Archivo mensual: septiembre 2013

¿Dónde estará mi vida?

Joselito. Foto tomada de Internet

 

Desde muy temprana edad mi madre me cantó a todas horas, lo cual hizo que yo alcanzara luego una buena apreciación musical, no obstante mi capacidad para el canto estuvo completamente negada.  Cuando ingresé al Instituto Pedagógico, tenía que participar en los cantos que toda la clase debía entonar, bajo la dirección del Profesor Obregón, quien nos enseñó a interpretar aquellas viejas canciones napolitanas traducidas al español: Santa Lucía y O sole mío, entre otras.   Luego con el Hermano Agustín, teníamos que ejecutar algunos cánticos, así como ciertas piezas de su inspiración, como una dedicada al I.P.D. con la música de Jingle Bells y otra que hablaba de los pinoleros.  Lo interesante era que en medio de todo el barullo de la clase, mi voz no llegaba a notarse, por lo tanto, nadie advertía que yo no podía cantar, mucho menos yo.  De cualquier forma, nunca hice el intento de atreverme a cantar solo.

Sin embargo, allá por 1957, empezó a escucharse a un niño que cantaba de manera extraordinaria y que en poco tiempo captó la atención de todo el mundo.  Su nombre era Joselito y era español.  Serían tal vez sólo tres temas los que se repetían incansablemente en las radiodifusoras: Dónde estará mi vida, En un pueblito español y Violín gitano.  No había quien no hablara de la privilegiada voz de aquel niño y cuando llegó la noticia de que ya el pequeño había filmado una película, todos esperaron pacientemente a que llegara al cine del pueblo.  No sé por qué razón, pero a mi padre no le hacía mucha gracia, de otra forma, hubiésemos ido a Managua a ver el estreno.  Es más, cuando todos hablaban de la belleza del tema En un pueblito español, él decía que era más viejo que el pinol y que cuando él era niño, llegó un circo al pueblo que hacía sonar esa canción mañana, tarde y noche.

Cuando al fin llegó la película, ahí estábamos desde temprano, agarrando lugar pues tal como se esperaba, el Teatro Julia se puso al reventar.  La película se llamaba “El pequeño ruiseñor” y mentiría si dijera que me acuerdo del argumento, sin embargo, no es difícil adivinar que se trataba de una completa gilipollez, como todas las cintas de la época del franquismo.  Lo que cautivó al público fue ver al pequeño muchacho, con una carita de “yo no fui” a quien no se le entendía nada cuando hablaba, sin embargo, las canciones que interpretaba parecían salidas de la garganta de un ángel, si es que estos tuvieran garganta o pudiesen cantar.

Huelga decir que en aquel tiempo, empezaron a proliferar los Joselitos por todo el país.  En mi caso, ignorante de mis limitaciones en ese menester, como dicen, agarré la yarda y me propuse que yo sería cantante.  Recuerdo que me iba al fondo del patio de la casa de mis abuelos y ahí empezaba a querer clonar la interpretación del pequeño ruiseñor.  Muy seriamente comenzaba: “Una vez un ruiseñor, con las claras de la aurora, quedo preso de una flor, lejos de su ruiseñora…”, repitiendo una y otra vez, tratando de alcanzar los registros del rapaz.  Naranjas chinandeganas.  La primera crítica vino de parte de la lora de mi tía Mélida, quien desde su estaca empezaba a emitir sonoras carcajadas y el comienzo de la canción.  En aquel tiempo no tenía la ecuanimidad ante la crítica que poseo actualmente, así que después de varios episodios me enfurecí y con una vara que se ocupaba para cortar naranjas, agarré a la lora y la lancé hacia la pila.   La pobre ave gritaba a todo pulmón y en su caída parecía decir:  ¡Mayday!, ¡Mayday!.  Cuando escuché el ¡Chocoplós! del impacto del plumífero en el agua, me asusté, pues tenía la seguridad de que me acusarían de animalicidio.  Afortunadamente, ante los gritos del animal, salió la tía Mélida y rápidamente habilitó una canasta con un mecate e inició el rescate, el cual tuvo éxito después de varios minutos de intensa lucha.   Yo me fui agachado bordeando la pila e ingresé a la casa por la puerta del comedor, situada en el otro extremo.  Después del susto, reinicié mis intentos de escalar hacia la fama y la lora, nada tonta, no volvió a decir nada ante mi “canto”.  Hubiera seguido por varios meses, con la tenacidad de Mister Frodo, si no hubiera sido que por esos lados del patio, mi abuelo tenía sus siembros, : rosa de Jamaica, fresas, uvas y demás rarezas, en cierta ocasión que los andaba viendo, al escucharme cantar, se limitó a decirme: “Zapatero a tus zapatos”.   Sin entender lo que me quiso decir, sólo pude intuir que era una invitación a que me callara.  Le consulté a mi madre el significado de esa máxima y me explicó que quería decir que cada quien debía ocuparse de lo suyo.  Sin mucha claridad todavía, me di cuenta que mi incursión por el canto era una empresa fallida y opté por abandonarla.

Miraba con cierta envidia a todos aquellos que, sin llegar a tener la calidad interpretativa de Joselito, llegaron a convertirse en los Joselitos locales, como un muchacho en el colegio que un tanto lejos del ruiseñor, fue bautizado por los ínclitos hijos de La Salle, simplemente como “Nuestro Joselito”.  De la misma forma, en las principales ciudades destacaron émulos del pequeño ruiseñor, como es el caso de León en donde el economista emérito Francisco (Panchito) Mayorga, imitaba con buen suceso al prodigio español.

Las películas y canciones de Joselito continuaron llegando, aunque poco a poco fue perdiendo su encanto y a pesar de que mantenía su calidad al cantar, el público no mostraba el mismo entusiasmo con sus temas posteriores, como por ejemplo Doce cascabeles, Clavelito, Campanera.  Luego ingresó al cine mexicano y tuvo que cantar rancheras como La malagueña, El pastor, Huapango torero, entre otras.  Las películas de pronto se volvieron del montón y poco faltó para que apareciera al lado de Santo el Enmascarado de Plata.

No recuerdo el año exacto, pero a finales de los cincuenta, llegó a Managua un tal Joselito de Oro, que al final de cuentas no supe si se trató del original o de cualquier imitador, pues conociendo la aversión de mi padre hacia el ruiseñor, no hice ni el intento de proponerle ir a verlo.

Los últimos éxitos del cantante que nos llegaron fueron Ese toro enamorado de la luna y Egoismo, en donde ya se mostraba mozalbete.  Después como por arte de magia se desapareció del mapa.  En ese momento entraron en escena Marisol, luego Pili y Mili, quienes se encargaron de borrar aquel entusiasmo que había motivado el pequeño ruiseñor.

En mi mente prácticamente desapareció, tanto el cantante y sus temas, como el recuerdo de mis vanos intentos de ser cantante.  Con el tiempo, en ciertas reuniones familiares, ya con algunos trancazos adentro, me aventaba a cantar Come un ragazzino, de Peppino Gagliardi, tema un tanto fácil y que a la media noche era difícil que alguien se pusiera con el oído crítico de la lora de mi tía Mélida.

Cuando regresé de México en los noventa, me sorprendía ver los coches del estilo Ben-Hur, desplazarse plácidamente por cualquier calle o rotonda de la capital y semejante paciencia me traía, es más todavía me trae a la mente a Joselito en un carromato cantando Doce cascabeles, muy quitado de la pena.

Hace algunos tres años, tuve la oportunidad de ver un programa español en donde presentaron a Joselito a sus 67 años, contando parte de su azarosa vida.  Según la crónica presentada, su verdadero nombre es José Jiménez Fernández y nació en 1943, de tal manera que el pequeño ruiseñor contaba, cuando salió en 1956, con trece años, sin embargo, con su tamaño lo hacían pasar como de siete.  Las historias que después de tanto tiempo vine a conocer van desde un intento de suicidio hasta su viaje a Angola, en donde estuvo ocho años con un grupo de cazadores, según él, pero que en España se manejó que se había convertido en un mercenario peleando en ese país africano.  Tuvo la oportunidad de cantar un tema flamenco y a pesar de que su voz distaba mucho de aquel delicado trino, todavía se nota que domina la técnica y lo hizo muy bien.

Ya son casi 57 años desde la ocasión en que el pequeño ruiseñor nos deleitó con aquella maravillosa voz y me motivó para soñar que yo también podía ser cantante.  A estas alturas del partido, ya estoy completamente consciente de mis limitantes en ese campo, aunque todavía, de vez en cuando, trancazos más o trancazos menos adentro, me lanzo Come un ragazzino.  De las canciones del ruiseñor, tan sólo me queda una línea que me viene a la mente cuando veo mi rostro en el espejo:  ¿Dónde estará mi vida?

 

 

JOSELITO.  Foto tomada de Internet

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No hay cochón torcido

Camiseta gay. Foto tomada de Internet

Hace algunos días miré en Facebook un estado que me hizo reír porque contenía un refrán muy nicaragüense, que tenía un buen rato de no escuchar.  Decía: “No hay cochón torcido.  La selección nacional de X país, va al mundial de futbol”.  No voy a mencionar el nombre del país porque además de homófobo me tacharían de xenófobo.

Lo más interesante de este refrán, si es posible catalogarlo en esta categoría, lo cual sería competencia de la paremiología, es que desde mi punto de vista no tiene, para nada, un sentido homofóbico.

Para todos aquellos que no están familiarizados con el vocabulario del siglo XX, “cochón” era el vocablo que popularmente se utilizaba para designar a un homosexual, de manera general, sin entrar en consideraciones específicas respecto a si era “activo”, “pasivo” o cualquier rango entre esos dos extremos, que son temas para profundos análisis antropológicos. Para mayores detalles del origen de este vocablo, pueden consultar el post El nicaragüense y el diminutivo.  Por otra parte, “torcido” en el habla nicaragüese tiene la acepción de tener mala suerte.  De esta forma, el refrán significaba, en un tiempo en que las ciencias estadísticas no tenían el peso que ahora tienen y tratando de ser un poco políticamente correcto, que la suerte sonreía a los miembros de la comunidad gay o más bien, que los hombres que tenían preferencias sexuales no ortodoxas, no tenían mala suerte.

Aquí podría suscitarse una seria y prolongada discusión acerca del significado o alcances de la suerte, no obstante, podría interpretarse como que si los miembros de esa comunidad no se enfrentaban a eventos negativos cuya probabilidad estadística de ocurrencia era relativamente baja.  Aunque su verdadero sentido era que estos sujetos, eran favorecidos por eventos positivos con la misma baja probabilidad de ocurrencia.  Desde luego, estos eventos se mueven en un rango por demás amplio que puede ir desde sacarse la lotería, obtener un empleo muy bien remunerado, ser exitoso en los negocios o en la política, hasta no llegar a ser discriminado por sus preferencias.

Tal vez, al momento de ser inventado, sería tal vez a finales del siglo XIX o en los albores del siglo XX,  el refrán se basó en la repetida ocurrencia de eventos en donde esta comunidad salió favorecida y por lo tanto, la expresión refleja la condición de no ser torcidos.  Sin embargo, con el tiempo, el refrán comenzó a utilizarse como una expresión de envidia ante la buena suerte de algún individuo no necesariamente homosexual.  Así pues, si cierto amigo, conocido o compañero de trabajo, con el cual hubiera cierta familiaridad como para jugarle una broma, ante la ocurrencia de un evento de suerte, era muy usual que se exclamara: “No hay cochón torcido”.  Algunos se enojaban, otros lo tomaban por el lado amable y apechugaban y otros más ingeniosos se apegaban a la condición de que la excepción confirma la regla.

Cabe aclarar que el refrán era aplicado exclusivamente a los varones y nunca se hacía extensivo a una fémina.  No era ningún tipo de discriminación de género, sino que la homosexualidad entre mujeres era tratada de manera diferente y la etiqueta no se endosaba de gratis como ocurría en muchos casos entre los varones.  Sin embargo, en ciertos ámbitos, el refrán se complementa de esta manera: “No hay cochón torcido, ni puta que se vista mal”, aunque pareciera que este agregado obedecía a un intento por reforzar al refrán y no necesariamente que tuviera sentido.

Con una visión un tanto objetiva sobre el asunto, podría afirmarse que la mayoría de los integrantes de la comunidad gay guardan ciertas características que pudieran constituir un factor determinante en el éxito que pueden alcanzar en diferentes ámbitos.  Se decía en esa época que un homosexual tenía la fuerza de un hombre y la maldad de una mujer, afirmación, obviamente, con una alta dosis de sexismo.  Sin embargo, podría afirmarse que esa dualidad de características masculinas y femeninas en los gay, constituye un elemento que indudablemente les otorga ciertas ventajas competitivas.  Al asignarle una enorme importancia a su presentación personal, desde la pulcritud, el buen gusto para vestir y su impecable arreglo personal, cubren uno de los principales requerimientos en los puestos que tienen que ver con la interacción con el público.  De la misma forma pueden manejar un trato exquisito, lo que los hace ideales en el manejo de las relacionas públicas.  La dimensión de su lado femenino hace que tengan una mayor sensibilidad para el manejo de ciertas situaciones, lo cual los empuja hacia funciones de carácter gerencial.  Por otra parte, muestran una increíble sagacidad que les permite contonearse en los pantanosos terrenos de las intrigas.

La década de los ochenta, definitivamente vino a trastocar la validez que pudo haber tenido este refrán, con la aparición del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), que vino a diezmar a la comunidad gay, en un inicio debido a la ignorancia sobre este virus y sus efectos y luego sobre el extremo optimismo al no aceptar que era algo que podía sucederles y aunque los sobrevivientes se volvieron más suertudos, en el ánimo popular, el refrán cayó en el desencanto.

Para acabarla de rematar, en los noventa empezó a campear por todos los medios de comunicación el movimiento de lo políticamente correcto, tratando de quitarle al lenguaje su función descriptiva y endosándole la culpabilidad de generador de realidades.  En mi caso particular, en donde a pesar de lo guapo que soy, mi nariz está diseñada para la época del Imperio Romano, en donde era una característica de los poderosos, sin embargo, en los tiempos actuales se antoja un tanto sobre dimensionada, lo cual siempre me ha provocado el endoso del mote de “narizón” o “narigón” en el caso de los castizos.  En un inicio, lo anterior me molestaba mucho, sin embargo, con el tiempo aprendí de los ortopedistas y me llegó a valer vértebra.  Sin embargo, cuando llegó lo de lo políticamente correcto le pedí “raid” al movimiento y empecé a describir mi nariz como “aguileña imperial” y de esta manera, la incluía en las señas personales o afiliación que me requerían en ciertos trámites.  Pero pensándolo bien, la forma en que describa mi nariz, por más eufemismos que pueda usar, no va a cambiar su tamaño, a menos que me la recorte (la nariz).  Así pues, lo más recomendable en estos casos, es seguir las indicaciones de los ortopedistas.

Ahora que vivimos los nuevos tiempos del siglo XXI, las cosas han cambiado mucho.  El mundo ha cambiado de manera vertiginosa y la tolerancia es la divisa más generalizada y en el caso de la homosexualidad, el propio Papa Francisco expresó claramente: ¿Quién soy yo para juzgarlos?

En general, la sociedad nicaragüense ha evolucionado hacia una posición relativamente tolerante sobre el tema que nos ocupa y esa práctica u orientación ya no es un estigma, tal como en alguna ocasión pudieron haberla calificado y parece privar la máxima de que cada quien puede hacer de su fondillo un barrilete o un membranófono ( tambor, tamboril, bombo o redoble).  No existe discriminación marcada hacia esta comunidad, aunque todavía hace falta mucho para que puedan adoptarse libertades ya practicadas en muchos países como lo es el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Este nuevo entorno social ha hecho que el citado refrán se encuentre en la categoría de amenazado o en peligro de extinción, aunque la validez del mismo, sería objeto de un serio análisis para determinar la propensión al éxito o a ser favorecidos por el destino, de parte de la comunidad gay.  Pareciera ser que en términos generales, la sonrisa de la fortuna se inclina más hacia ciertas afiliaciones, no necesariamente relacionadas con la orientación sexual.  Y a propósito de camisetas, están muy de moda unas que tienen la leyenda:  “Yo no escogí ser gay, simplemente tuve suerte”.

Así pues, si serán torcidos o no, vaya usted a saber, lo cierto es que son felices.

 

 

 

 

 

 

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