Archivo mensual: junio 2012

Día del padre

El sueño del héroe es ser grande en todas partes y pequeño al lado de su padre. Víctor Hugo.

Cuando yo era un niño no había día del padre.  El 30 de mayo, saturado con el tema Cariño Verdad de los Churumbeles de España,  absorbía toda la emotividad del pueblo nicaragüense, que una vez al año brotaba a raudales reconociendo el preciado tesoro que es la madre, símbolo del amor y la abnegación.   Los padres en realidad no necesitaban de un día especial que reconociera su papel dentro de la familia, porque de manera tácita, en los trescientos sesenta y cuatro días restantes era el rey de la casa, era quien proveía el sustento, daba protección y por lo tanto era el merecedor de todo el respeto y consideración en el hogar.  El día de la madre era, visto de esta manera, como para taparle un tanto el ojo al macho, remarcando esta situación con el tipo de regalos que se ofrecía a la reina del hogar: planchas, lavadoras, cocinas, máquinas de coser, licuadoras.

Independientemente de la responsabilidad con que asumía su papel, el padre tenía todas las prerrogativas en su casa, en pocas palabras, se hacía lo que él consideraba que debía hacerse.   En aquel tiempo, mi abuelo era la cabeza y líder de la familia y mi abuela  tenía que adivinar sus deseos para estar pronta a servirlo y no me imagino a ninguno de los dos interactuando en un día del padre.

Por otra parte, el machismo imperante no podía permitir que el varón se involucrara, como objeto de celebración, en el frívolo sentimentalismo de un evento como la del día de la madre.  Así pues, con el 30 de mayo bastaba y sobraba.

Mi abuelo murió a inicios de los sesenta y nunca llegó a conocer lo que era una celebración del día del padre.  No supo que para esas fechas un grupo de comerciantes de Managua se reunió para analizar la posibilidad de multiplicar sus ventas con un evento equivalente al día de la madre, a través de la figura del padre.  En virtud de no existir una relación cordial entre los comerciantes y el gobierno de Luis Somoza, como para pedirle que oficializara dicha celebración a través de un decreto, como después lo haría Lyndon B. Johnson en los Estados Unidos, por lo tanto lo instauraron de facto o mejor dicho de a wilson.  Cabe decir que al inicio no hubo una respuesta positiva de parte de los nicaragüenses que no salían de su asombro con la designación de parte de los comerciantes de Managua del 23 de junio como día del padre.  Es la fecha y nadie sabe el por qué se escogió esa fecha.  En esa época la sociedad nicaragüense se movía en forma muy independiente de lo que ocurría en otros países, en especial en los Estados Unidos, de tal forma que no había reparado en que en ese país, el día del padre se celebraba de manera informal desde inicios del siglo XX, de la misma forma que en Nicaragua en ese tiempo les valentín el día de San Valentín, lo mismo que el Halloween.

Durante el resto de la década de los sesenta, el comercio y sus campañas publicitarias se encargaron de promover, cada vez más intensamente el día del padre, aunque sin provocar mucho entusiasmo en la población. La verdad era que no se concebía una serenata para el padre, tampoco un ramo de flores para él, es más, ni siquiera había una canción que hablara del cariño hacia el padre.  En nuestra casa no fue sino hasta en 1969 que nos trasladamos a Managua que empezamos poco a poco a celebrar ese día, con las limitaciones del caso, pues a diferencia del 30 de mayo en donde había asueto en todo el sistema educativo y en algunos centros de trabajo, el 23 de junio se trabajaba como cualquier otro día.

El día del padre que se me quedó grabado para toda la vida fue el de 1973, cuando yo había ingresado a trabajar por primera vez y fue en el Banco Nacional de Nicaragua a inicios del mes de junio.  Por esas fechas se dio la mala suerte que dos llantas de la camioneta de mi padre se reventaron sin lugar a reparación, siendo esa época muy difícil pues a seis meses del terremoto la situación económica de la familia no lograba estabilizarse.  Al recibir mi primer pago, fui con el dinero ante mi padre y le manifesté que como regalo del día del padre le compraría las llantas nuevas.  El se emocionó mucho y aceptó ese regalo, aunque no pude decirle que aunque no hubiese sido el día del padre, lo hubiera hecho como un reconocimiento a todo el apoyo que con todo cariño me había brindado toda la vida y más que nada, por la confianza que sin límites me tuvo siempre.  No obstante, en ese momento mi padre se dio cuenta que yo ya era un hombre y a partir de entonces, cada domingo que él acompañaba su comida con un cóctel, siempre había uno igual para mi.

Años más tarde, en 1979 para ser más precisos, un sábado a finales de junio acompañé a mi padre a llevar a mi hermana a Managua, pues la embajada de México en Nicaragua ofreció llevarla a ese país.  Quien se encargaría de la logística de salida  fue la Embajadade USA, así que sorteando retenes y tranques la llevamos hasta la residencia de la misma, en la casona de la colina enfrente de Las Piedrecitas.  Al regreso venía manejando por el rumbo de Pacaya cuando en el radio alguien dijo que era 23 de junio, como en esos días no sabíamos en qué fecha estábamos, simplemente le dije: ¡Ah, felicidades, pues!

Conforme pasó el tiempo, el día del padre fue siendo aceptado de manera paulatina, a medida de que el hombre se fue despojando de aquella corona que lo entronizaba como el amo y señor del hogar.  De cualquier forma, nunca ha llegado a alcanzar el nivel de participación y emotividad que tiene el día de la madre.

Fue una sensación muy especial el jugar un doble papel en el día del padre, el de hijo que reconocía todo el esfuerzo de su padre, así como su claro ejemplo de dedicación al trabajo, por un lado y el de padre, recibiendo las primeras manifestaciones de mis hijos, primero a través de un simple abrazo y un beso, luego con las manualidades que hacían en la escuela y después con un regalo comprado con grandes esfuerzos de ahorro.

Cuando mi padre falleció, me dolió mucho pues sentí que su partida era prematura y todavía había mucho que conversar entre nosotros, sin embargo, con el tiempo llegué a entender que esa es la ley de la vida y llegué a resignarme a que en los sucesivos días del padre, él sería tan solo un grato recuerdo.

Este día del padre será el primero que no estará con nosotros mi hijo Rodrigo.  Su partida fue más dolorosa aún y será mucho más doloroso recordar todo el cariño que le imprimía al día del padre, pues siempre venía a verme con un regalo en la mano y mejor que eso, un fuerte abrazo y un beso.  Voy a extrañar el cariño con que me decía: Felicidades Jefe.  Tendré que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobrellevar esa situación, tratando de entender las aberraciones que tiene el destino.

Sin embargo, lo que me costará más trabajo será enfrentarme a sus dos pequeñas hijas, que seguramente en esa fecha cuando las lleve al cementerio a visitar a Rodrigo, volverán a insistir que no quieren a su papá en el cielo, sino junto a ellas.  He tratado de suplir parcialmente el papel de mi hijo, dándoles todo el cariño que su padre no podrá darles, pero no podré contestarles muchas preguntas y tendré que pasar por ignorante, antes de recurrir a esas tomaduras de pelo que se acostumbran en estas circunstancias.

De cualquier forma, en este día es digno, justo y necesario hacer un brindis (o los que sean necesarios) por el padre, esa figura esencial, que con su fuerza, determinación y ejemplo, nos hizo siempre sentirnos pequeños a su lado, no importa cuán héroes fuésemos en otra parte.

 

 

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La conocí un domingo

Parece mentira que son ya casi cincuenta años desde que una baladita empezó a escucharse por toda Nicaragua.  Con una simplicidad sorprendente, tanto en la melodía como en la letra.  El tema que llevaba por nombre Celia se convirtió de la noche a la mañana en una favorita de la audiencia nacional.  Su autor e intérprete era un argentino, hasta esa fecha desconocido y cuyo nombre costaba un poco asimilarse pues en ese tiempo nadie sabía que Leo Dan era una contracción de Leopoldo Dante Tévez.

Sería tal vez que estábamos en la pre adolescencia que la sencillez de la balada hizo que fuera tan pegajosa como aquellos papeles matamoscas.  En realidad la cantábamos sin ponerle mucho cuidado a la letra que ahora, después de tanto tiempo, corre el riesgo de ser considerada de una extrema insulsez.  No reparábamos en eso de: La conocí un domingo, hablamos de pasear (debido a la pronunciación del pibe, se llegaba a confundir con pasión, algo tal vez más emocionante) le pregunté su nombre y muchas cosas más; el lunes fue un fracaso, no vino ya lo sé, porque al otro domingo, de nuevo la encontré.  Aquella extrema inocencia que le llevó a cavilar hasta comprender que la muchacha solo llegaba a ese sitio los domingos.  Luego eso de entrar juntos a la iglesia para que Dios desde el altar los bendijera remataba el candor de la balada que ni siquiera llegaba a los dos minutos de duración.  Sin embargo, aquella exaltación precoz de la inocencia cautivó al público nicaragüense y la colocó casi de inmediato en los primeros lugares del hit parade local.

Muy poco tiempo después apareció en escena el tema Fanny, que con un corte musical muy parecido al de Celia, logró también ubicarse en los primeros lugares de preferencia del público.  Un poco más extensa, pues duraba dos minutos con cuarenta y seis, incluyendo ya un intermedio de violines y acordeón, regresando a la repetición de las estrofas iniciales.  La letra continuaba siendo de una enorme simplicidad: estas son cosas que pasan y es el tiempo quien después dirá o bien  tu “fuite” buena al pensar que yo a ti te amaba ya.  Sin embargo, un par de estrofas caían en una profundidad oceánica:  el mundo gira y gira y cuando gira es chico, quizás nos encontramos, entonces tu sabrás la vida es un sueño en donde al despertar te encuentras el final y el comienzo para amar, reflexión que ni siquiera don Pedro Calderón dela Barca pudiera haber soñado.  A pesar de todo, arrastrados por la pegajosa melodía, la cantábamos una y otra vez.

Los siguientes temas tuvieron un éxito asegurado pues ya toda la audiencia esperaba ansiosamente la producción del cantautor argentino, así pues llegaron baladas un tanto mejor elaboradas y con letras más consistentes, así fue que Marisa, Cómo te extraño mi amor, Te he prometido, Pero Raquel, Susana Llámame, Tu llegaste cuando menos te esperaba, Pareces una nena, Por un caminito, Siempre estoy pensando en ella, Cómo saber si te amo, Qué tiene la niña.  Este último tema, a pesar que una de las películas en que aparece el cantautor muestra a la tal niña bastante crecidita, en cierto momento se dijo que esa canción era de las favoritas del recordado Marcial Maciel Degollado.

Al desconocerse en el pueblo que el cantautor era oriundo de la provincia de Santiago del Estero, cuya capital es la ciudad del mismo nombre, al escuchar el tema Santiago Querido, muchos malpensados empezaron con un:  Eeeejjjjj, Uhhhhhh, hasta que alguien con un poco más de alcance explicaba que a lo mejor Leo Dan se refería a Santiago, Chile.  Ahhhhh.

Cuando a finales de los sesenta Leo Dan se trasladó a España, se observó un cambio en su música y prueba de esto es el gran éxito Mary es mi amor, que vino a consolidar la carrera del cantautor.  Con el camino bastante allanado por Leo Dan en los sesenta incursionan en Latinoamérica otros tres grandes cantautores argentinos: Palito Ortega, Sandro y Leonardo Favio.  Este último en un tema llamado Ding Dong, son las cosas del amor que canta con Carola, hay una parte hablada en donde él le pregunta sobre sus gustos musicales y ella le responde que le gustan Vivaldi, Bach, entonces Favio le dice que la verdad a él quien le gusta es Leo Dan, a lo que Carola le responde que a ella también y así rematan la canción.

En los años setenta Leo Dan se fue a vivir a México, en donde logró labrarse una enorme carrera musical, componiendo una gran cantidad de temas al estilo ranchero.  También logró “traducir” hacia ese género la mayoría de sus éxitos tradicionales.  Aquí debo decir que a mí en lo particular, no me gusta escuchar esos temas del inicio de su carrera con mariachi, aunque como dicen, en gustos se rompen sacos.   Tal vez habría dos temas que necesariamente deben escucharse con mariachi y son Esa pared y Toquen mariachis canten.

En la década de los ochenta regresa a su natal Argentina en donde incursiona en la política y se lanza como candidato de gobernador de su provincia de Santiago del Estero, en donde a pesar de cantarle a los votantes: “No podrás ser feliz con ningún otro” no logra alcanzar la victoria en las urnas.   Así que sin obstinación alguna, regresa al mundo de la música en donde a la fecha continúa, apoyando recientemente la carrera musical de su hija.

Este año Leo Dan llegó a los setenta años y tiene una envidiable carrera, con 2,037 canciones compuestas, la participación en cuatro películas, la publicación de dos libros y una considerable colección de premios y reconocimientos.  Sin embargo, lo más importante es el cariño que ha cultivado de parte de los aficionados a su música, que tal vez no tendrá la fuerza de los temas de Leonardo Favio, el dramatismo de las interpretaciones de Sandro o la jovialidad de las canciones de Palito Ortega, sin embargo, aquella sencillez de sus primeras canciones se quedó incrustada en el corazón de muchos jóvenes.  De tal forma que no es remoto observar que cuando se escuche en el radio una voz que de manera timorata exclama: “La conocí un domingo…” muchos harán a un lado lo postergable y dedicarán ese instante, de menos de dos minutos para viajar en el tiempo y volver a sentir aquella dulce sensación cuando sus pasos eran ligeros, su corazón estaba ileso y las ilusiones no cabían sus bolsillos.

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Hasta la última gota de mi sangre

Cuando alguien es tan dichoso de tener más de un hijo, dentro de la larga lista de compromisos que adquiere con ellos, está uno, no menos importante que el resto y es que hay que quererlos a todos por igual.  Sin embargo, por más que nos esforcemos en distribuir equitativamente el cariño, resulta que cada hijo es tan diferente al otro, que el amor, como la luz cuando atraviesa un prisma, se refracta de manera tan variada y al final pareciera que se les quiere con diferente intensidad.

La vida me regaló tres hijos y juro que he puesto mi mejor empeño para quererlos, no solo con toda el alma, sino asegurándome que cada uno recibiera una porción igual de mi amor.  No obstante, la vida misma se ha encargado de mover el prisma de tal suerte que uno de ellos pareciera haber acaparado mi cariño; pero insisto, no es cierto, puede tratarse de una ilusión óptica, de un error de apreciación, el caso es que, contrario a lo que se pueda decir, los quiero a todos por igual.

Lo que sucede es que con uno de ellos, por azares del destino, viví una experiencia que vino a cambiar radicalmente nuestras vidas.  De repente, me encontré en el papel del buen pastor, cuando el lobo caminaba directamente hacia mi hijo y tuve que interponerme en su camino, mirarle a los ojos sin el menor asomo de miedo y mostrarle los dientes.

Fue en 1982 y vivíamos en México.  De pronto nuestro segundo hijo, Orlando Emilio, de cinco años, el primer varón después de Cecilia María, la primogénita, empezó a apagarse poco a poco.  Después de ser un niño normal, con las enfermedades que usualmente padecen los infantes para intranquilidad de los padres y para tranquilidad de los pediatras, había empezado a mostrar ciertos síntomas que lo único que auguraban era un tortuoso camino.  Dejó de crecer, matando así mis sueños de que sería un gigante campeón de atletismo; perdió peso y color y la falta de hierro empezó a minar su ánimo.  En compañía de Cecilia, su madre, quien siempre ha defendido a sus hijos como una leona, asistió sistemáticamente, por varios años, al servicio de nefrología del Hospital Infantil de México; sin embargo, de repente los médicos, como baldes de agua fría, nos fueron dejando caer una serie de noticias que nos condujeron del miedo al terror.  En primer lugar nos informaron que nuestros hijos varones, Orlando y Rodrigo, padecían el síndrome de Alport, que entre otras cosas conducía inexorablemente a la insuficiencia renal; luego nos dimos cuenta que Orlando había nacido con un solo riñón, el cual estaba colapsando por la insuficiencia y que la única alternativa para salvarle la vida era un trasplante de ese órgano.

Todos sin excepción pensamos que la madre sería la candidata ideal para donar el riñón que necesitaba el niño.  No obstante, después de realizarse las pruebas preliminares, obligatorias para ambos padres, la nefróloga a cargo del caso nos llamó a su consultorio.  Yo fui con la clara expectativa de que nos confirmarían que Cecilia sería la donadora, sin embargo, cuál no sería mi sorpresa  cuando nos informó que yo sería el donante.  Me quedé de una sola pieza, pues nunca había contemplado esa alternativa.  Cecilia también se quedó atónita y no menos el resto de la familia.  Tal vez todos partíamos en nuestro razonamiento que Orlando no se parecía en nada a mí, es más, ni siquiera había heredado mi nariz aguileña imperial, sino que la suya parecía dibujada.  Sin embargo, en las pruebas de compatibilidad resultó que el índice era casi de uno a uno, es decir, histológicamente, más que mi hijo parecía mi clon.

Lo primero que hice al saber que yo sería el donador fue una promesa a mí mismo de que no importaba lo que pudiera pasar, yo lucharía con todas mis fuerzas e incluso con la vida misma para que ese trasplante se realizara y por nada del mundo, daría marcha atrás.  Lo anterior, por los innumerables casos registrados de padres de familia, muy machos todos, que a la hora de las piedras pómez ponían pies en polvorosa.  Así fue que los primeros meses de 1987 fueron intensos en cuanto a pruebas de todo tipo, algunas dolorosas, otras incómodas, sin embargo, nada nos detenía, pues nuestra lucha era para que Orlando llegara lo más pronto al trasplante, sin ingresar previamente a la hemodiálisis.   Cecilia por su parte luchaba con todas sus fuerzas para que todo marchara conforme a nuestros planes y que nuestro hijo estuviera en las mejores condiciones para la operación.  Yo por mi parte bajé más de 20 libras y me hice vegetariano.

Por fin, el martes 2 de junio de 1987, muy temprano por la mañana nos ingresaron a los quirófanos del Hospital Infantil de México, para una operación que tenía un tiempo estimado de tres horas.  Sin presumir de valiente debo decir que iba sin una gota de miedo, en primer lugar porque ya me había preparado mentalmente para todo, en segundo lugar porque era una oportunidad de oro para Orlando y en tercer lugar porque estaba involucrado un equipo médico de lujo: el Dr. Gustavo Gordillo Paniagua, el Dr. Ricardo Muñoz Arizpe y la Dra. Alejandra Mora, nefrólogos de primera línea a nivel nacional, con la participación de los Dres. Valdés y Pedraza, cirujanos de trasplante de enorme experiencia.

Desperté seis horas y media más tarde cuando la Dra. Mora me empezó a hablar y lo primero que dijo fue: -Orlandito está perfectamente bien, ya orinó y parece que el trasplante fue todo un éxito, su esposa lo está acompañando.  Respiré tranquilo y le pedí que llamaran a mi madre para que ingresara a la sala y estando ella ahí, lo único que pude hacer fue estrecharle fuertemente la mano.  Luego me llevaron a una incómoda habitación en donde me recuperaría y en donde me di cuenta que la operación se había demorado tanto porque yo tenía tres arterias en mi riñón y por su tamaño, para sacarlo sin dañarlo, tuvieron que serrucharme una costilla y hacer circo, maroma y teatro.  En ocasiones anteriores me habían serruchado el piso, pero eso era otra cosa.  Toda la piel en el costado izquierdo estaba insensible, sin embargo, el dolor que sentía al interior era insoportable, amortiguado tan solo por la idea que Orlando estaba bien.  Después me enteré que el médico encargado de mi seguimiento postoperatorio, pediatra como todo el equipo, me había dado una dosis de analgésico para un niño de 12 años.  Cuando pude caminar, me escabullí a la sala donde se recuperaba Orlando,  me acerqué y lo encontré dormido, sin embargo lo abracé y lo besé.

Afortunadamente todo marchó bien en un inicio, así que todavía con un intenso dolor fui dado de alta y un par de días más tarde Orlando llegó a la casa.  Empezaba a mostrar el síndrome de Chushing, como reacción a la prednisona, desarrollando unos cachetes descomunales.  Al día siguiente empezó a mostrar fiebre e inmediatamente pensamos que podría ser un rechazo del riñón, por lo que lo llevamos inmediatamente de regreso al hospital.  Después de varios exámenes los nefrólogos determinaron que se trataba de una reacción alérgica a la Ciclosporina A, un inmunosupresor, carísimo por cierto, que los laboratorios Sandoz se habían encargado de imponer en los protocolos de tratamiento post trasplante renal.  Podría decir, sin temor a equivocarme, que esa reacción alérgica le salvó la vida a mi hijo.  La decisión de parte de los nefrólogos fue retirarle la Ciclosporina A y manejarlo solo con prednisona y azatioprina, lo que según ellos constituía un enorme riesgo.  Con el tiempo llegamos a observar que el inmunosupresor de Sandoz, además de causar estragos en el organismo de los pacientes, era nefrotóxico y eventualmente provocaba graves trastornos renales que a la larga terminaban con la vida de los trasplantados.

Después de ese episodio Orlando evolucionó satisfactoriamente y en breve pudo integrarse a su vida normal, aunque por un buen rato utilizó cubrebocas para su protección.  Al consultarle a un médico sobre su incorporación a la escuela, de manera un tanto escéptica respondió que podría hacerlo, aunque los trasplantados cuando mucho terminaban la primaria y que lo más recomendable era que mejor aprendiera un oficio.  A pesar de lo anterior, nuestro hijo con gran entusiasmo regresó a su escuela primaria y logró finalizarla sin problema alguno.  Se convirtió en mi compañero de ejercicios, pues como él debía hacerlo periódicamente, me acompañaba a correr y así compartimos la sin igual experiencia de tener el Autódromo de la Ciudad de México, muy cercano a nuestra casa, casi de manera exclusiva para nosotros en las frías madrugadas.

Recién pasado el trasplante, Orlando sintió una enorme necesidad de expresar todo lo que había significado esa aventura para él y dibujó docenas de postales en las cuales plasmaba su felicidad por tener un nuevo riñón y todo lo que significaba su nueva vida para él.

Con el tiempo, Orlando dejó el cubrebocas y el síndrome de Cushing fue cediendo poco a poco.  Era impresionante cómo se cuidaba con extrema responsabilidad, en especial en lo relativo a la alimentación.  Con los niveles de hierro en la sangre en cifras normales, tuvo energías para continuar sus estudios en un instituto en donde los docentes supieron comprender su situación y sin problemas cursó sus estudios secundarios.  La prednisona esta vez no le produjo la reacción psicótica que le había producido una vez, antes del trasplante, pero le impidió el crecimiento en los últimos años en que tuvo la oportunidad de hacerlo.  Aunque lo ingresaron en un programa especial para tratar de que ganara unos centímetros, lo más que logró alcanzar fueron cinco pies, un poco menos de un metro cincuenta.

Por mi parte, después de algunos meses desapareció el dolor y prácticamente no sentía nada diferente en mi interior.  -Cuídese mucho, me advirtieron los nefrólogos, -que usted camina sin llanta de repuesto.  Seguí con una dieta vegetariana y por mucho tiempo me mantuve en mi peso ideal.  Una vez que terminó de cicatrizar la herida de cerca de 12 pulgadas, visible solo con la ayuda de un espejo, no volví a verla nunca más.  De la misma manera, después que envié las cuentas del costo del trasplante a Hacienda, para fines del Impuesto sobre la Renta, en la familia nunca volvimos a hablar del costo de mismo, mucho menos de los tratamientos posteriores.  Trabajamos duro para que el dinero alcanzara y eso bastaba.

Por su parte Cecilia seguía acompañando a Orlando en todo su seguimiento médico e ingresó en la asociación de padres de niños enfermos para ayudar a otros niños que sufrían el flagelo de la insuficiencia renal y ofrecerles alternativas para sus costosos tratamientos, así como asesoría para manejar de la mejor manera su situación, pues ella logró dominar los intrincados detalles de la nefrología y podría apostar que sabe más que un R-1.

En 1994, después de evaluar la posibilidad de dar seguimiento localmente a nuestros hijos, regresamos a Nicaragua, en donde Orlando ingresó a la universidad a estudiar administración de empresas.  Logró culminar su carrera satisfactoriamente y en la defensa de su tesis obtuvo la calificación de 100.  Luego cursó una maestría en administración de pequeñas empresas y finalmente la maestría en administración de empresas que el Tecnológico de Monterrey impartió con una universidad local.  Cada vez que orgullosamente me mostraba los diplomas obtenidos, agregaba: -Pinche doctorcito y su primaria.

Hoy se cumple un aniversario más desde que la vida me ofreció la oportunidad de darle a mi hijo un pedazo de mí y con ello una nueva oportunidad de vida.  Orlando está bien, tocando madera, pues cuando el destino se muestra tan traicionero, obligadamente se vuelve uno supersticioso.  Su índice de creatinina es mejor que el mío, será tal vez que ese órgano trabaja mejor en un Picanto que en un Kenworth.  Seguramente su caso causaría un enorme revuelo entre los asistentes a los congresos de nefrología y una bofetada para los laboratorios farmacéuticos que los patrocinan.

No obstante, todo este tiempo no ha sido un lecho de rosas para Orlando.  La acción de la prednisona ha minado su cuerpo y sus huesos son débiles, ha acentuado su hipoacusia, además de haberle provocado cataratas en ambos ojos y en la operación de una de ellas, un oftalmólogo de pacotilla que se autodenomina el amo del laser, casi lo deja ciego.  Para él, cualquier fiebre es motivo de salir corriendo a un hospital, ni se diga de un ataque de vómito.  Una Navidad nos hizo sudar con un dengue.

No puede tener un sueño plácido, pues los medicamentos que ingiere le producen horribles pesadillas y le toma un buen tiempo después de despertar, recobrar la calma.  Ha visto caer en la lucha a casi todos sus compañeros de infortunio que fueron trasplantados en el tiempo que estuvo asistiendo al hospital, sin embargo, el golpe más artero que tuvo que sufrir fue ver caer a su hermano Rodrigo.

En medio de todas las injusticias que le han llovido está la discriminación, pues no ha logrado conseguir un trabajo acorde a su preparación y capacidad, pues al no poder mentir en su información, las empresas consideran un riesgo contratar a un trasplantado.  El colmo es que la universidad en donde estudió su carrera y sus maestrías, “concursó” un puesto diseñado a la medida de sus capacidades, al cual Orlando aplicó y ni siquiera lo consideraron en la terna.

No obstante, Orlando nunca pierde el ánimo, siempre tiene a flor de piel el coraje de luchar y seguir siempre adelante.  Trabaja con una fuerza, una intensidad y una dedicación que de verdad lo envidio.  Se traza metas que en su mayoría va logrando una a una.  Es un guerrero nato y muchas veces a su lado me siento pequeño.

A pesar de todo lo anterior, vuelvo a jurar acá que mi amor por mis hijos es igual para cada uno de ellos.  Hoy, sin pensarlo dos veces, daría mi vida para que mi hijo Rodrigo volviera a este mundo y mi hija Cecilia María puede dar fe que ella está presente en cada momento de mi vida, en medio de mi inmenso cariño.

Esta no es una historia de heroísmo, es una historia de incansable lucha, de amor, compromiso y entrega, porque el papel de padre o madre no es simplemente traer un hijo al mundo, es estar presente en los momentos en que nos necesitan, sin necesidad de una plegaria.  Es tener la entereza para no poner a un hijo a prueba.  Es despojarse de la soberbia y no calibrar su fe en que se estará ahí.  Es tener la plena conciencia de que si las circunstancias lo demandan, por ellos hay que dar, si es preciso, hasta la última gota de sangre.

 

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