Cuento para fin de año
Serafín decidió hacer un último esfuerzo para cobrarle los quinientos córdobas que Martín le debía desde hacía un buen tiempo y que con la cantaleta de “mañana te pago” había arrastrado aquella deuda, que a pesar del tiempo, se resistía a caer en la categoría de incobrable. Esperaba que aún después de todos los gastos decembrinos, Martín tuviera un saldo positivo en sus finanzas y en su voluntad para honrar la deuda.
Llegó a la casa de Martín de improviso de tal manera que no le dio tiempo de esconderse y darse por ausente, así que no tuvo otra alternativa que saludarlo cordialmente y ya tenía lista su famosa negativa: “debo, no niego, pago, no tengo”, cuando miró en los ojos de Serafín una determinación que le insinuaba que no aceptaría un no por respuesta, así que se le ocurrió hacer un canje de la deuda. Le aseguró que tenía toda la firma intención de pagarle antes que feneciera el año, sin embargo, algunos imprevistos de última hora lo habían dejado sin liquidez, pero que podía darle en pago a don Camilo. Serafín se quedó de una sola pieza ante semejante ocurrencia, cuando en un abrir y cerrar de ojos, Martín se metió a un cuarto y sacó, como por arte de magia, un muñeco de tamaño considerable, vestido de traje, con un sombrero, y un puro en la boca; de esos que últimamente acostumbran quemar la víspera del Año Nuevo. Serafín todavía en estupor, le dijo: – ¿Y yo para que quiero eso? a lo que Martín astutamente contestó: – Dicen que trae buena suerte quemarlo antes de que acabe el año y por último, lo podrías vender, porque ahí donde lo ves, vale setecientos córdobas. Aclarándose la garganta agregó: – A menos que te esperés para febrero que me van a caer unos bollitos.
Serafín evaluó la situación y situó aquella posibilidad de febrero como algo remoto, casi improbable, así que mientras deliberaba, realizó un paneo a toda la sala de Martín y observó que un tanto escondida en una repisa estaba una botella de Flor de Caña, así que dijo para sus adentros, de lo perdido, lo encontrado y le respondió: -El muñeco y esa botella de Flor de Caña, señalando la repisa- y quedamos a mano. Martín fingió pensarlo un momento y dijo: -Juega el gallo. Así que Serafín dejó aquella casa, cargando el muñeco y con una bolsa con la botella de ron, satisfecho con el trato.
Después de pasar por donde algunos conocidos a quienes les ofreció el muñeco, con considerables rebajas respecto a su precio y ante la triste realidad que su oferta no encontró demanda alguna, se dirigió a su casa y al llegar dejó al muñeco en la sala y en el pantry, cerca del refrigerador dejó la botella. En el otro extremo de la sala, una mujer miraba televisión y al verlo llegar hizo un gesto de disgusto y comenzó a murmurar. Al verla Serafín, sintió el asomo de una nausea que amenazaba con agrandarse y también murmuró: -Ya empieza la Jazmina con sus pendejadas. Serafín y aquella mujer se odiaban cordialmente. Ella era su cuñada. Era la hermana de Sara, su difunta esposa. Unos ocho años atrás, el marido de Jazmina había muerto, según Serafín, de aguantar a semejante arpía, dejándola en la cochina calle. Sara, quien era una santa mujer, la acogió en su casa y Serafín no tuvo más remedio que apechugar, por todo el cariño que le tenía a su mujer.
Nunca había podido comprender como dos hermanas podían ser tan diferentes, mientras Sara era una mujer noble, humilde, solidaria hasta la pared de enfrente, cariñosa, su hermana en cambio era una persona con un carácter viperino, odiosa en extremo, egoísta hasta decir quitá, soberbia, aunque Martín la definía rápida y eficientemente como una hijueputa bien hecha. Dicen que antes de los cuarenta cada quien tiene el rostro que la vida le dio, mientras que después de esa edad cada quien tiene el rostro que se merece. Con la edad los rasgos de Sara se fueron suavizando y sus canas le dieron un aire de bondad que se notaba al instante, mientras que el rostro Jazmina se fue endureciendo y deformando hasta darle una expresión maléfica, diabólica decía Martín. Cuando su hermana se trasladó a su casa, Sara realizó una labor catalizadora para evitar cualquier roce entre su marido y Jazmina, pues sabía del desagrado que este sentía por su hermana y en el fondo le daba la razón.
En cierta ocasión, Sara comenzó a perder peso y a sentir dolores en el estómago y en la espalda y después de varios estudios y exámenes los médicos concluyeron que tenía un cáncer pancreático y en un lapso demasiado breve, Sara dejó este mundo. Antes de morir, hizo jurar solemnemente a Serafín que no desampararía a su hermana y que la dejaría vivir en su casa. La consternación de aquel hombre era tan grande que no tuvo fuerzas para negarle aquella última voluntad a su esposa y tuvo que aceptar.
Además del inmenso dolor que sentía Serafín con la pérdida de su esposa tenía además que soportar la presencia de aquella mujer en su casa, sintiendo que el infierno lo estaba purgando en anticipo. Jazmina era tremendamente astuta y no se atrevía a enfrentar directamente a Serafín pues sospechaba que a pesar de su juramento, en un arranque de cólera la podía poner de patitas en la calle. Así que se limitaba a mostrarle la peor de sus expresiones, que ya era mucho decir y a murmurar en voz baja toda suerte de epítetos y maldiciones. Se dirigían la palabra solo en casos de extrema necesidad. Ella solventaba sus gastos básicos personales con una remesa que recibía de un hijo que vivía en los Estados, sin embargo, no contribuía a ningún gasto de la casa, ni siquiera de la energía eléctrica, a pesar de que pasaba todo el día viendo la televisión. Ella preparaba sus alimentos sin compartir con él ni siquiera una tortilla.
En la reciente Navidad ella se había preparado una gallina que desde luego comió sola, mientras que él se compró un pollo asado en el supermercado y cada quien cenó por su parte sin volverse a ver y a la media noche cada quien se dirigió a su habitación y se encerró hasta bien entrado el 25.
Para este fin de año, ella se cocinó un lomo de cerdo, preparó arroz y compró una sopa borracha en el vecindario. Serafín por su parte, después de llegar con el muñeco y la botella de ron, descansó un poco y salió luego y compró un nacatamal donde doña Eustaquia y en la pulpería de la esquina compró un PET de gaseosa de cola de 2.5 litros. Un poco después de las nueve de la noche, Serafín se sentó en el porche, en donde todavía estaban las dos sillas en donde junto a su esposa salía a tomar el fresco de la noche, ahí en una mesita colocó la botella de ron, la gaseosa y una cubeta con hielo y comenzó a brindar por Sara y todos los momentos mágicos que habían compartido por tantos años. Su cuñada, se mantuvo viendo televisión y murmurando de vez en cuando. Serafín apenas alcanzaba a escuchar “….jueputa” “….borracho” y cosas por el estilo, mientras el apuraba uno tras otro las cubas que si iba preparando, tratando de imitar aquel murmullo con expresiones como: “…arpía”, …bruja” “…jueputa” y de esa manera fue transcurriendo la noche.
Cuando fueron las 11:40 de la noche, ya Serafín estaba “rayado”, la botella de ron acusaba tan solo una quinta parte de su contenido. En ese momento, en medio de su sopor, se acordó del muñeco y de la buena suerte que Martín le había augurado, así que entró a la casa, de una alacena tomó un mecate y luego al muñeco y salió al patio, en donde había un almendro, donde pasó el mecate y procedió a colgarlo. Faltaban ya diez minutos para que terminara el año, cuando sacó de su bolsillo un encendedor y procedió a prenderle fuego al pantalón del muñeco. En un instante don Camilo, como lo había bautizado su amigo, comenzó a arder, mientras Serafín, comenzó a recordar los malos momentos de aquel año a fin de que se quemaran junto con aquel muñeco y en especial el enorme sacrificio de soportar a su cuñada. Ya estaba a punto de llegar la media noche, los cohetes y triquitracas comenzaron a explotar por toda la ciudad, cuando de pronto un fuerte viento comenzó a soplar del norte. Llegó a ser tan fuerte, que en una ráfaga el muñeco, en llamas, salió volando hacia la casa en una parte donde la construcción era básicamente de madera y rápidamente tomó fuego.
Con los ojos desorbitados, Serafín, buscó una manguera pero se acordó que hacía un par de días se la había prestado a un vecino, entonces corrió hacia el interior de la casa, de donde tomó su teléfono celular y de su habitación tomó una caja metálica donde guardaba sus documentos esenciales y sus ahorros en efectivo. De salida a la calle le gritó a Jazmina: -Se está quemando la casa. La mujer respondió con una serie de maldiciones y a regañadientes dejó de ver su televisión y salió a la calle, un poco después de Serafín. Para ese momento ya las llamas se notaban y algunos vecinos ya se habían apersonado en el lugar y desde ahí, Serafín llamó a los bomberos.
Uno de los vecinos le propuso que podían entrar a tratar de combatir el fuego con baldes de agua, pero Serafín expresó que no quería que nadie tomara riesgos, pues la casa era un poco vieja y podía no resistir. En ese momento, Jazmina recordó que tenía en su habitación un pequeño baúl donde guardaba unas joyas, según ella invaluables, además de dinero. Se dirigió de manera temeraria hacia la casa, cuando un vecino quiso detenerla pero ella se soltó profiriendo maldiciones a diestra y siniestra, así que ya nadie quiso detenerla. Ingresó a la casa y pasaron los minutos sin que saliera. Le avisaron a Serafín, pero este parecía estar en estado catatónico y no dijo ninguna palabra.
Cuando llegaron los bomberos, ya no había nada que hacer, pues la mayor parte de la casa había sido consumida por las llamas. Al final, en una bolsa negra fue retirado el cuerpo de Jazmina, rumbo a medicina legal. Serafín evitó al máximo el contacto con los reporteros de la nota roja que casi al mismo tiempo que los bomberos se presentaron al lugar. Los vecinos no se cansaban de repetir ante los reporteros que la imprudencia y la avaricia de la señora, la habían motivado a ingresar de nuevo a la casa, cuando ya estaba a salvo en la calle.
Serían las tres de la madrugada cuando los últimos técnicos de los bomberos se retiraron anunciando que continuarían con la investigación. Serafín todavía se quedó admirando lo que quedaba de la casa cuando observó que la mesa que había en el porche, todavía seguía ahí. Se acercó y tomó la botella, se sirvió una generosa cantidad, le agregó gaseosa y viendo todavía el humo salir de los escombros, elevó su vaso y murmuró: -Salud, Sara, salud, Martín y luego, esbozando una sonrisa, -Salud don Camilo.