Mi abuelo paterno, tenía una visión comercial un tanto particular en el manejo de su botica. A pesar de ser un agnóstico declarado, algunas veces manejaba ciertos criterios morales que lo hacían ver, en cierta manera, como un mojigato. Pudo haber sido cierta influencia de mi abuela, devota católica, quien en ciertos momentos le torcía el brazo en algunas decisiones que debían haber sido puramente comerciales. Por ejemplo, en esa botica, tal como lo he comentado en otros artículos, no se vendían condones, con la particularidad que mi abuelo de la manera más tranquila expresaba que no los expendía, mientras que mi abuela y la tía Leticia montaban en cólera cada vez que un ingenuo comprador osaba preguntar por dicho producto. También se rehusó a vender en la sección de revistas algunas de contenido picaresco y lo más atrevido que llegó a vender fue una revista llamada Luz, que con bases científicas ofrecía una atrevida educación sexual ilustrada a los curiosos de la época, por la friolera de dos córdobas (40 centavos dólar).
En esa botica, entre muchos productos, se vendía alcohol bajo dos formas. El alcohol metílico, procesado a partir de la madera y que era conocido como alcohol metílico o alcohol desnaturalizado, que se empleaba como antiséptico, es decir exclusivamente de uso externo, pues su ingesta produce severos daños al sistema neurológico, incluso la muerte. De la misma manera se vendía el alcohol etílico, que generalmente se obtenía de la destilación del fermento de caña de azúcar y que alcanzaba un nivel alcohólico de 96 grados. A este alcohol en la farmacia se le conocía como alcohol puro y su precio era superior al desnaturalizado. En rigor era el mismo guaro o guarón de las cantinas en su forma más pura, sin ningún tipo de adulteración. De cualquier forma, su expendio en la farmacia era con fines culinarios, es decir para la elaboración de algunos alimentos, especialmente postres, se utilizaba también como solvente, para casos como la anilina soluble de grado superior.
En cierta ocasión, no podría precisar las causas, el suministro del guaro sufrió una terrible escasez, de tal manera que ni en la Renta de Jinotepe, ni en el expendio de doña Cheya Jara, quien tenía la concesión exclusiva en el pueblo, había existencia del vital líquido. Después de cierto tiempo, los afectos al culto del dios Baco, empezaron a sentir los rigores de la abstinencia. Resulta que mi abuelo, que siempre le gustaba tener un inventario bastante amplio, tenía en su poder una buena dotación de alcohol puro. Alguien con espíritu investigativo se dio cuenta del inventario existente en la botica y de manera disimulada comenzó a comprar en pequeñas cantidades.
En algún momento mi abuelo se percató que la demanda de aquel producto se había disparado respecto a la tendencia histórica, de tal manera que descubrió que su alcohol se estaba destinando al consumo humano directo. No le gustó la idea de estar fomentando ese execrable vicio y comenzó a restringir la venta del espíritu aquel. Algunos consumidores muy avezados comenzaron a querer vacilar a mi abuelo comprando primero anilina soluble en alcohol para luego pedir el alcohol puro. No sabían que para alguien que madruga siempre hay alguien que se acuesta vestido, así que no hubo forma de sacar el líquido con esas triquiñuelas.
En cierta ocasión, un ciudadano que trabajaba en labores administrativas en un trillo de arroz en Jinotepe, pero que de vez en cuando se abandonaba en los brazos de Dionisio, sintió el antojo de echarse sus rielazos y se le hizo fácil enviar a su hijo a comprar dos cuartas de alcohol puro a la botica. Mi abuelo lo conocía bien, así como su desmedida forma de beber y lo violento que se ponía cuando se emborrachaba, al punto que arremetía con extrema violencia contra su mujer y sus hijos. De esa forma, cuando llegó el muchacho a solicitar la venta del producto a la botica, mi abuelo tranquilamente le dijo que no había.
Al llegar el muchacho a su casa con la noticia del falso flete, el tipo aquel volvió a enviar a su hijo con el mensaje de que su papá sabía que mi abuelo tenía alcohol puro en existencia y que le dijera la razón por la que no se lo quería vender.
Al recibir el mensaje, mi abuelo con la misma tranquilidad le dijo que no se lo vendía porque sabía que se lo iba a beber y luego empezaría a maltratar a su familia. Se fue el rapaz.
Al rato se apareció el individuo aquel en la botica. Mi abuelo se encontraba en su mecedora leyendo un libro. Apartó sus ojos de su lectura y volvió a ver al tipo que con actitud amenazante se apostó enfrente de él. Mi abuelo no se inmutó. De joven había peleado en la guerra y fue torturado por los conservadores, de tal manera que nunca mostraba temor alguno ante ninguna circunstancia, por grave que fuera. Con toda la tranquilidad del mundo se limitó a decir: -¿Qué se le ofrece don Fulano?
El tipo aquel, tragándose su enojo, trató de recuperar la calma y buscando lo más florido de su lenguaje le conminó a que le dijera en su cara el por qué no le había querido vender el alcohol puro. Mi abuelo, conservando su ecuanimidad, le repitió exactamente lo que le había dicho al hijo.
El sujeto se puso casi morado, como un higo, sin embargo, sacó fuerzas para recobrarse del resuello y aclarándose la garganta le dejó ir un discurso. Le dijo que él en su casa podía hacer lo que le viniera en gana, sin que nadie tuviera la autoridad para criticar lo que su derecho fundamental le confería en ejercicio de su libertad. Que si él tomaba, lo hacía con su dinero y que su borrachera era de él y de nadie más. Que si en algún momento, con razón o sin razón le pegaba a su mujer o a sus hijos, tenía todo el derecho del mundo como jefe de la familia. Así que absolutamente nadie tenía que echarle en cara lo que hacía, ejerciendo sus derechos y quien lo hiciere estaba invadiendo su privacidad. Estoy seguro de que ei hubiera estado en estos tiempos, le hubiese achacado el calificativo de “injerencista”.
Mi abuelo, un tanto sorprendido por la elocuencia del sujeto, procuró sacar un rescoldo de cortesía y le dijo: -Mire don Fulano, si lo pone de esa manera, tiene usted toda la razón. Las leyes de este país, le confieren una plena libertad en sus actos y aunque me ofenden sus actitudes, debo admitir que no son de mi incumbencia. Le pido disculpas por atreverme a juzgar su proceder.
El tipo aquel, enganchándose en el vagón del cinismo, le dijo: -Entonces, ¿me va a vender el producto?
Mi abuelo, tratando de ser todavía más cortés, le dijo: – De acuerdo a lo que usted argumenta, debo de inferir que ese mismo derecho que usted esgrime, asiste a mi persona para ejercer una plena libertad en mi negocio. Por lo tanto, yo puedo vender o no vender lo que se me venga en gana, al precio que se me ocurra y a quien a mí se me pegue la gana. ¿Es eso cierto, don Fulano? Aquel ciudadano un tanto sorprendido no tuvo más remedio que responder: -Pues sí, don Emilio. Entonces fíjese que en estos momentos no se me antoja venderle el alcohol, ¿Cómo lo ve?
El sujeto aquel comprendió que se había enredado en su propio mecate, así que no le quedó más remedio que mascullar entre dientes: -Muchas gracias, dando la vuelta sin esperar a escuchar cuando mi abuelo le dijo: -Que le vaya bien.
Después de algunas semanas, el alcohol puro volvió a expenderse de manera regular y ya no hubo ocasión de buscarlo de manera subrepticia en la botica. El sujeto aquel, nunca volvió a poner un pie en el negocio de mi abuelo, ni envió a su hijo a comprar nada y siguió con su costumbre de emborracharse y agredir violentamente a su familia.
Años más tarde, el tipo aquel falleció, según algunos parientes, del hígado. En aquellos tiempos, todos los entierros pasaban invariablemente por la calle en donde estaba la botica. Cuando el cortejo fúnebre se acercó, mi abuelo se acomodó su sombrero, salió a la puerta y con una enorme solemnidad se descubrió la cabeza al paso del ataúd. Agachó la mirada y esperó a que al llegar a la casa de los Herrera, enrumbara hacia el cementerio, entonces, colgó su sombrero, regresó a su mecedora y continuó leyendo.