El futuro no es nunca como uno se lo ha imaginado. Cuando navegábamos en las plácidas aguas de la mitad del siglo XX, teníamos una idea un tanto distorsionada de lo que sería el siglo venidero. Pensábamos en gentes usando trajes ajustados, con mallas y capas, cinturones y pulseras anchos y en automóviles que podían volar. Algunos intelectuales predecían una sociedad tremendamente civilizada, sin violencia, tolerante, inclusiva y demás. No obstante, como dicen los franceses: Plus ça change, plus c´est la même chose (Entre más se cambia, más se es la misma cosa). Ya puestos en pleno siglo XXI, observamos que alguien vestido como Jor-El, a menos que estuviera avalado por algún fashionista, causaría una rechifla mayúscula; los vehículos no vuelan todavía, salvo los buses de las rutas o uno que otro borracho al volante y respecto a la civilización, a excepción de uno que otro postureo o figureo como dicen don León Núñez, que se adosa a lo políticamente correcto, no nos acercamos ni de broma, a lo soñado por aquellos intelectuales.
Por si fuera poco, de pronto nos llegan noticias que nos hacen pensar que hemos retrocedido a la edad de piedra. Hace escasas tres semanas, una mujer de 25 años, de una comunidad de Rosita, en el Caribe Norte, fue lanzada a una improvisada hoguera por parte de un “pastor” evangélico, quien contó con el apoyo de miembros de su comunidad. Lo peor del caso, es que el motivo de este acto, bochornoso de por sí, fue que, según el “pastor”, la mujer estaba poseída por el demonio y peor aún, el troglodita afirma que tuvo una revelación divina que le ordenó que le sacara el espíritu maligno con un “fueguito”. Al final del caso, la mujer falleció debido a las considerables quemaduras y ahora el “pastor” y sus acólitos enfrentan la justicia y a treinta “añitos” en la loma, con el único argumento en su defensa, de que todo se deriva de una revelación del Altísimo. Como dijo Alfonso VI: “Cosas tenedes Cid, que farán fablar las piedras” o como dice Polo Polo: ¡Ay, güey!
Debo de admitir que a mí me tocó crecer en una época en donde la figura del demonio estaba profundamente arraigada en el ambiente. Además del clero, las viejas del pueblo se encargaban de llenar nuestras noches de terror, pues era inminente que en cualquier momento, con cualquier excusa, El Contrario se nos podía aparecer. Nunca hubo claridad sobre el propósito que tendría el maligno al aparecerse a un indefenso chavalo y pensando con lógica, no era rentable el gasto en azufre tan solo para asustarle los frijoles a un sujeto.
Así pues, la figura de Satán era omnipresente en nuestras vidas. Para la época de semana santa, el diablo andaba suelto, algo así como que le daban licencia, igual que a James Bond, para andar haciendo tropelías. Cuando te amenazaban, te lanzaban: “Vas a ver al diablo por un hoyito”, que realmente daba pavor. Al referirse a la astucia de alguien entrado en años decían: “Más sabe el diablo por viejo, que por diablo”.
En aquellos tiempos, las noches, en lugar de traer tranquilidad con su quietud, era motivo de un enorme terror, pues la oscuridad era propicia para una aparición, especialmente si uno estaba solo, pues parece que en los términos de referencia del chamuco no podía aparecerse a grupos.
De esta manera transcurrió mi infancia, como la de todos los muchachos de mi edad, con el aniceto a dos manos, ante el temor de encontrarnos cara a cara con el Príncipe de las Tinieblas. En nuestras mentes estaba vívida aquella imagen aterradora, que tal vez vimos en un libro de historia sagrada o en alguna pintura, cuya figura era en extremo racista, pues tenía una tez como de la NBA, una barba estilo French Fork, cuernos de chivo (no AK-47), cola prensil, alas de murciélago y un tridente en la mano. De nada servía para nuestra tranquilidad, que nadie hubiese aportado evidencias irrefutables de haber visto al Maligno, salvo aquellos que en medio de sus borracheras lo habían visto de color azul.
Con la llegada de la adolescencia, ya el estudio de la lógica nos hacían darle vueltas al asunto de Luzbel. En lo particular, me parecía inverosímil el cuento del ángel que se rebela al Todopoderoso. Pensaba en lo que sucedía en las filas de la guardia nacional, en donde cualquier intento de rebelión contra los Somoza, era castigado con la inmediata ejecución y era solo en aquellos casos de celos por el carisma o simpatía de algún oficial, que era merecedor del exilio. Entonces pensaba que si esto sucedía con un simple y mortal dictador, en el caso del Creador, no acabaría de generarse la conexión entre las neuronas para generar el pensamiento de rebelión en algún miembro del ejército celestial, cuando automáticamente se convertiría en cenizas; por idiota, más que por otra cosa.
En mi época de universitario, tuve la oportunidad de incursionar fugazmente en el teatro. Los detalles pueden verlos en mi post: “¿Y qué motivo tuvo?” El caso es que el teacher Hidvegi, me ofreció un papel en la obra “A puerta cerrada” de Jean Paul Sartre, que montó allá por 1972. Mi papel era el de camarero, que acomoda a los tres personajes principales de la obra en una habitación, que representa al infierno. Mi personaje, aparte de lo recio y apuesto del actor, no contaba más que con un traje oscuro y corbata negra. Mi expresión era grave pero llena de un enorme sarcasmo. Aquel camarero podría considerarse como Satanás, pero en un diálogo con Garcín, uno de los personajes, éste me pregunta al estilo de José Luis Perales, a qué dedicaba mi tiempo libre y yo le contesto que a visitar a un tío que era jefe de camareros en uno de los pisos superiores. Así pues mi personaje del camarero era un demonio de tercera. Al final de la obra, una vez que los personajes caen un una dramática exposición de sus miserables existencias, misma que llega a torturarlos, sin necesidad de fuego o parrrillas, Garcín llega a exclamar: “El infierno son los demás” (L´enfer c´est les autres) dándose cuenta que la puerta está realmente abierta, pero ninguno se decide a salir pues saben que deben seguir aguantándose per secula.
Esta concepción de Sartre, vino a disipar en mí, aquel perenne temor de la niñez a la aparición del Contrario y a entender que es en los otros que podemos encontrar nuestro propio infierno. Como decía Juan de Dios Peza: “Yo les llamo a los muertos mis amigos y les llamo a los vivos mis verdugos”. De esta forma, poco a poco se fue desvaneciendo de mi interior, aquel terror de una aparición de Luzbel.
No puedo hablar por los demás, pero quisiera creer que ya no son tantos los que temen a la terrible figura de Belial emergiendo de la oscuridad. Tal vez, algunos lo tienen como un elemento semi mitológico, pero muy útil a la hora de echarle la culpa por los errores cometidos. Por eso, no deja de cimbrar a la sociedad entera cuando un oligofrénico pone en una situación embarazosa al Todopoderoso, cuando afirma que el sumun de la sabiduría desciende hasta la quintaescencia de la estupidez humana para convertirlo en portavoz y peor aún, cuando le solicita cometer un crimen a fin de expulsar del interior de una mujer, a un soldado rebelde. Tal acción, merece que la justicie le aplique la pena máxima, y es más, si se pudiera lograr un excepción y condenarlo al garrote vil, muchos aplaudirían.
Estoy consciente que puede considerarse un atrevimiento de mi parte, pero creo que las máximas autoridades religiosas de todas las denominaciones deberían convocar a un cónclave y emitir un comunicado conjunto, mediante la bula correspondiente, descontinuando los conceptos del demonio y del infierno, lo cual traería mucha paz y tranquilidad a la comunidad mundial. Ya en el pasado, el ahora San Juan Pablo II, expresó que el infierno no era un lugar, sino un estado del alma y de la misma forma sucedía con el cielo. Luego de largos encontronazos en lo oscuro, su sucesor dijo que era una mala interpretación de alguien y que habían sacado fuera de contexto la declaración y que para acabar pronto sí había infierno, con diablo, fuego, azufre y todo lo demás. En cuanto al cielo, parece que el prelado estaba cantando el éxito de Franco de Vita: “No hay cielo” en sus abluciones matinales, de tal manera que alguien lo escuchó y tergiversó los hechos.
Así pues, estimado lector, cuando camine por un paraje muy oscuro, no le tenga miedo a Lucifer, sino a un malviviente que por querer asaltarlo le dé un cascarazo que lo mande al Lenín Fonseca y si desea asomarse al infierno, váyase un viernes, si es día de pago mejor, a querer transitar por la carretera hacia Masaya a eso de las seis de la tarde.