Archivo mensual: May 2012

We don´t say goodbye

Definitivamente no creo en los horóscopos.  Se me hace difícil aceptar que 582 millones de personas compartan sus caracteres y su destino, conforme lo predice un pelafustán.  Conozco personas que comparten conmigo ese período zodiacal, muchos de ellos entrañables familiares y amigos, en quienes podría identificar algunas cualidades coincidentes conmigo, pero a la vez gente nefasta, que si yo tuviera un ápice de sus rasgos ya me hubiera hecho el Hara-Kiri.

Con mayor contundencia puede observarse lo anterior en el caso de las personas que nacen en la misma fecha y que es motivo para descripciones y predicciones más complejas de parte de los astrólogos.

En mi caso, la única situación que he logrado identificar es la de los gemelos Maurice y Robin Gibb.  Los tres nacimos un 22 de diciembre de 1949, con minutos de diferencia, justo cuando finalizaba el solsticio de invierno, ellos en la Islade Man en Inglaterra y yo en México, D.F.

Crecimos tal vez al mismo ritmo, aprendimos a caminar casi al mismo tiempo, llegamos a hablar casi a la misma edad y como todo niño fuimos a la escuela, jugamos, aprendimos, nos equivocamos y tantas cosas que van ocurriendo con la vida.  Sin embargo, de repente los hermanos Gibb empezaron a desarrollar un talento musical que solo en mis sueños podría yo alcanzar.   Junto a su hermano mayor Barry formaron uno de los grupos musicales más exitosos de la historia: Los Bee Gees.

Llegué a conocer a ese sensacional grupo en 1968, cuando ya vivía en Managua y disfrutaba de la sensación de libertad que significaba la vida universitaria.  Frente a la Casa Sengelmannen el propio centro de la capital, estaba un puesto que distribuía la revista mexicana Pop y que con mis hermanos empezamos a coleccionar, pues tenía noticias del mundo de la música y las letras de las canciones que más pegaban en la época.  Ahí se hablaba a menudo de los Bee Gees, sin embargo, en las radiodifusoras no acababa de aparecer su música.  Incluso se incluyó un reportaje sobre la boda de Maurice con la cantante Lulú, quien se había hecho famosa por su interpretación Al maestro con cariño, en la película del mismo nombre.   A las ondas hertzianas llegó primero la versión en español de Palabras con Johnny Dìnamo y los Leo.  De hecho la primera canción original de los Bee Gees que yo escuché en el radio fue I gotta get a message to you y meses después, ya entrado 1969, las radiodifusoras no paraban de tocar I started a joke y Massachussets.   Luego nos llegó To love somebody, aunque de más vieja producción, así como Melody Fair y First of May.   Luego disfrutamos How can you mend a broken Heart.

Después del terremoto de 1972 mi hermano Ovidio se apareció con un Long Play de los Bee Gees, el primero de ese grupo que se tuvo en la casa y era To whom it may concern, el cual hicimos sonar infinidad de veces, en especial los temas Run to me y I can bring love.

Cuando a mediados de los setenta los Bee Gees se trasladaron a Miami, ensayando un nuevo estilo, nos anticiparon lo que sería su música con dos éxitos Jive talking y Nights of Broadway.

El conjunto alcanzó la cúspide de su carrera con la banda sonora de la película “Fiebre del sábado por la noche”.  La combinación del film con la música de fondo produjo un efecto arrollador que se tradujo en ventas extraordinarias del álbum, las cuales alcanzaron 40 millones de copias, convirtiéndose en la banda sonora de mayor venta en toda la historia.  A nivel de éxitos sencillos también lograron colocar en los primeros lugares de las listas de popularidad en todo el mundo, los temas de la película, así como nuevas composiciones que interpretó el grupo o algunos artistas de la época como Ivon Elliman, Tavares, Samantha Sang, Frankie Valli, entre otros.

Creo que muchos conciudadanos guardan especiales recuerdos cuando escuchan, More than a woman, Emotions, If I can´t have you, Grease,  Too much heaven o How deep is your love.

Para junio de 1979, en plena insurrección, un canal de televisión se dedicó a trasmitir mañana, tarde y noche, tres videos, el de Rod Stewart interpretando Do ya think I´m sexy,  ABBA con su éxito Chiquitita y How can you mend a broken heart de Bee Gees.

De los ochenta en adelante prácticamente le perdí la pista a los Bee Gees, salvo tal vez el fugaz éxito alcanzado por su hermano Andy.  En ocasión de un cumpleaños, no recuerdo cuál, mi madre me envió de regalo un video con el concierto “One night only”, que el grupo había realizado en Las Vegas en 1997.  También me hizo llegar un video en donde Celine Dion interpreta con ellos el tema que el grupo compuso especialmente para ella: Immortality y que juntos grabaron en 1998.  Disfruté tanto de esos videos, en especial por el cariño con que me los enviaba mi madre.

Cuando en 2003 falleció Maurice, la noticia me sorprendió y sentí pesar por él al haber partido de manera prematura.  Miraba con tristeza el emotivo video en donde, tan solo un año antes, canta con su ex esposa Lulú, First of may.

Ahora que falleció Robin, me sentí más impactado, con un nudo en la garganta. Sería tal vez que en los últimos años he recibido tantos golpes que me sigo preguntando como ellos: How can you mend a broken heart? y me he vuelto más sensible, o será tal vez que pienso que de aquellos tres que compartíamos un fecha tan especial, solo quedo yo y dos tumbas en Inglaterra tienen precisamente esa fecha en que yo también nací.  En realidad no lo sé.

En vía de mientras, escucho repetidamente el tema Immortality y me repito una y otra vez:  “We don´t say good bye”.

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Plática de presos

Hay una expresión muy nicaragüense, un tanto caída en desuso tal vez, pero que es muy ilustrativa.  Cuando una conversación entre dos o varias personas cae en el ámbito de la intranscendencia o se eleva al terreno onírico de la fantasía, se dice que es una “plática de presos”.  Debe ser que cuando las personas se encuentran en prisión, purgando una sentencia o sirviendo tiempo como dicen los agringados, son proclives a sostener pláticas que al darse en una atmósfera en donde el tiempo y el espacio adquieren otra dimensión, tienden a disiparse y apartarse de la realidad.  De esta manera, los privados de libertad, como señala lo políticamente correcto nombrar a estos desafortunados conciudadanos, inician conversaciones que de repente pareciera una interpretación de jazz en donde alguien empieza a improvisar y el resto se dedica a seguirlo.

Hace algunas décadas era muy frecuente su uso para denominar una conversación que había perdido el rumbo y divagaba en lo etéreo de la levedad.  Asimismo, cuando se conversaba en torno a planes que de antemano se conocía su imposibilidad de realizarse y cuando alguien se percataba de la situación y reclamaba, el otro tranquilamente le respondía: -Estamos platicando, ¿o no?

Tal vez la expresión equivalente en el resto del mundo, aunque con un cariz un tanto diferente es aquella de “discusión bizantina”, que se utiliza para nombrar a una discusión larga y que no conduce a nada, por el carácter del tema de la discusión o por los argumentos que se utilizan y se llama así por las famosas discusiones que se originaban en Bizancio, en el imperio romano de oriente, en donde a todos los niveles se originaban este tipo de discusiones que casi siempre finalizaban con actos violentos.  Un ejemplo clásico de lo anterior eran las discusiones en torno al sexo de los ángeles, en donde los partidarios de que los emisarios divinos eran varones, se enfrascaban en agrias disputas con quienes porfiaban de manera acérrima que eran mujercitas o incluso con quienes sostenían que eran hermafroditas.

La diferencia entre la discusión bizantina y la plática de presos radica en que en esta última aquellos que intervienen, de antemano tienen la conciencia que no tienen la razón o que sus planteamientos carecen completamente de veracidad o realidad, entonces el desarrollo de la plática ocurre en una atmósfera de plena aceptación de estar divagando y el único propósito es matar el tiempo.

Esta expresión a nivel de acusación ocurre frecuentemente en política, en los casos en que alguien quiere descalificar a sus adversarios y considera que los planteamientos utilizados en un diálogo están tan desapegados de la realidad, que no merece más que llamarla una plática de presos.

Traigo a colación esta original expresión debido a que en los últimos años pareciera que la televisión ha buscado diversidad en su oferta a través de programas que padecen del síndrome de la plática de presos.  En su concepto original el Talk Show se basaba en la interacción de un presentador con invitados, generalmente celebridades del mundo del espectáculo, la política, los deportes, la literatura, entre otros.  En dichas entrevistas, bajo el estilo de cada presentador, se profundizaba sobre la carrera o la vida personal del invitado, dentro de los límites que este último imponía.  También estaba el formato de debates, en donde varios invitados, expertos cada quien en determinado tema, planteaban su punto de vista y dependía de la astucia del presentador/moderador para conducirlos hacia conclusiones enriquecedoras.

Luego, estos programas dieron un vuelco al introducir como tema de un debate a riñas familiares, historias de infidelidades, paternidades irresponsables, acosos y demás temas que en un tiempo las buenas costumbres recomendaban, al igual que la ropa sucia, lavarlas en casa.  En algunos casos los debates se tornaban violentos de tal forma que se introdujeron guardas de seguridad para apartar a los contendientes.  Al final se dieron declaraciones alrededor de supuestos pagos a personas para llegar a fingir los casos.  – ¡Que pase la desgraciada!

Cuando todos estos formatos se fueron abarrotando y agotando, surgió la idea de sentar a un grupo de celebridades a conversar, de manera desenfadada, sobre diferentes tópicos.  En Estados Unidos que fue donde se inició, el programa contó con gentes de la talla de Barbara Walters, Whoopie Goldberg, Rosie O´Donnell, todas ellas multipremiadas y con una clara visión de la realidad norteamericana, de tal forma que “The View”, se ha mantenido en un buen lugar de preferencias en la televisión norteamericana por catorce años, no sin haber caído en algún momento en situaciones que se salieron fuera de control.

Como dice el dicho: “Lo que hace el mono, hace el mico”, así que la televisión mexicana, quien ha padecido de una extrema falta de originalidad, vio en este formato una veta para explotar por más tiempo este tipo de programas y sumó a su interminable lista de bodrios, programas en donde cantantes, conductores, actores y similares, se sentaron a platicar ante las cámaras, cayendo indefectiblemente en la plática de presos.  Lo anterior, a pesar de que con el propósito de no balconear a los participantes, se escogen temas de lo más intrascendente y así se observa a un grupo de barbajanes hablar por una hora de sus aventuras en un inodoro o de las categorías de flatulencias que pueden identificarse.

Retornando otra vez al planeta de los simios, el afán de imitación ha llegado a nuestro país y ya pueden observarse este tipo de programas con insufribles pláticas que no conducen a nada.

Aquí podría interrumpir alguien esgrimiendo el argumento de que existe un control remoto y diferentes opciones, hasta 98 para quienes tienen la suerte de contar con cable.  Sin embargo, en términos reales, esos 60 minutos que se gastan en tiempo de un canal, podrían dedicarlo a retransmitir un programa educativo o algo verdaderamente edificante.

Creo que todo el mundo está consciente que en cualquier momento, algunos tragos platicados pueden devenir en una plática de presos, sin embargo, es algo íntimo en donde los participantes conocen el camino que están tomando y no tienen ningún interés en compartir con nadie sus desvaríos.

Así pues, cuando tengan frente a ustedes un programa de estos en la televisión, recuerden que el control remoto tiene un botoncito, generalmente rojo, que dice Power y que pueden proceder a apretarlo y entablar una amena conversación con su pareja, no importa que entre ustedes lleguen al nivel de plática de presos. O bien, poner un poco de música y disfrutar de un buen libro o de perdida, de algún blog interesante.

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Un eskimo de chocolate

Creo que con muy raras excepciones los nicaragüenses guardan recuerdos vivaces de su niñez asociados al sabor de un Eskimo.  Desde el Tu y Yo que nos invitaba a compartir aquella paleta siamesa con su refrescante y dulce sabor a frutas, o bien el Eskimo de helado de vainilla recubierto de una capa de helado de frutas, el duradero sabor a cocoa de la paleta que por su consistencia le llamaban Eskimo de Piedra.  Por unos centavos más, estaba la paleta de cremoso helado de vainilla cubierta por una delgada capa de un exquisito chocolate.  Para aquellos que preferían deleitarse con el sabor puro del helado, estaban unos vasitos de cartón encerado que traían toda la variedad de sabores de los sorbetes de esa fábrica.  Cada quien desarrollaba su propia técnica para saborear las diferentes variedades de paletas.  Los egoístas que no compartían un Tu y Yo consumían de las dos mitades a la vez, aquellos que se deleitaban con el cremoso helado de vainilla y chupaban primero la paleta en su exterior para saborear primero la capa de frutas o de chocolate o quienes hacían durar su paleta de piedra, sorbiendo poco a poco la dura pieza, hasta quienes preferían devorar mordisco a mordisco la paleta de su preferencia.

Yo había probado los Eskimos en mis eventuales viajes a Managua, pero los llegué a consumir de manera sostenida en el bar del colegio, en donde eran el producto de mayor demanda a la par de las gaseosas.

La fábrica Eskimo se fundó en Managua a inicio de los años cuarenta por Don Mario Salvo Lazzari, miembro de una familia de ascendencia italiana que había llegado de Honduras y se había instalado en Managua.  Vivía la familia Salvo en el sector oriental de la ciudad, en las inmediaciones del Barrio El Caimito.  El Sr. Salvo, quien trabajaba inicialmente en la especialidad eléctrica, se casó con doña Josefina Horvilleur Burlet, de ascendencia francesa e hija de uno de los primeros concesionarios de vehículos en Managua.  Inicialmente comenzaron a producir sorbetes y paletas de manera artesanal a muy pequeña escala, hasta que don Mario se decidió abandonar la electricidad y dedicarse exclusivamente al negocio de los sorbetes.

Conocí la fábrica Eskimo a finales de los años cincuenta en una ocasión que mi padre me llevó a Managua y antes de regresar pasamos a comprar un galón de sorbete para el cumpleaños de alguno de mis hermanos.  Estaba cerca del Instituto Ramírez Goyena, en la calle que iba a dar al Banco Nacional de Nicaragua, junto a un antiguo bar que le habían anexado unos billares llamado La Flota.  Llegamos a la fábrica y mi padre buscó a un señor de apellido Maltez, si mal no recuerdo, quien le atendió con mucha deferencia y ordenó que le prestaran un termo de lona para resguardar el sorbete y llegara en buenas condiciones a San Marcos.  Luego pasamos porla Repostería María Alaniz, que quedaba en un garaje cerca de la Record en el centro de Managua, comprando un queque encargado previamente por teléfono.

Nunca vi a mi padre comerse una paleta Eskimo, sin embargo, era un gran admirador de los sorbetes que fabricaban.  Su favorito era el de ciruela, pues decía que no lo hacían en ningún otro lugar, también solicitaba mucho el de strawberry, que según él era diferente al de fresa, pues el primero llevaba compota de fresas, mientras que el segundo era preparado con esencias.  También decía que el de ron con pasas era algo especial.

La empresa Eskimo llegó a consolidarse en los años sesenta y constituye uno de los casos excepcionales de empresas familiares exitosas y con mayor permanencia en el mercado.  Sus principales estrategias fueron expandir el mercado local y uno de sus mejores instrumentos fueron los carritos expendedores, así como la distribución a nivel de pulperías, en una época en la que el fluido eléctrico era confiable.  De esta manera, el Eskimo logró dominar el mercado interno y en la capital sobrepasó por mucho a su competencia, los Sorbetes Riguero, que había mantenido un importante segmento del mercado.  Pronto, el nombre Eskimo se convirtió en genérico para denominar a las paletas, de la misma forma que en los Estados Unidos la marca Popsicle llegó a representar a este mismo producto.

Para finales de los años cincuenta existía en Managua una cafetería un tanto al estilo norteamericano llamada El Tastee Freez en donde se servían sándwiches, hamburguesas, helados y malteadas.  Luego se instaló con cierto suceso el Lacmiel, bajo el mismo giro.  La empresa de la familia Salvo también entró en la competencia e instaló el Restaurante El Eskimo en las inmediaciones del Cine Salazar, luego Alcazar.  Eran alternativas para almorzar o cenar en un ambiente tranquilo y elegante a precios accesibles.

A finales de los años sesenta el Eskimo sacó a la luz el Super Cono, un barquillo de sorbete cubierto por una capa de chocolate y nueces, de primera calidad, con una enorme aceptación de parte de los consumidores nacionales.  Por otra parte, con la entrada en vigencia del Mercado Común Centroamericano,  la empresa aprovechó para incursionar en el mercado regional.

Para el terremoto de 1972 ya la fábrica estaba ubicada en la planta de Altagracia a donde también se trasladó el restaurante y poco tiempo después del sismo comenzó a producir toda su línea tradicional.  A mediados de esa década inauguraron en el Camino de Oriente una cafetería llamada La Crema Batida.

En los años ochenta, la fábrica Eskimo no escapó de la confiscación.  No entendieron los que perpetraron el acto que una cosa era el gusto que tenía el pueblo por estos productos y algo diferente era que en nombre del pueblo se administrara su fabricación.  Obviamente la empresa entró en barrena, pues al igual que en el negocio del vidrio no es cuestión de soplar y hacer botellas, además, los prometidos caudalosos ríos de leche y miel no llegaron hasta la fábrica para suplirla de los insumos necesarios para producir.

En los años noventa, con el regreso de la economía de mercado (para no utilizar los conceptos de democracia o de capitalismo salvaje que provocan más de algún cólico), la fábrica fue regresada a sus dueños originales.  Los nicaragüenses, aún con las restricciones que imponían la pauperización de los salarios que imperaba en esos primeros años, volvieron a deleitarse con la línea de productos Eskimo.  Los carritos volvieron a pulular por las calles de Managua y principales ciudades del país.

La empresa no solo recuperó toda la línea que manejaba antes de los ochenta, sino que amplió significativamente su oferta que incluía las tradicionales paletas, sorbetes en variedad de sabores, nieves, yogures, leche fresca, quesos.  Con la aparición de los food courts de los centros comerciales, se instalaron expendios en cada uno de ellos y recientemente han incluido la franquicia de TCBY.

La demanda de Eskimos puede verse fácilmente en la calle al observar la cantidad de carritos expendedores que se mueven por la ciudad, además del número de pulperías y demás expendios que anuncian la venta de estos productos.

En una escuela al occidente de la capital, a la hora de la salida de los alumnos, todos los días de clase, desde hace casi veinte años, a la sombra de un arbolito se aposta Don Beto, el eskimero del rumbo, haciendo sonar las campanitas de su carro expendedor.  Tiene la seguridad de que más de algún padre de familia complacerá a su hijo adquiriendo una paleta y lo acompañará en alguna ocasión o bien disfrutará viéndolo saborearla.  Aquellos de la primera generación que probó esas paletas, no nos queda más que envidiar esa ilimitada capacidad de ingerir azúcar sin que proteste el páncreas y muy ocasionalmente, anestesiar a la conciencia y sucumbir a la tentación de probar un Eskimo de chocolate, romper delicadamente la delgada capa exterior y saborear el mismo sabor de antaño del chocolate primero y luego aquel cremoso helado de vainilla y sentir aquel singular placer con el paladar pletórico de nuestra niñez.

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Puente León

 

Es temprano por la mañana y las calles de Managua poco a poco van adquiriendo su característico dinamismo provocado por gente que se desplaza de un extremo a otro de la ciudad para trabajar, estudiar o realizar gestiones diversas.  Un vehículo toma la calle que conecta Linda Vista, Las Brisas y repartos vecinos con el que fuera el centro de la ciudad hacia el oriente.  Una mujer que viaja en el automóvil revisa unos documentos mientras el conductor trata de avanzar lo más rápido posible entre buses y taxis que van siguen su misma ruta.  Atraviesan el sitio conocido desde hace mucho tiempo comoLa Ceibitay a las pocas cuadras el conductor disminuye la velocidad para atravesar un pequeño puente el cual pasan sin poner mucho cuidado.  En esa parte del recorrido la calle se va estrechando considerablemente en los límites del barrio Santa Ana con Monseñor Lezcano.   Pasando lo que un día se llamóla Avenidadel Ejército la calle se ensancha considerablemente en lo que se conoce comola DuplaSur, nombre importado para un proyecto vial que nunca se finalizó. 

La mujer continua revisando documentos mientras de manera más expedita el vehículo atraviesa el MITRAB en la avenida del Estadio, luegola Bolívar,la Roosevelty unas cuadras más adelante, en donde se construye un enorme complejo judicial, detiene su lectura y vuelve a ver hacia el sur, lo que una vez fuela QuintaAvenidaEste y que bajaba desde el costado nororiental de la loma de Tiscapa.  En esa avenida estuvo ubicada la casa de sus abuelos, desde inicios del siglo XX hasta el terremoto de 1972.  Mientras el automotor ya avanza a la par del Colegio Loyola, casi para tomarla CarreteraNorte, ella sigue pensando en sus abuelos y en su extraordinario espíritu de donde se desprendía una incansable dedicación al trabajo y un sentido de la solidaridad único.

Por un momento su pensamiento juega un poco a la máquina del tiempo y se transporta a la Managua de los años veinte del siglo pasado, reviviendo una de las historias que en su niñez escuchó de boca de su abuela.  Es de madrugada aún y la oscuridad se extiende por toda la capital que en esa época es apenas una pequeña mancha a la orilla del lago Xolotlán.   En el extremo oriental de la ciudad, de una pequeña casa sale una mujer que cubre su cabeza con un rebozo para protegerse del “sereno” que a esa hora baña a la ciudad con un imperceptible rocío.  Con paso firme se dirige unas cuadras hacia el norte para tomar luego rumbo al occidente.  La oscuridad de las calles se rompe con el fulgor del firmamento que en aquellos tiempos brillaba con una intensidad que se fue apagando al pasar de los años.  Atraviesa las solitarias calles en medio de largas filas de casas de taquezal.  Al llegar al centro de la ciudad observa a su derecha la luminosidad del Hotel Lupone, sinónimo del lujo en aquella época y en donde años atrás se había alojado Rubén Darío.  Continúa su marcha hacia el poniente, atravesando el barrio San Antonio primero y San Sebastián luego, en donde prácticamente terminaba la ciudad.  Al final de la calle inicia un camino “carretero” como se llamaba en aquel tiempo y que con el incansable paso de carretas de bueyes se había convertido en una ruta de acceso a la ciudad.  Los cercos de piñuela a los dos lados del camino convierten en un instante el paisaje urbano en un lugar agreste en donde las quiebraplatas juguetean por el camino.    

En unos instantes los primeros celajes aparecen en escena, indicando que el amanecer está pronto y el camino deja su tenebrosa oscuridad.  Sin embargo, un kilómetro más adelante se observa la silueta de un rústico puente.  El corazón de la mujer comienza a latir más aprisa y acelera el paso para cruzarlo lo más rápido posible.  Se trata del Puente León, que marcaba la salida hacia la antigua capital de la República.  No era nada parecido ni al Pont Neuf de París ni del Brooklyn Bridge en Nueva York, pues apenas tendría unos seis metros y debajo de él no corría ni un caudaloso río ni un profundo mar.  Era simplemente un cauce formado por los torrentes pluviales que bajaban de las sierritas por el lado de Ticomo y llegaban con fuerza hacia Managua atravesando por lo que ahora es San Judas, Colonia Independencia, Altagracia, Monseñor Lezcano, hasta desembocar en el lago Xolotlán un poco al este de lo que hoy forma La Chureca.

No eran pocas las leyendas que los capitalinos tejían alrededor de aquel puente, que en algunas húmedas noches parecía emanar una tenebrosa bruma.  Muchos vieron pasar los cuerpos ya sin vida de algún descuidado ciudadano que más al sur había sido arrastrado por la corriente y otros los vieron regresar en forma de fantasmas que trataban de subir por el cauce al lugar por donde cayeron.  Se contaba también que una avanzada del ejército liberal fue enviada la madrugada del 25 de julio de 1893 y que uno de los hombres que la componía desapareció misteriosamente el cruzar el puente.    

La mujer se persignó mientras cruzaba presurosa el puente y ya al otro lado respiró tranquila.  Eran tiempos en donde se temía más a los muertos que a los vivos, pues en el trayecto del camino se encontraba uno que otro transeúnte o carretas que madrugaban con su carga y después de un lacónico saludo cada quien seguía su camino.  El camino surcaba luego la hacienda conocida como La Ceiba que cubría gran parte del occidente de la ciudad y después de un par de kilómetros la mujer llegó al pie de la Cuesta del Plomo, llamada así por haberse librado en ese lugar la última escaramuza entre los ejércitos conservador y liberal, este último al mando del Gral. José Santos Zelaya. 

Mucho antes de que el Mercado Oriental se convirtiera en el principal lugar de recepción de los productos agrícolas de los alrededores de Managua, la Cuesta del Plomo constituía el lugar en donde se juntaban las carretas de bueyes que traían los productos de San Andrés de la Palanca y demás comarcas aledañas.  La mujer empieza a revisar los productos que han llegado al lugar: leña, bananos, plátanos, naranjas, frijoles, huevos y empieza a negociar precios y cantidades; al final contrata una carreta y llena de productos regresa ahora a Managua al cansado paso de los bueyes que recorren el mismo camino.  Ya el día está puesto y la temperatura ha subido ligeramente.  Atraviesan el puente, ahora sin la menor intranquilidad y aún temprano por la mañana llegan a la casa de la Quinta Avenida en donde una tropa de chavalos recibe con singular alegría a la mujer y le ayudan a transportar toda la carga al interior de la casa.  Ya en la casa hay un movimiento singular de personas que llegan al molino a sus diferentes encargos, pinol, masa, entre otros, otras mujeres afanosamente echan tortillas que no tardan mucho en el comal antes de que los clientes se las lleven para el desayuno.  La mujer comienza a dar órdenes antes de sentarse un rato a descansar de su agotador periplo.    

El poderoso claxon de un tráiler que aventaja al vehículo trae de regreso al presente a la mujer, quien se percata que ya casi llegan a su destino final, en donde en su oficina le esperan situaciones que resolver que le tomarán posiblemente toda la mañana. Al llegar, baja rápidamente del automóvil y se dirige a su oficina, en donde en un rincón tiene una foto de su abuela, aquella mujer que junto con miles de capitalinos dedicados en cuerpo y alma al trabajo, levantaron una ciudad que ni dos terremotos lograron doblegar. 

De regreso por la tarde, al automóvil toma la misma ruta de regreso, pero esta vez no se distrae pues al pasar por el Puente León lo mira detenidamente.  Ha cambiado mucho, pues ahora es una estructura de concreto que cubre el ancho del cauce, ahora revestido también de concreto y que a pesar del tiempo sigue siendo un punto de referencia.  Ya no es el final de la ciudad o el inicio del trayecto hacia León, pues está prácticamente en el centro del sector occidental de Managua.  Su carácter emblemático ahora se mantiene al constituir el lugar en donde anualmente se recibe a Santo Domingo de Abajo.  Ya no se habla de fantasmas y lo que se teme ahora es a los malvivientes, que en más de alguna ocasión lanzan al cauce algún cuerpo de alguien asaltado en un lugar cercano.  Ya el traqueteo de las carretas cruzando el puente no se escucha más y el ronronear de miles de vehículos que lo pasan desapercibidamente es el ruido que ahora impera en el lugar.  

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