto es que nunca hizo ningún reproche al respecto.  Una expresión que me causaba inquietud era cuando exclamaba:  Dóminus vobiscum, a lo que el acólito y algunos fieles dadores a creer respondían Et cum spíritu tuo.  Yo desde luego en “ele olo chico zapote”, lo único que se me venía a la mente era algo relacionado con los bizcos. Una frase que me llenaba de emoción era cuando, antes del Pater Noster, el cura decía: Per omnia secula seculorun, a lo que los fieles de manera solemne respondían a coro: Amen.  Aquel seculorum resonaba tanto que me daba la impresión de que se trataba de algo en extremo misterioso.  Sin embargo, la parte más feliz era cuando el oficiante exclamaba: Ite missa est, a lo que todos, un tanto aliviados respondían:  Deo gratias.

Cuando cursé el sexto grado de primaria en el Instituto Juan XXIII, a pesar de lo experimental e irregular de aquel curso, en donde todos los docentes eran voluntarios, sentí que la asignatura de Español, a cargo de la profesora Rosita Reyes, quien con un gran esfuerzo cubrió a cabalidad el programa, fue un aprendizaje relevante, pues gracias a ello pude sentar las bases para un manejo adecuado del lenguaje.  Con su manera de enseñar nos hizo entusiasmar por las locuciones latinas, que además de adentrarnos en el conocimiento de aquella lengua, nos dejó lecciones en varios campos.  Aprendimos desde Ad hoc, a esto, para esto, hasta Vox populi, vox Dei, la voz del pueblo es la voz de Dios.  Ahí me di cuenta que Per omnia secula seculorum quería decir “Por todos los siglos de los siglos”, que después de saberlo me llenaba de angustia ante el misterio de lo eterno.

Aunque usted no lo crea, a mediados del siglo pasado, el nicaragüense con algún nivel de estudios, aun modesto, manejaba un vocabulario de cierta altura, en donde las locuciones latinas enriquecían el habla cotidiana.   Cuando algún hecho estaba concluido, sin posibilidad de revertirse se decía consumatum est.  El síndrome de los diablos azules de los bebedores consuetudinarios se conocía comúnmente como delirium tremens. Cuando una persona metía las extremidades inferiores y trataba de sacarlas con cierto honor exclamaba:  Errare humanum est.   Se escuchaba regularmente: Le presté cien córdobas a fulano, luego arqueando las cejas agregaba: per secula, es decir que nunca los vería de nuevo.  Cuando se realizaba una estimación bajo el método Alver, el interlocutor agregaba a grosso modo, para indicar que se trataba de algo aproximado, aunque la preposición “a” estaba de más.  Para indicar el oficio de alguien principalmente cuando se trataba de algo no ortodoxo, se decía modus vivendi.  En el lenguaje policiaco se utilizaba modus operandi, relativo a la forma particular de alguien al cometer un ilícito o bien in franganti, cuando sorprendían a alguien en plena comisión del delito.  Cuando alguien se refería a una persona que se creía lo máximo, se decía: se cree el non plus ultra.  En el caso de que una persona sin pertenecer a una institución realizaba funciones propias de la misma, sin percibir remuneración alguna, se decía ad honorem y un ejemplo clásico eran los miembros ad honorem de la guardia somocista, quienes sin percibir salario, solo por el placer de espiar y denunciar a los opositores, ejercían estas funciones. Las misas de acción de gracias se llamaban te deum, clásicas en las celebraciones de los quince años.  Asimismo, se utilizaba con mucha frecuencia: etcétera, mea culpa, viceversa, versus, lapsus, in memoriam, in fraganti, idem, ego, alias, bis.

En la universidad, dependiendo la carrera se intensificaba el uso de locuciones latinas, encabezando la lista la carrera de derecho, debido a la influencia del derecho romano en la legislación moderna.  En la facultad de economía también se utilizaban aunque en menor medida.  La expresión más utilizada era ceteris paribus, es decir, si las otras cosas permanecen constantes; premisa indispensable para realizar el análisis de una variable, aislándola del resto de factores que pudieran afectarla y que en la realidad nunca permanecen constantes.  Vemos esto claramente en las proyecciones de la economía nacional en 2017, muy optimistas, ceteris paribus, sin embargo, las otras cosas, que no permanecieron constantes, se encargaron de mandarlas al traste.  También había que dominar el ex ante y el ex post, así como las condiciones sine qua non.

Cuando comencé a trabajar en la década de los setenta, todavía se manejaba en el lenguaje estándar una que otra locución latina.  En la oficina había un sujeto que era muy afecto a utilizar la locución: ipso facto, que quiere decir, por el mismo hecho, pero que él lo manejaba como algo automático, ágil, rápido, expedito.  Siempre buscaba la manera de que dicha expresión saliera a colación en la plática, de tal suerte que muchos lo conocían como El ipso facto.  Resulta que en cierta ocasión, en la fiesta de fin de año, ya con sus flagellum entre pecho y espalda le dijo a un alto funcionario todo lo que su rencor tenía guardado, incluyendo epítetos e infidencias que hicieron que el funcionario montara en cólera y abandonara el evento, no sin antes dar indicaciones que lo despidieran ipso facto.  Al día siguiente esta redundancia inundó los pasillos de la oficina y no faltó quien en voz baja dijera in vino veritas. Definitivamente como decía Marco Tulio Cicerón: O tempora o mores.

En la actualidad es muy raro escuchar una conversación en donde aparezcan las locuciones latinas.  Tal vez si se trata de ciudadanos de la tercera edad, sin embargo, a medida que se baja en edad, es mucho más difícil encontrar su uso, mucho menos su comprensión. Los programas de lengua y literatura a cualquier nivel no contienen el estudio de las locuciones latinas y muy raramente algo de las raíces griegas y latinas.  En estos dorados tiempos, en vez de decir “se cree el non plus ultra”, se dice, “se cree la última coca del desierto”. A los equivalentes a los agentes ad honorem de la guardia nacional se les conoce simplemente como sapos. En vez de emular con elegancia a Julio César exclamando: Alea jacta est, se dice con una mano en la cintura:  Ya se fue el balde, que se vaya también el mecate.  Una excepción podría ser el lenguaje de hechiceros, básicamente latín, manejado en las novelas y películas de Harry Potter, aunque en realidad lo que prevalece por estas tierras es el yoruba.

Hay ciertas locuciones que han desaparecido porque el concepto que representaban ha dejado de existir.  Nadie utiliza mea culpa, debido a que todo el mundo busca como echarle la culpa a los demás por sus errores.  El habeas corpus, también valió sorbete.  De la misma forma quieren desaparecer la expresión vox populi, vox Dei, debido a lo peligroso que es para cierto güis de balandrán, ni se diga memento mori.

Concluyo con una locución que se utilizaba en el teatro romano cuando finalizaba la función y que replicó el emperador César Augusto al momento de su muerte: Acta est fabula.

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El petit pois: invasor e imperialista

 

 

Recientemente la Asamblea Nacional de Nicaragua aprobó la Ley para el Fortalecimiento y Promoción de las Tradiciones, Costumbres y Gastronomía del pueblo nicaragüense como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación.  Las verdaderas intenciones del oficialismo respecto a esa ley se desconocen, sin embargo, la oposición sostiene algunas teorías conspirativas que incluyen la intención de arrancarle a la iglesia católica el patrimonio sobre las comidas de cuaresma, lo cual es un tremendo dislate, pues de ninguna manera la iglesia, cualquiera que fuese, mucho menos el Estado, puede detentar el patrimonio sobre determinada gastronomía, el cual le pertenece exclusivamente al pueblo.

Sin embargo, esto no es lo más florido del cuento.  Resulta que en la discusión de la mencionada ley, que me imagino ha de haber sido una extensa “platica de presos”, un diputado oficialista mandó la esférica al otro lado de la cerca, por los 400 pies, al acusar en el hemiciclo a viva voz al petit pois de invasor e imperialista.  En un inicio, los padres de la patria se quedaron patidifusos y obnubilados, pues lo primero que se les vino a la mente, al igual que todos quienes después conocieron el cuento, fue la figura del canciller y vocero del régimen, a quien desde hace mucho tiempo, cuando militaba en la otra acera, de cariño le adosaron el remoquete de “El Petit Pois”.  No fue sino hasta que el legislador agregó que debe de ser erradicado del país porque amenaza al arte culinario nacional, que todos cayeron en cuenta que se trataba de la leguminosa.

Abro aquí un paréntesis para una cápsula ilustrativa.  El petit pois es la semilla de la Pisum Sativum, planta herbácea de la familia de las leguminosas, originaria del Cercano Oriente y diseminada luego por Europa.  En español tiene diversos nombres de acuerdo a la región: chícharo, guisante, arveja, etc.  En Nicaragua, en virtud de que esta planta no se produce localmente, su consumo se ha satisfecho tradicionalmente a través de la importación de las semillas enlatadas, en un inicio con el nombre en francés de petit pois, motivo por el cual todos lo conocen con ese nombre y en general se pronuncia como “petipuá” o “petipoá”, aunque muchos lo deforman a “peticuá” o “piticuá”. Cierro paréntesis.

De regreso a la discusión, el diputado en cuestión también se llevó en el saco a otros productos extranjeros como las uvas y ciruelas pasas, así como otros productos importados que representan la invasión imperialista culinaria en el país.  Agregó al saco a la comida chatarra y hamburguesas, porque provocan el olvido de la comida tradicional y atentan contra las tradiciones nicaragüenses.

Al respecto es necesario resaltar que en la gastronomía es muy difícil separar el concepto de fusión, debido a que toda cultura, en algún momento y por diversas razones ha coincidido con otras culturas, resultando un intercambio, entre otros, de prácticas e ingredientes culinarios que han venido a enriquecer cada gastronomía.

Si en un afán de ser puristas se pretendiera erradicar de cada gastronomía los ingredientes que no son autóctonos de determinado país o región, se causaría una verdadera debacle.  Si por ejemplo al plato emblemático de la gastronomía mexicana, el mole poblano, se desterraran los elementos exóticos, había que prescindir de la cebolla, el ajo, las pasas, el ajonjolí, las nueces, las almendras, el clavo, la canela, el perejil e incluso el chocolate, pues si bien es cierto, el cacao y la bebida original del chocolate son originarias de América, el chocolate amargo es un elemento desarrollado en Europa.  En Perú, el Ceviche tendría que elaborarse sin limón ni cebolla.  Por su parte, la Bandeja Paisa colombiana tendría que preparase sin arroz, chicharrón, chorizo, carne molida, huevos, plátanos ni morcilla (moronga).   En Europa, también habría que erradicar de cada gastronomía, el arroz, el tomate, la papa, las especias, dejándolas prácticamente en la calle.  ¿Se imaginan que sería de las papas a la francesa, el fish and chips, la pizza o la tortilla de patatas?

En el caso de Nicaragua, la situación no sería diferente.  El apetecido nacatamal, tendría que prescindir del cerdo, su manteca y la envoltura de hoja de plátano, sin contar con aquellos herejes que le agregan ciruelas y pasas, regresando a los tamales de los mexicas, con carne de guardatinaja o chompipe y envuelto en hojas de maíz.  El vaho por su parte, tendría que prepararse con carnes criollas y solo llevaría yuca, pues el plátano y el maduro, al igual que sus hojas para taparlo, son exóticas, quitando además la cebolla y el ajo.  El indio viejo tendría que prepararse sin cebolla ni ajo, tendría que llevar carne de monte y no podría acompañarse de un guineo.  En el caso de la gallina henchida o navideña, sólo quedaría el tomate y la papa y del relleno navideño, solo el tomate.  El vigorón no llevaría chicharrón.  El mondongo y el quesillo tendrían que desaparecer y por su parte la chicha, así como otros refrescos típicos no llevarían dulce de rapadura ni azúcar, mucho menos especias.

Si retomamos el caso del petit pois, se puede decir que es un elemento utilizado ocasionalmente en la gastronomía nicaragüense.  Se emplea en algunas ensaladas y salsas que acompañan a carnes, pero su protagonismo ocurre en el arroz a la valenciana.  Este platillo apareció en escena en la cocina nicaragüense en la primera mitad del siglo XX.  Se deriva de la paella valenciana o arroz a la valenciana, como se le conoce en España y fue adaptado a la cocina local, al igual que en muchos países latinoamericanos, de conformidad con los elementos que podían conseguirse en cada región.

La paella valenciana es un platillo que se remonta a mediados del siglo 18 en la región de Valencia, España y que pronto se extendió por todo el territorio español.  Su receta original llevaba arroz, que por cierto es originario de Asia, anguila, judías verdes y caracoles, aunque luego se introdujo la carne de pollo y conejo.  La receta actual del platillo que posee denominación de origen, incluye arroz, pollo, conejo, judías verdes, garrofón (especie de judía), tomate, aceite de oliva, azafrán y sal.  El nombre valenciano de paella se deriva del nombre del recipiente en donde se prepara, del latín patella y que en español tomó el nombre de paila.

En Nicaragua se convirtió en un platillo muy popular, debido a que su sencillez y rendimiento lo hizo ideal para reuniones familiares y fiestas, pues se trata de un plato único que no requiere de entradas o de un segundo plato y que con unas tres o cuatro rodajas de pan de molde y una Coca Cola, ya resuelve.  Tradicionalmente se sirve en cualquier época del año en reuniones en donde asiste un buen número de invitados, lo cual lo hace un plato práctico y rendidor.  La receta local lleva arroz, pollo, embutidos, mantequilla, salsa de tomate, zanahoria, chiltoma, cebolla, apio, ajo y como elemento un tanto más de adorno que para darle sabor, el petit pois.  Algunos se emocionan y le agregan mostaza, salsa inglesa, pasas, aceitunas y maíz dulce.  Algunos apóstatas incluyen una media botella de ron, misma que se atraviesan de manera previa y ya hasta el sereguete, le agregan a la receta cerveza, coca cola y hasta vino blanco.  El nombre de este platillo es arroz a la valenciana, aunque algunos le llaman arroz con pollo y otros más folclóricos le llaman arroz de cumpleaños, arroz de piñata o arroz de pereque.

Como nota curiosa, menciono que este mismo platillo en Cuba lleva el nombre de Arroz con pollo a la Chorrera y es un plato infaltable en las fiestas familiares cubanas y con tremendos sacrificios tratan de mantener los ingredientes originales del mismo, que incluye coincidentemente al petit pois.

Así pues, si al tenor de su origen externo eliminamos al petit pois de esta receta, tendríamos también que quitar el arroz, originario de los imperios asiáticos, el pollo natural del  sudeste asiático, los embutidos, originarios de Europa, la cebolla, el apio, el ajo, todos ellos traídos por los españoles, de tal manera que el platillo entero desaparecería de nuestra gastronomía, de la misma manera que la enorme paila de arroz a la valenciana se esfuma al final de la fiesta.

No obstante las consideraciones anteriores, hay ciertas probabilidades de que a final de cuentas, el petit pois, al igual que algunos ingredientes puedan salir de la gastronomía nacional, no por la satanización que se haga de ellos, sino por vulgares razones económicas.  La pérdida del poder adquisitivo de la población en general, así como ciertas políticas recaudatorias que inciden en el esquema arancelario y de impuestos al consumo, podrían hacer prohibitivos algunos ingredientes importados.   En la actualidad, una lata mediana de petit pois de 425 gramos cuesta alrededor de dos dólares, cuando en tiempos de la otra dictadura costaba cerca de los 75 centavos de dólar y no es remoto que en cualquier momento puede dispararse hasta los tres dólares, lo cual provocaría que este elemento se desterrara del arroz a la valenciana y lo mismo sucedería con algunos ingredientes de la gastronomía nicaragüense que son importados.

De esta manera, la Ley para el Fortalecimiento y Promoción de las Tradiciones, Costumbres y Gastronomía del pueblo nicaragüense, debe partir del hecho de que nuestra gastronomía es una fusión de todas las culturas que confluyen en nuestra identidad mestiza, la indígena, la española y la negra, además de otros elementos que de alguna u otra forma se lograron colar en la misma y si es un apremio del gobierno, fortalecer y promoverla, debe de hacerlo sin distinguir el origen de todos sus elementos y si es preciso hacer cambios en la política fiscal para asegurar que estas tradiciones se mantengan, pues que se realicen.   Considero pertinente traer a colación la frase del gran chef francés, Alain Dutournier: “Creo en la cocina de mestizaje, que es el fruto del paso del tiempo, de invasiones, de la emigración, de la integración de usos y costumbres de diferentes pueblos.  En definitiva, el mestizaje es producto de la historia”.

Del otro Petit Pois, mejor ni hablar.

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La vejez en tiempos de la posverdad

… no me digas la verdad, no me mientas, 
ya me di cuenta que no es lo que era,
de eso se da cuenta cualquiera,
antes o después de las rosas,
ves a través de las cosas…

Marcelo Scornik

 

Nunca llegué a imaginar cómo podría ser mi vejez, tal vez porque en su momento, no creí llegar a viejo.  Cuando a los treinta y ocho años decidí donar un riñón, me advirtieron, incluso mi padre que era médico, que mi esperanza de vida podría reducirse en cerca de diez años.  No vacilé y expresé: ¡Veinte que fueran!  Luego, con la calma del deber cumplido, me puse a analizar aquella sentencia y tomando en cuenta que la expectativa de vida promedio en América Latina era en ese entonces de aproximadamente 75 años, al restarle aquellos diez años, podría llegar, con suerte, a los 65 años, que para muchos es apenas el umbral de la tercera edad, por lo tanto nunca alcanzaría la vejez y sin mayor drama, estuve resignado a ese hecho.

De cualquier forma, burla burlando como decía Lope, llegué a los sesenta y cinco sin el menor indicio, al menos latente, de arribar a puerto alguno.  Ahí me di cuenta que algo en las cuentas no cuadraba.  Sería tal vez que las expectativas de vida en mi caso particular eran mayores que el promedio (no me explico cómo) o bien que los fatídicos diez años no eran más que un margen, un tanto pesimista, que los médicos incluían en su pronóstico por aquello de las cochinas dudas.  Lo cierto es que llegué a esa edad sin haber diseñado un plan, ni siquiera una hoja de ruta, como dicen ahora los expertos, de lo que lo que podría ser mi vejez.  No llegué a imaginarme aquellas aspiraciones, un tanto manidas, de disfrutar de una jubilación, holgazanear todo el día en bermudas y en sandalias o incluso descalzo, una mecedora, un jardín, escuchar música, leer, escribir o consentir a los nietos.  Así que seguí caminando sin mayores pretensiones, ligero, saboreando la cotidianidad, tratando de realizar el mejor balance entre lo que debo hacer, lo que quiero hacer y lo que puedo hacer, sin ceñirme estrictamente a sus límites, cruzando a veces la raya continua e invadiendo el carril por donde transita lo que no debo hacer, lo que no quiero hacer y lo que no puedo hacer.

Con un sentido de provisionalidad he ido construyendo esta etapa, tratando de acostumbrarme sin mucho revoloteo, a los cambios que debo de enfrentar, pagando sin refunfuñar la factura que constantemente me va pasando el calendario. Hago un gran esfuerzo por resistir al mejor paso la carrera detrás de la tecnología, para ser, si acaso viejo, pero no obsoleto. Trato de incrementar mis reservas de tolerancia al máximo para poder hacer frente al reggeton, los influencers, los coaches de vida, los tertulianos, los falsos profetas y otros tantos males de nuestro tiempo.

No obstante hay algo que por muchas reservas de tolerancia que tenga me cuesta aceptar y digerir y es la posverdad.  No logro entender cómo se llega a manipular las emociones de la gente con el fin de jugar con la realidad, distorsionándola a su antojo.  Lo cierto es que estamos inundados de falsas noticias, ideas huecas y convicciones sin el menor respaldo. Se pretende sustituir la objetividad por las emociones que determinada afirmación genera en la gente, de esta manera, la clara línea que dividía la verdad de la mentira ha sido borrada para crear un espacio intermedio en donde se ha metido con calzador una nueva categoría en la cual, determinado hecho, verdadero o falso, debe de aceptarse tan solo por el hecho de coincidir con nuestros esquemas mentales.

De pequeño me tocó vivir uno de los episodios clásicos de posverdad en la historia moderna de Nicaragua.  En febrero de 1957 Luis Somoza Debayle asumió la presidencia de la república en un clima bastante adverso para un régimen, que no era sino una extensión de la dictadura de su padre Anastasio Somoza García.  Para aplacar los ánimos, Luis Somoza anunció en su discurso de toma de posesión que tropas hondureñas habían incursionado en territorio nicaragüense, en un pequeño pueblo llamado Mokorón, al norte de Chinandega, matando a 57 efectivos de la guardia nacional.  El pueblo se inflamó de ardor patrio y clamó por hacer pagar caro a los hondureños por semejante afrenta. Somoza logró el propósito de desviar la  atención del pueblo hacia un nacionalismo que de una u otra manera, sin querer, se plegaba hacia el “nuevo” gobierno. Mis recuerdos de aquel episodio son difusos y me parece recordar a mi abuelo exclamando un largo: Mmmmmmm. Estudiaba en ese entonces en el Pedagógico de Diriamba, ahí donde estudian los presidentes y el Hermano Agustín, Tincito, compuso una marcha que cantábamos en clase, misma que hablaba de los pinoleros, la bandera nacional y en un momento todos gritábamos en coro ¡Mokorón! lo que no pasaba de ser un ejercicio de canto. Así pues a corta edad, aquello no tuvo ninguna relevancia para mí y Mokorón no llegó a ser más que un nombre un tanto sonoro.

En aquellos tiempos, todavía tenía vigencia el dicho: “las mentiras tienen patas cortas” de tal manera que no pasó mucho tiempo para que la patraña se descubriera, pues en realidad nunca hubo invasión de parte de tropas hondureñas y mucho menos muertos en Mokorón.

En los tiempos actuales, la posverdad se ha tornado en el pan nuestro de cada día, agregándose a esto, lo que se ha venido conociendo como “hechos alternativos” que no son otra cosas que patrañas, mentiras, con la diferencia que están respaldados por un enorme aparato profesional de propaganda, a veces importado, apoyado en los medios masivos de comunicación, manejándolas de tal manera que no exista ni el menor asomo de duda respecto a su “veracidad”.  Lo cierto es que el grado de éxito de estos aparatos tiene una relación inversa con el coeficiente intelectual de su población objetivo.

Sin embargo, cuando hay materia prima y se coleccionan casi setenta tacos de almanaque, como dice Pérez Reverte, se acumula una experiencia que le va afilando a uno los colmillos y es una tarea un tanto difícil chuparse el dedo.  Por lo tanto al enfrentar a la posverdad, se produce un conflicto, pues no tengo la menor intención de realizar ningún sacrificio intelectual, a pesar de la tentación de apegarme a las emociones. De esa manera, la posverdad difícilmente me toma desprevenido, pues se percibe a la legua, algo así como los muertos vivientes de la serie de televisión, con su andar errático, su penetrante y nauseabundo olor y su incansable afán de clavarnos los dientes.  Así pues, después de exclamar un largo: Mmmmmmm, como lo hacía mi abuelo, con la mayor naturalidad, sin el menor asco, procedo a clavarles una estaca en la cabeza al mejor estilo de Rick Grimes.  El problema serio es que estos hechos alternativos nos aparecen por doquier, al igual que las hordas de muertos vivientes en la serie, que salen hasta en la sopa y nos obligan a caminar de manera perenne en modo alerta.  De tal forma que la placidez que debía ser la constante de la tercera edad, se torna una encarnizada lucha por mantener la integridad de la corteza cerebral y el sistema reticular activador, de tal suerte que al enfrentarnos a los comunicados, a los manifiestos, a los discursos, a las notas de prensa, a los reportes, a las alocuciones, a los noticieros, podamos llenarlos de enormes signos de interrogación y como el peje lagarto exclamar emulando a Hector Lavoe: “Te conozco bacalao, aunque vengas disfrazao”

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Mi papá Emilito

 

Cuando nació mi primer hijo varón, acordamos llamarlo Orlando Emilio.  Para todos era lo más obvio, pues se trata de mis dos nombres, sin embargo, su segundo nombre no obedece a eso.  Tampoco fue escogido en honor a mi abuelo Emilio, quien se lo merecía de sobra, sino que se llamó así como un homenaje al hermano mayor de mi padre.  Si pudiera hablar de un personaje inolvidable en mi memoria y que dejó una profunda huella en mi vida, fue sin duda alguna aquella figura, el sumun de la elegancia y a quien yo llamaba “papá Emilito”.

Nació el 11 de abril de 1919, en Masaya, en medio de una época convulsa.  Su hermana mayor había muerto unos seis años antes, víctima indirecta de uno de los tantos movimientos armados de esos tiempos.  Mi abuelo había decidido renunciar a su trabajo en el ferrocarril para emprender una aventura, instalando una botica en San Marcos, bajo la premisa de que el auge del café en esa región ofrecía un buen clima para los negocios y además para su salud, por el aire fresco que se respiraba en aquel pequeño pueblo de la meseta caraceña.  Después de que nació su hijo a quien llamó como él, Emilio, se trasladó solo al pequeño pueblo en donde instaló su botica en el sector del mercado.  Meses más tarde,  en una tarde lluviosa de octubre, mi abuelo llegó a la estación del ferrocarril a esperar a su familia con un carromato para trasladar sus pertenencias.  Con extrema alegría vio descender a su esposa Ester, con un vivaracho niño en sus brazos, mientras trataba de controlar a los Césares, sus sobrinos gemelos de cuatro años a quienes había adoptado prácticamente desde su nacimiento.

Emilito, a como lo llamaban tanto en la familia como en el pueblo, creció viajando constantemente a Masaya y a Diriamba, en donde cursó sus estudios.  Cuando nacieron sus hermanos Eduardo y Orlando, supo desempeñar el cargo de hermano mayor con el rigor que en aquellos tiempos se requería.  Su padre delegó en él esa función, mezcla de prefecto y protector, misma que cumplió de manera eficiente.  Desde pequeño fue muy elegante.  En la casa de los abuelos había una fotografía en donde los tres hermanos posan en sus mejores galas, destacando el mayor por su porte.  Alguien escribió arriba de la foto: Los tres mosqueteros.   Emilito además era audaz y se tejieron muchas leyendas sobre sus hazañas, entre ellas la de circular en una bicicleta por los tablones de madera que cubrían la pila (aljibe) del patio de la casa, así como las flexiones que realizaba en los lugares más inverosímiles de la casa.

Cuando tenía cerca de quince años, Emilito convenció a sus padres para que lo enviaran a Managua a estudiar la carrera del futuro: comercio.  Así fue que ingresó a una de las nacientes escuelas de comercio de la capital en donde se destacó en mecanografía, alcanzando una destreza sin igual en el manejo de la máquina de escribir.  De manera coincidente, en esos días, en Casa Presidencial requerían de alguien eficiente en mecanografía para servir de secretario del Presidente de la República en una reunión de mandatarios que se realizaría en Costa Rica, para lo cual acudieron a la escuela de comercio en busca de alguien que pudiera desempeñar aquel cargo.  En la escuela, sin vacilar recomendaron al joven aquel.  Cuando le pusieron una prueba quedaron impresionados por la velocidad con que manejaba la máquina, la nitidez de su trabajo y la elegancia con que se sentaba a mecanografiar.  Lo contrataron de inmediato y de esta manera inició su carrera, como secretario del primer mandatario y luego ubicado en el Ministerio de Relaciones Exteriores en donde trabajó toda su vida.

Así fue que el joven fue ganándose el respeto de quienes lo conocían, aunque amigos y familiares seguían llamándolo Emilito.  Su carácter de extrema madurez, aun a su temprana edad, unida a su claridad de pensamiento, hizo que sus padres confiaran en él para muchas de las decisiones que debían de tomar.  Fue él quien los convenció de que sus hermanos debían de terminar el bachillerato, para poder seguir luego estudios profesionales.  Asimismo, les recomendó que los ingresaran internos al Colegio Bautista de Managua.  Así lo hicieron y se mantuvieron en su decisión aun cuando el párroco de San Marcos los criticó agriamente y hasta llegó a amenazarlos.  Mi abuelo expresó claramente que no se movería un milímetro de su decisión y que de su parte el párroco podía hacer lo que estimara conveniente.  Así pues, este último no tuvo otra alternativa  que bajarle el gas al asunto, pues el pueblo tenía más fe en la aspirina, las píldoras rosadas y el jarabe de tolú que en el agua bendita.

Cuando mi tío Eduardo y mi padre se bachilleraron, Emilito recomendó y apoyó a sus padres para que los enviaran a México a seguir los estudios universitarios y de esta manera Eduardo se graduó de ingeniero civil y mi padre de médico.

En cierto momento, también convenció a sus padres para que formalizaran su relación, que al igual que muchas parejas en aquellos tiempos se basaba en la palabra y el afecto más que en los papeles.

Emilito sentía un gran arraigo por San Marcos y el pueblo entero le profesaba un gran cariño y respeto.  En sus visitas al pueblo era consultado en todo lo que tenía que ver con la etiqueta y el savoir vivre así que muchas fiestas y grandes eventos se organizaron bajo su asesoría.

En 1948 antes de salir a un cargo en la Embajada de Nicaragua en Venezuela, se casó con Griselda Rosales Valerio, de Masatepe.  Como dato curioso, quien llevó los anillos en la ceremonia religiosa fue nada menos que el célebre escritor Sergio Ramírez Mercado, que en esa época tendría unos seis años.

Mis padres y yo llegamos a San Marcos en 1951, cuando mi padre terminó sus estudios de medicina en México.  En mis recuerdos más lejanos está siempre la figura tan querida de mi papá Emilito.  Yo lo llamaba así pues mi abuelo siempre fue mi papá Emilio y por añadidura, aquel personaje que sin importar su edad siempre fue llamado cariñosamente Emilito por familiares y amigos, pasó a ser mi papá Emilito.  A pesar de su corta estatura respecto a sus hermanos (mi padre casi arañaba los seis pies), él se imponía por su carácter, reflejado en un porte vigoroso y  lleno de autoridad.

Siempre sentí un cariño especial de parte de mi papá Emilito, tal vez, porque siempre añoró un hijo varón.  Me costó un poco entender cómo él y su familia aparecían y desaparecían del pueblo, cuando era designado en sus diferentes encargos de su trabajo en el exterior, pero siempre, al cabo de cierto tiempo, su sonrisa iluminaba la casa de los abuelos cuando aparecía de nuevo y la algarabía de los primos juntos llenaba el patio en interminables jornadas de juego, hasta que la última gota de paciencia de mi abuelo se desvanecía.

Cuando llegué a la pubertad comencé a pensar que podía llegar a tener su elegancia y que en algún momento, lo tendría cerca para aconsejarme en aquella tarea.  Sin embargo todas esas aspiraciones se pulverizaron una mañana de domingo, a finales de mayo de 1964.  Faltaba una semana para los quince años de su primogénita Giselle.  Alguien tocó a la puerta de nuestra casa y mi madre fue a averiguar, regresando con un telegrama en la mano, pálida, llegando hasta el baño, donde mi padre se afeitaba, diciéndole que avisaban que Emilito había muerto de un infarto en Tegucigalpa.  Tenía tan solo 45 años.

El dolor cubrió como avalancha nuestro hogar.  Mi padre cargó una pesada cruz, al ver a su querido hermano muerto, preparar sus restos y acompañarlo a su última morada.  Luego, aquel dolor se convirtió en un terrible temor.  Sintió en carne propia que la muerte era traicionera y no respetaba edades, sintiéndose vulnerable al extremo.

Hoy se cumplen cien años de su nacimiento y casi 55 años de su partida.  Siempre lo tengo en mi mente, en especial, aquel recuerdo de unos meses antes de morir que llegó de Tegucigalpa en un Chevrolet Biscayne último modelo, con guantes de conducir, lentes oscuros y un atuendo sport de enorme elegancia.  Recuerdo su risa contagiosa y trato de mantener vivo en mí aquel gran sentido del humor que lo caracterizaba.  Hace mucho tiempo me resigné a no tener aquella elegancia a la que un día aspiré y me refugio en lo que dice Calamaro:  “…la procesión no siempre va por fuera…”

Todas las pláticas que quise haber tenido con mi papá Emilito, las tuve tiempo después con mi tía Chelda, su viuda y mis primas.  A partir de mediados de los noventa coincidimos en Managua y fueron frecuentes nuestras veladas interminables recordando las épocas doradas y reafirmando aquel cariño que el tiempo nunca aminoró y que me hizo merecedor de ser considerado más que un sobrino o primo, un hijo o hermano.

Así pues, en esta fecha tan especial, levantaré mi copa y haré un brindis desde el fondo del alma, por tan insigne caballero, cuya fina estampa el tiempo no ha podido ni podrá borrar.

 

 

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