Tanto tiempo soñamos con vivir en el siglo XXI, que las postrimerías del siglo pasado estaban plagadas con esa etiqueta. Casi nadie en el mundo de los negocios se libraba de agregar a su nombre esos tres números romanos que venían a darle a todo un sentido de modernidad. Estéticas, cines, bares, restaurantes, boutiques, galerías, sastrerías, en fin, cada rama de las actividades económicas quería hacer sentir a sus clientes que ya el futuro estaba con ellos. No obstante, lo irónico es que ahora que ya tenemos los pies bien puestos en el siglo XXI (por lo menos los pies), no se diga en el tercer milenio, una tarea que nos ha venido a invadir es la de recordar, con una alta dosis de melancolía, las cosas que nos regresan al siglo pasado. Para no perder lo fashionista, los gurúes del ramo le endosan a esa actitud la clasificación de retro o mejor aún retro-chic.
Lo interesante es que no sólo la moda o las artes caen dentro de esa evocación, sino que también algunas costumbres de lo cotidiano que nos tocó vivir y nos entristece saber que aquellos dorados tiempos, al igual que las golondrinas que aprendieron nuestros nombres, no volverán.
Muchos jubilados que a mitad del siglo pasado eran vigorosos ejecutivos, aunque fuera de ventas, recuerdan, casi con lágrimas en los ojos, aquellos soleados sábados, cuando a las doce en punto, con la responsabilidad, puntualidad y entereza de un albañil, tiraban la cuchara y salían en grupo a cualquiera de las cantinas de moda de la ciudad capital. Ya sentados en torno de una mesa de cantina, sintiéndose un poco los seis bohemios del poema, llamaban a la mesera a quien le pedían una media botella de Flor de Caña. A pesar de que en sus expectativas estaba ponerse hasta el sereguete, generalmente se pedía de media en media, para aparentar cierta templanza, además que las bocas se ofrecían por cada media.
Para aquellos que no están al tanto del argot de aquella época, las bocas a las que me refiero no eran las de las meseras, aunque cabe aclarar que algunas de ellas se apegaban a la frase de Sucre Frech: “Todo tiro a home”. Las bocas eran platos de acompañamiento de las bebidas alcohólicas que variaban en una amplitud tremenda. En aquella época era de rigor que todo trago de licor fuera acompañado de su respectiva boca, ya fuera que se sirviera en alguna casa de habitación o bien en algún estanco, cantina o bar. Estos últimos basaban su prestigio en la calidad y cantidad de bocas ofrecidas y que iban incluidas en el precio del trago o botella. Generalmente se hablaba de “una media servida” cuando se quería expresar que el precio de una media botella del licor incluía dos botellas de gaseosa, hielo, un limón cortado en cuartos y generalmente uno o dos platos de bocas.
La primera inquietud que seguramente saldrá en este sentido es sobre el origen de esta costumbre, así como respecto al del vocablo. Sin lugar a dudas, la costumbre de servir un alimento de manera simultánea al licor nos llegó de la cultura española en donde se conoce a estos entremeses con el nombre de “tapas”. Al respecto, se pueden encontrar diversas versiones sobre dicho origen, sin embargo, la más comentada es aquella que cuenta que en una ocasión el rey Alfonso XIII, en un viaje entre Cádiz y Madrid, se detuvo en un mesón llamado Ventorrillo del Chato (nombre un tanto cuanto bandido), cerca de San Fernando, en donde pidió le sirvieran una copa de vino de Jerez. En virtud de que en ese momento se desató una polvareda al estilo de Leopoldo el de Peñaranda, el mesero de manera astuta corrió a tapar la copa del rey con una rebanada (loncha dicen los españoles) de jamón. Al momento de tomar su copa, el rey preguntó de qué se trataba la rebanada de jamón, ante lo cual, el mesero le explicó que era tan sólo una tapa para evitar que cayera polvo en la copa. El rey se comió el jamón, apuró el vino y pidió que le repitieran la dosis, pero con la tapa incluida. Dicen que de ahí nació la costumbre de tapar con algún alimento, las copas de vino de cualquier cliente, por plebeyo que fuera, con el fin de evitar que cayera cualquier partícula u objeto indeseado. Otros aseguran que debido a la gran variedad de elementos de la gastronomía española, surgió la costumbre de servir una especie de muestrario con cada uno de los platos que ofrecía cada local. Hay quienes porfían que se trató de una ordenanza real de proporcionar un poco de alimento al servir vino o bebidas espirituosas, con el fin de que los efectos del mismo no fueran tan contundentes. Lo cierto es que “tapear” todavía es una costumbre muy arraigada en España, es decir, en lugar de pedir un plato en toda su forma, se pide vino o licor acompañado de sus respectivas tapas. Esta costumbre llegó al nuevo mundo y se dispersó en muchos países, como por ejemplo en México en donde se le denomina “botanas”.
A Nicaragua también llegó esa costumbre española y se adoptó con el nombre de “bocas”, sin embargo nadie ha llegado a explicar dónde, cómo y cuándo se le dio vuelta al nombre. Lo extraño es que el vocablo “tapa”, además de referirse a la pieza que cierra por la parte superior cajas o recipientes, entre otros, también se utilizaba en el argot nicaragüense del siglo XX como sinónimo de “boca”, y de esta manera se escuchaba decir: -parece que no se lavó las tapas-, o bien como decía mi amigo el Gato Estrada cuando escuchaba un chisme grueso: – ¡qué tapas más aseadas! Una explicación lógica que se me ocurre es que alguien advirtió al servir una de estos entremeses, que era algo para “abrir boca” que es una expresión utilizada para denominar al licor o comida que sirve para despertar el apetito y de ahí se quedó simplemente en “bocas”.
Pues bien, las bocas fueron un elemento sine que non en la sana costumbre de echarse unos rielazos. Sin tratar de vulgarear a Maslow, en el nivel inferior de la respectiva pirámide se encontraban las denominadas bocas de sombrero, es decir que cuando la situación estaba arráncame la vida y no había para las bocas, ya en un nivel de bazookero, después del mecatazo no quedaba de otra más que soplarse con un sombrero, o bien como también se le llamaba apegándose al léxico beisbolero, tan en boga en el siglo XX, “beber a la mano pelada”.
Indudablemente, desde los estancos hasta las cantinas y bares exclusivos, las bocas eran de rigor y variaban de conformidad con la categoría del local. En los estancos o cantinas pequeñas, predominaban las bocas de frutas, también conocidas como bocas de pájaro o de sapindáceas, al referirse al mamón (sin agraviar a nadie) fruta preferida por su sabor agridulce o bien jocotes, mangos celeques, pitahaya, almendras, entre otros. Es obvio que los tragos de un córdoba o cincuenta centavos no dejaban margen para bocas de mayor envergadura. Un claro ejemplo en esta categoría fue la afamada cantina de la vieja Managua de Panchito Melodía que ofrecía como bocas frutas de la mejor calidad y bien presentadas, de tal manera que fueron bautizadas por los parroquianos, en su mayoría periodistas, con nombres de artistas de cine.
A medida que la cantina iba subiendo de categoría, ofrecía bocas un tanto más consistentes, en donde los frijoles constituían una de las mejores alternativas y se servían ya fuera en sopa, con crema o simplemente fritos acompañados con pedazos de tortilla. En un nivel un tanto más arriba estaban las cantinas como Noche Criolla, que ofrecían vísceras de toda índole, como riñones en salsa de tomate, titiles encebollados o en salsa, entre otros.
Cuando el local vendía por botella o media botella, ya las bocas cambiaban tanto en cantidad como en calidad. Se dice que quien instauró el concepto de una media servida fue una mujer llamada Ana Julia Carvajal que tenía una cantina por el rumbo del cine Rosario y que por su tapas tan aseadas le endosaron el remoquete de “La vieja maldita”.
También estaban las llamadas “bocas fingidas” las cuales consistían en hacer pasar por delikatesen a platillos completamente diferentes, como los “camarones” de cierta cantina que no eran otra cosa que gajos de mandarina, muy semejantes al molusco. Otra de estas bocas que causó estupor en la ciudad capital fueron unas costillitas en caldillo que ofrecía una señora a quien le decían Mama Sara y que al final resultaron ser de gato.
Un nivel especial lo ocupaban aquellas cantinas famosas por sus sopas, en donde aparentemente nadie pudo quitarle el título como la más emblemática a Chico Toval, cantina ubicada por el tope donde fenecía la Calle del Trebol.
Una categoría aparte la constituían los restaurantes chinos, que solían acompañar las cervezas y los tragos que servían, con una pequeña muestra de su menú, en especial el apetecido Chop Suey.
En un nivel superior se encontraban los bares o cantinas de postín que ya ofrecían bocas consistentes, generalmente incluyendo carne, en especial costillas. A reserva de lo que puedan recordar los sluggers de la época, destacaban el Gambrinus, el Zanzibar, el Almendariz, el Guayacán, el Chilamate, El Alamo, entre una gran variedad dentro de la cual podían escoger los capitalinos y cuya lista podría ser ampliada enormemente por los lectores.
Hay que aclarar que las delicias en las bocas ofrecidas en las cantinas no eran exclusivas para la ciudad capital, sino que en los departamentos también florecieron establecimientos que llegaron a convertirse en legendarias precisamente por la variedad y calidad de bocas ofrecidas.
En Jinotepe todavía se recuerda la afamada cantina Rancho Amalia, de don Gilberto González, mejor conocido como “Caremacho”, quien se esmeraba en manejar la calidad de su cantina a nivel de ISO 9000, con guaro y licores de la mejor calidad y bocas insuperables.
En la ciudad de León destacó el bar Mississippi, del famoso Félix Hernández “Cucaracha” que se daba el lujo de servir hasta 18 bocas diferentes sin repetir ninguna al cliente y en donde destacaba su insuperable sopa de frijoles.
En la ciudad de Rivas muchos recuerdan aún a doña Paula Pasos que se esmeraba en servir las más deliciosas bocas de la región, en especial una sopa de mondongo de antología.
En San Marcos, fue celebérrima la cantina Los besos brujos en donde doña Elsita servía unas bocas de chancho, en todas sus formas, que por mucho tiempo atrajo a gentes de todos los rincones de Nicaragua, no tanto por el destilado sino por las delicias gastronómicas.
Cabe decir que el terremoto de 1972 arrasó con la mayoría de los estancos, cantinas y bares de Managua y solo una proporción de las mismas renacieron como el ave Fénix ubicándose en lugares estratégicos, como por ejemplo la carretera a Masaya, como fue el caso de El Guayacán y El Alamo, famosos por sus costillas. Cobraron fama los centros cerveceros como el Topkapi y Los Paraguas el primero en el Camino de Oriente y el segundo en el Centro Comercial Nejapa en donde servían las cervezas bien frías con unas enchiladitas de lujo.
A la llegada de la década de los ochenta, las cosas cambiaron radicalmente pues si por una parte se derrocó a un régimen dictatorial que quería establecer y perpetuar un poder absoluto a largo plazo, logrando que el amanecer dejara de ser una tentación; por otra parte, la lucha frontal contra el enemigo de la humanidad trajo una escasez galopante, de tal manera que la forma de beber guaro cambió radicalmente, pues se empezó a tomar sin mezclador, pues con esa acción se estaba boicoteando a las aguas negras del imperialismo y en cuanto a las bocas, se descendió al nivel de las bocas de sombrero, pues ni siquiera fue posible el acceso al queso o las cuajadas de los ríos de leche y miel por el cobarde bloqueo del cual fue víctima el país.
En la década de los noventa, con el regreso del capitalismo salvaje, también regresó el modo tradicional de beber del nicaragüense, es decir con su mezclador y las bocas de rigor. Sin embargo, los nuevos negocios en el ramo de alimentos y bebidas replicaron ciertos usos y costumbres del ahora aliado estratégico del norte y si bien es cierto ya una media de ron se acompañaba de una amplia gama de mezcladores, además de suculentas entradas, lo cierto es que, vaya sorpresa, en la cuenta se incluía el detalle del costo de todos los mezcladores utilizados y en un rubro aparte se cobraban los platos de acompañamiento con los nombres más estrambóticos posibles, corriéndose con suerte si le ponían el hielo de cortesía.
Lo cierto es que con el pretexto de que los altos costos de operación de un negocio de esta naturaleza no dejaban margen para ofrecer de cortesía los mezcladores y las bocas, se vino a instaurar una nueva costumbre en la forma de beber que vino a relegar aquella noble modalidad de una media servida. La sirven, sí, pero cobran todo. Hasta el nombre de bocas ha pasado a la historia, pues aunque permanece el rigor de consumir alimentos con las bebidas, ahora se llaman “entradas”, “apetizers”, “aperitivos”, “entremeses”, entre otros.
De la misma forma, ha cambiado aquel concepto de “tragos platicados”, en donde se saboreaba además de un ron añejado lentamente con un sugerente sabor a turrón, mantequilla de almendras, miel y jerez (recórcholis, ni Carlitos se lo creyó), unas costillas de cerdo asadas a la mostaza y una profunda conversación sobre temas de moda. Asimismo, en el fondo se escuchaba una música de moda a un volumen a nivel medio en la roconola del establecimiento.
Ahora, los aficionados a los tragos, en primer lugar deben de alistar una buena cantidad de dinero para hacer frente al costo del licor, los mezcladores y las bocas, mas el IVA y la propina, lo cual es un duro golpe al bolsillo. Por otra parte, aquel placer de platicar los tragos, ahora es prácticamente imposible, pues la música de fondo, que ya no es de fondo, pues su volumen se eleva por encima de los 120 decibeles, no permite la conversación y se juega a escuchar y a hablar, cuando a pesar de los gritos, nadie entiende nada de los que se conversa, convirtiéndose aquello en algo kafkiano.
Lo cierto es que a pesar de todo, afortunadamente se mantiene la sana costumbre de echarse unos reatazos en forma, pues como bien dijo Rabelais: “Malos o buenos tiempos van y vienen, mientras chocamos los vasos y grandes jamones nos entretienen”. Así pues, hagamos un brindis, con bocas incluidas, por aquellos nobles cantineros y cantineras que hicieron de su oficio una noble misión, ofreciendo un buen licor y esmerándose en acompañarlo con las más deliciosas bocas de la historia.