Archivo mensual: agosto 2009

Los Huesos del Héroe

Pío E. Martínez

No cabe duda que el universo de los blogs es un lugar fascinante, en donde se puede encontrar la más diversa cantidad de formas de expresión.  Desde el internauta, que hurgando en las entrañas de la red, encuentra una frase, un artículo, un video o una imagen que considera tan interesante que lo comparte con sus lectores, hasta los jóvenes programadores que compiten por ser los primeros en comentar sobre la última versión de un software o el más avanzado hardware que se ha puesto en operación.  Hay quienes lo utilizan como una plataforma política y otros que lanzan al mundo sus producciones poéticas.  No faltan los que reproducen las noticias del mundo del espectáculo o lo más destacado del deporte internacional.  Hasta renombrados escritores han encontrado en el blog un vehículo para acercarse a sus lectores con la debida inmediatez.  El único sector que no termina de aceptar al blog y lo mira con cierto recelo es el gremio periodístico, lo cual no nos quita el sueño.

Lo cierto es que el blog es sinónimo de libertad y ha servido a quienes se dedican a este menester, como un trampolín para impulsar, casi sin restricciones, sus deseos de expresión o al menos hacer contacto con el mundo que los rodea.  Para algunos ha sido además, un detonante para encontrar una escondida vocación y es aquí en donde se observa el fenómeno de blogueros convertidos en escritores.

Este es el caso de Pío E. Martínez, nicaragüense originario de Rivas y actualmente residiendo en Holanda, quien incursionó en el ciberespacio en el año 2006 con su blog “Aquellos tiempones”.  En este espacio relata sus aventuras en el Servicio Militar Obligatorio en los años ochenta, con una narrativa extraordinaria para un primerizo, que permite pensar que ese blog pudiera ser transformado fácilmente en una novela autobiográfica.  Pío advierte una cruda realidad con la emoción y sentimientos que resaltan por su espontaneidad y vivacidad, pues la entrega de parte de quienes se enrolaron voluntariamente o el afán de sobrevivir de parte de quienes fueron reclutados a la fuerza, superan cualquier otro tipo de vivencia y que con singular dramatismo desemboca, al igual que muchas historias de esa época, en la decepción de los protagonistas.

Durante 2008 y parte del presente año, Pío se dedicó a escribir su primera novela “Los huesos del héroe”, que relata con altas dosis de realismo y especialmente humorismo, un tema por demás original y en donde nos ubica en la Nicaragua de comienzos del siglo XX.  Pío nos lleva de la mano a descubrir un mundo fantástico como sólo pudo haberlo sido el de la Nicaragua de esa época, para traernos luego al pasado reciente en un mundo absurdo como sólo debió haberlo sido ese tiempo.

Tuve el honor de ser de los primeros que leyeron dicha novela, por una deferencia de Pío quien me la remitió antes de publicarla como blognovela, y debo de admitir que sentí envidia, de la buena, al encontrar un escrito tan fascinante y cautivador.  A pesar de ser de la opinión que dicha novela debió imprimirse para disfrutarla en ese formato, renegando de la cruz de nuestra parroquia como dicen en México, aún así considero que este nuevo escritor ha entrado a este oficio con el pie derecho.

Pío está trabajando actualmente en una nueva novela y estoy seguro que será tan buena como Los huesos del héroe.  Desde este humilde espacio le deseo la mejor de las suertes y lo felicito por su enorme esfuerzo por dignificar la labor de los blogueros.

Enlace para Los Huesos del Héroe

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Adiós, Profesor Linarte

Profesor Heberto Linarte

Tenía tan sólo seis años cuando fui arrancado de las faldas de mi madre para ingresar al Instituto Pedagógico de Diriamba.  Fue un evento traumático pues previamente había cursado dos niveles de preescolar cerca de mi casa, bajo la sombra protectora de la abuela, quien mandaba a sus emisarias a monitorear mi estancia en la escuela y de una maestra, amiga de la familia, que me trataba con especial consideración.  Para ir al Pedagógico tenía que madrugar y tomar una camioneta que pasaba por el pueblo para recoger a los sanmarqueños que en esa época estudiaban con los ínclitos hijos de La Salle y que nos llevaba de regreso a las cuatro de la tarde, pues todavía existía el turno completo, con dos medias jornadas los miércoles y los sábados.  Estaba en la modalidad de seminternado por lo que tenía que almorzar en el Colegio, cuya comida era infame comparada con la comida de la casa de los abuelos.

Fue toda una experiencia asistir diariamente al vetusto edificio del Colegio, además de convivir con tanto condiscípulo y en especial con el claustro de profesores, unos más notorios que otros.  Los personajes más pintorescos eran los hermanos Agustín y Felipe.  “Tincito”, como le decían al primero, tenía a su cargo el tercer grado y además de ser un músico consumado, autor de numerosas composiciones y creador de varias bandas musicales, era un fiel creyente que el mejor alimento era el pinolillo, del cual cargaba siempre una generosa dotación en un bote que escondía bajo su sotana y repartía a todos los pinoleros que se acercaban a solicitarle.  Felipito por su parte era una figura novelesca, de pequeña estatura pero con una vitalidad única y un dinamismo que lo hacía transitar de la librería a la tesorería, así como a todas las labores de mantenimiento y cuando era menester, bajaba al pozo a componer la bomba o subía al tanque, treinta metros arriba, a revisar los niveles de agua.

Sin embargo, la figura más enigmática de todo el colegio era el Profesor Heberto Linarte, quien impartía Matemáticas y Física en secundaria y a quien le decían “El Mago”.  Este sobre nombre lo había ganado porque había una creencia en todo el alumnado de secundaria que nadie podía copiársele en un examen, lo cual con el tiempo se volvió una leyenda.  Ayudaba a su misteriosa figura, no tanto los anteojos oscuros que casi siempre los mantenía puestos y que le ayudaban a mirar hacia donde nadie sospechaba, sino su automóvil.  El Profesor Linarte vivía en ese entonces en El Crucero y se trasladaba al Colegio en un  enorme Cadillac color biege, convertible, al que por añadidura le eran endosadas capacidades mágicas y hasta se llegaba a decir que lograba despegarse del suelo cuando corría.  Cuando viajábamos en la camioneta de San Marcos a Diriamba, pasando Las Esquinas de repente nos aventajaba el Cadillac y todo el mundo se asomaba para ver las maravillas que pudiera hacer el fantástico automóvil.

Cuando llegamos a la secundaria sentimos el rigor en el estudio.  Por un lado el titular del primer año, el Hermano Inocencio insistía en que debíamos aprender de memoria todos los huesos y músculos del cuerpo humano y en la clase de religión nos advertía sobre los peligros de los pecados impuros que podrían conducir no tanto al infierno en la otra vida, sino a la ceguera en esta, mientras nos miraba inquisidoramente a través de unos gruesos lentes que parecían arrancados del observatorio Auger. El Profesor Francisco “Paco” Cordero se lucía con sus narraciones sobre los más coloridos pasajes de la historia universal o bien sobre la educación cívica.  Sin embargo, lo que esperamos con una mezcla de temor y curiosidad eran las clases de Matemáticas que impartiría el Profesor Linarte.

Lo primero que nos impresionó en la clase de Matemáticas fue la tremenda voz del Profesor Linarte que puso a temblar a la mayoría de los alumnos.  Comenzamos con las operaciones básicas y elementos de geometría y de paso nos encaminó hacia el orden y la disciplina.  No permitía ningún tipo de relajo en su clase y aunque estuviera de espaldas a la clase, escribiendo en la pizarra, sabía quién estaba distraído o jugando y lo sorprendía con una pregunta, lo que reafirmaba la creencia de que tenía capacidades mágicas.  Los más escépticos le achacaban esas facultades a sus anteojos oscuros, que le servían para esconder su mirada u observar hacia atrás como un espejo.  Lo que no se imaginaba nadie era que el Profesor Linarte era un psicólogo práctico.  Sabía adivinar en la mirada de los alumnos si estaban nerviosos o bien si no tenían la menor idea de lo que se preguntaba en un examen.  Una gota de sudor resbalando por la patilla del joven bastaba para adivinar algún atrevimiento.  De cualquier forma, en los cinco años que lo tuvimos como profesor, nadie logró copiársele en un examen y los vanos intentos terminaron con el reprobado automático.

A pesar de que las matemáticas nunca fueron de mi agrado, con el Profesor Linarte logré aprender los elementos básicos de las operaciones matemáticas, la geometría, el álgebra, la trigonometría, los logaritmos, el cálculo, derivadas e integrales.  Posteriormente, en Física logré también adentrarme al mundo de la estática, la termología, acústica, óptica, electricidad y magnetismo.

Los profesores seglares, se distinguieron por tratar de manera respetuosa a los alumnos y en los años que yo estudié en La Salle, nunca presencié ningún maltrato físico a un alumno de parte de ellos.  El Profesor Linarte era exigente, enérgico y firme, pero nunca empleó la violencia con nosotros y el castigo más duro que utilizó fue una operación matemática kilométrica que debíamos resolver si queríamos salir al recreo de medio día y que al final nadie pudo resolver.

El Profesor Paco Cordero trataba de lucirse en sus clases con sus narraciones de la historia universal y se empeñaba en atraer la atención de todos sus alumnos y que vivieran dichos pasajes como si los estuvieran viendo.  El Profesor Bayardo Cordero que a partir de tercer año impartía Química y Biología, tenía un carácter campechano para explicar sus clases y era flexible para tratarnos en los exámenes.  El Profesor Linarte por su parte era estricto y nos sometía al rigor de sus explicaciones, sin embargo, una vez por semana, dedicaba un parte de su clase a hablarnos de los valores que deberíamos cultivar.  Si el Profesor Paco Cordero nos recordaba el pasaje de Francisco I, derrotado, escribiéndole a su madre: “Todo se ha perdido, menos el honor”, el Profesor Linarte por su parte nos hablaba sobre lo que significaba el honor y como una persona debe luchar por su dignidad y buscar la admiración y el respeto de los demás.  Tal vez el Profesor Paco Cordero nos narraba de manera emocionante la defensa del Paso de las Termópilas de parte de Leónidas y sus 300 espartanos, el Profesor Linarte por su parte nos hablaba del significado del heroísmo y del amor a la Patria.  Y así, esas cápsulas de profunda enseñanza fueron ayudando a fortalecer nuestros valores y que son distintivos de los lasallistas de aquella época.

En quinto año, por tradición las cosas cambiaban para los futuros bachilleres.  La actitud de parte de todo el claustro de profesores se flexibilizaba, había un trato más cercano y considerado y se llegaba a sentir un ambiente de camaradería.  El Profesor Linarte hacía más frecuentes sus intervenciones sobre aquellos temas que no estaban en ningún programa pero que a lo largo de la vida nos daríamos cuenta de su importancia.

Un día a finales de febrero de 1967 llegó el momento del adiós.  En la ceremonia de Promoción nos despedimos de todos los compañeros y de nuestros profesores, sin imaginarnos que a muchos de ellos no los volveríamos a ver jamás.  Al Profesor Linarte lo miré en un par de ocasiones a finales de los setenta, en Masatepe, adonde acompañaba a mi padre a reuniones que lo invitaban sus amistades en esa ciudad; nos saludamos cariñosamente y fue la última vez que lo miré.

A través de un comentario a este Blog, de manera casual entré en contacto con un hijo del Profesor Linarte, quien me comentó que su padre había fallecido recientemente.  Decidí entonces escribir algo sobre él y le solicité información para completar mis ideas y fue entonces que me di cuenta que llegué a conocer a Heberto Linarte, el Profesor, el Guía, el Mentor, sin embargo no sabía nada del Hombre, de aquel que en algún momento se despojaba de su capa de magia y misterio y como un ser de carne y hueso era hijo, esposo, padre, con tristezas y alegrías, sueños y ambiciones.

Heberto Antonio Linarte Rodríguez nació en Masatepe un 30 de marzo de 1929.  Su padre era Don Nicolás Linarte Jirón y su madre Doña María de Jesús Rodríguez Téllez, ambos dedicados a las tareas del campo.  A los pocos meses de nacido Heberto, su familia se traslada a la Hacienda El Crucero, en donde su padre es contratado como administrador y ahí, en una escuela multigrado cercana, estudia sus primeras letras; luego, es trasladado a casa de su abuela en Masatepe en donde cursa hasta el tercer grado.  Luego llega a Managua en donde ingresa al cuarto grado del Instituto Monseñor Lezcano que dirigían los ínclitos hijos de La Salle y posteriormente cursa la secundaria en el Instituto Pedagógico de Managua en donde se bachillera en el año 1948.

Por su dominio de las ciencias exactas se inclina por la Ingeniería e ingresa a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad Nacional con sede en Managua.  Al mismo tiempo, imparte clases en una escuela nocturna ubicada en las cercanías de la Casa del Obrero.  A inicios de los años cincuenta, por razones personales abandona la carrera de Ingeniería. Coincide lo anterior con el hecho de que a su amigo el Dr. Alfredo Cardoza le ofrecen en el Instituto Pedagógico de Diriamba una plaza de docente, misma que la cede a Heberto.

De esta manera, a partir de 1951, Heberto se inicia como docente del I.P.D., en donde imparte las materias de Matemáticas y Física en secundaria. En 1955 se casó con la Sra. María del Socorro Cardoza Solórzano, hermana de su maestro y amigo Dr. Alfredo Cardoza con quien procreó siete hijos; desafortunadamente el último parto, de trillizos, tuvo serias dificultades y no sobrevivieron.  En 1968 los bachilleres del Instituto Pedagógico de Diriamba le dedican su Promoción al Prof. Heriberto Linarte.

Durante su labor docente en el Pedagógico, Heberto nunca se apartó de las labores agrícolas, pues siempre ayudó a su padre con la administración de la Hacienda El Crucero, así como de la finca de su propiedad en San Rafael del Sur llamada “Rancho Alegre”.  En 1970 que fallece su padre, Heberto hereda la administración de la Hacienda El Crucero y consigue un horario especial en el Pedagógico para poder combinar sus actividades, además de las clases que impartía en el Colegio Madre del Divino Pastor en sus dos planteles y ad honorem, en la escuela nocturna San Sebastián que fundara su amigo el Profesor Juan Carlos Muñoz para ayudar a los jóvenes de Carazo.

En 1974 después de un fuerte sismo que sacude a Carazo, el Instituto Pedagógico de Diriamba, después de 35 años de funcionamiento, cierra sus puertas definitivamente. Heberto queda abandonado a su suerte, pues los ínclitos hijos de La Salle fingen demencia y no le ofrecen absolutamente nada por sus 23 años de servicio, ni siquiera una alternativa de trabajo en Managua.  Heberto se dedica entonces de lleno a las actividades agrícolas, administrando además de El Crucero, una pequeña finca llamada El Pozo.

En los años ochenta, las fincas que administraba Heberto son confiscadas para favorecer a los “pobres”.  Sin muchas alternativas Heberto tiene que aceptar un puesto en la imprenta de su amigo Don Octavio Rocha en Managua.  Posteriormente, en 1983 a través de su ex alumno, el Profesor Rafael Narváez, originario de San Rafael del Sur y sanmarqueño por adopción, consigue una plaza de docente en el Colegio Corazón de Jesús de las Hermanas Betlemitas de Chinandega en donde imparte clases hasta el año 1984,  y logra ganarse el cariño del alumnado quienes le dedican las promociones de todos los años que estuvo allá.

Al año siguiente imparte clases en el Instituto Pedagógico de Managua, esta vez simultáneamente con su hijo menor quien impartía Matemáticas en segundo año.  El siguiente año lectivo, 1986, regresa a Chinandega a impartir su último año en esa ciudad pues tiene que regresar a El Crucero por razones de salud de su esposa.  En 1987 el Dr, Carlos Herrera le ofrece su plaza como profesor de Matemáticas en el Instituto Nuestra de las Victorias de El Crucero.  El Centro contaba apenas con el ciclo básico, sin embargo Heberto convence a Sor Bertha González que realizara las gestiones ante el Ministerio de Educación para incorporar toda la secundaria.  En 1989 el Instituto logra su primera promoción de bachilleres.

A mediados de los años noventa, la salud de Heberto empieza a deteriorarse debido a una diabetes padecida desde los cuarenta años y que comenzó a incidir en su vista y audición, lo que lo motiva a retirarse definitivamente de la docencia en 1995.  En ese mismo tiempo, la Hacienda El Crucero fue regresada a sus dueños y Heberto fue llamado a hacerse cargo de la misma.

A partir de entonces su salud fue deteriorándose poco a poco.  En 1997 sufrió un pequeño derrame cerebral que afortunadamente no dejó secuelas graves.  Por recomendaciones de su amigo el Profesor Bayardo Cordero, nunca dejó que le inyectaran insulina y recurría a remedios sencillos y a veces naturistas.  A comienzos de este año, su salud estaba en el límite y Heberto comenzó a presentir su muerte y hasta empezó a barajar fechas probables, que si el día de su cumpleaños el 30 de abril, que si el 11 de abril que era sábado de gloria en que cayó el día que nació o el 15 de abril fecha en que habían fallecido su padre y su abuela materna.

Fue el 16 de abril de 2009 que Heberto, rodeado de su esposa, hijos y nietos abandonó este mundo.  Fue su última voluntad que lo enterraran en el Cementerio de El Crucero, en una colina desde donde se divisa la montaña, el mar y Managua y fue allí en donde cargado por sus hijos y nietos bajó a su última morada.

Sus miles de alumnos se encuentran ahora en los puntos más inverosímiles del planeta y estoy seguro que en algún momento de sus vidas recordarán cariñosamente al Profesor y por eso en nombre de todos ellos, con el corazón de gratitud henchido, como dice el himno lasallista, digo: Querido Profesor Linarte, Descanse en Paz.

Agradezco profundamente al Profesor Heberto Linarte Cardoza, por haber compartido conmigo “El Retrato de mi padre”, que es un testimonio de la vocación y dedicación de un hombre que se entregó a la educación nacional, pero más que eso, es la muestra del amor y respeto que se ganó de parte de su familia.

Promoción I.P.D. "Heberto Linarte" 1968

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Los dulces recuerdos de la niñez

Nadya Cecilia y el chocolate.  Foto: Orlando Ortega Reyes

Uno de estos días, pensando que de repente se multiplicaron las nietas y en algún momento me corresponderá el papel de abuelo cuenta cuentos, reflexionaba sobre todos los cuentos de mi infancia y definitivamente no me gustaría contárselos a mis nietas.  Una abuela devorada por un lobo feroz, uno ogro que engullía niños, padres que no podían dar de comer a sus hijos y los perdían en el bosque, un tipo de barba azul que asesinaba a todas sus esposas, niños que eran engordados para ser almorzados por brujas, que todavía andan por ahí, pero no son temas para la mente de un niño.  Por eso me puse a repasar el cuento que escribió mi hermano Ovidio, “El vuelo del pajarito de dulce”, una historia tan fresca, como todo lo que brota de la mente de ese poeta.  En ese cuento, uno de los protagonistas es, obviamente, un pajarito de dulce, de esas coloridas golosinas que preparan artesanalmente en Santa Teresa, Carazo y que invariablemente me trae a la mente aquel mundo pletórico de color y de sabor, alrededor del cual parecía girar nuestra niñez.

El recuerdo más antiguo de mi experiencia con las golosinas es un viaje con mi abuelo a la hacienda San José, de su gran amigo el Dr. José Heliodoro Robleto.  En algún momento de la visita fuimos al estudio del Dr. Robleto y de un enorme escritorio el galeno sacó unos dulces que amablemente me regaló.  Eran unos toffees que supongo eran ingleses, pues nunca más los volví a probar, pero tenían un sabor inigualable que más de medio siglo después, su recuerdo pareciera perdurar en mi paladar.  En cuanto a colorido, todavía persisten en mi memoria unos pececitos de caramelo que vendía Alfredo Chan Can en su tienda La Mariposa, junto al mercado de San Marcos y que hacían brillar los vasos de cristal que adornaban el mostrador principal de la tienda.

A estas alturas del partido, no comprendo cómo nuestra niñez pudo resistir la enorme cantidad de azúcar que ingeríamos de la manera más variada y especialmente continua.  Tanto de golosinas locales, como de los lugares más remotos del globo.

Entre los dulces locales estaban los caramelos de nancite, preparados en el pueblo y que eran un reto a la fortaleza de nuestras dentaduras.  De un color rosado tenían una consistencia melcochosa de tal manera que los dos nancites escondidos en el caramelo constituían un premio para el que lograba llegar hasta ellos. También estaban los caramelos de la Filena González, unas pelotas que tardaban más de tres horas en disolverse, diferentes a los caramelos también esféricos aunque porosos, con unas estrías de diversos colores, que se vendían a centavo o sea diez por el real y que luego subieron a ocho por el real.  Los más famosos de esta clase eran los que vendía un tipo que se hacía llamar Chamberlain, que como salido de un cuento de Charles Dickens, recorría el pueblo con un enorme saco al hombro gritando:  “Caramelos Chamberlain, diez pelotas por un real y a beber agua”.

De Santa Teresa y La Conquista nos llegaban los pajaritos, sombreritos, sandalias y demás figuras de dulce y adornadas de vívidos colores, así como las botellitas y guitarritas de dulce que se mordían en la punta y había que sorber un líquido mucho más dulce que el envase.  También saboreábamos las melcochas de color rosado chicha y los alfeñiques cuya dulzura era tal que el abuso en su consumo producía dolor de cabeza.

De las Gutiérrez de Masatepe llegaban los chivitos, cuya masa a base de arroz se preparaba con una receta super secreta que guardaba celosamente la familia, también saboreábamos los marquesotes, blancos como cuajadas, las cajetas de leche y de coco.  De esos rumbos también llegaban los huevos chimbos y el pan de rosa.  Habría que resaltar sin embargo, en San Marcos las cajetas de coco negras con tamarindo que preparaba la Mariana y las cajetas de leche elaboradas por la Melba Quant, cuando no andaba metida en el circo.

En esos tiempos el maní era preferido de la muchachada y de esta forma los garrapiñados que de forma esférica se mostraban en los vasos carameleros de las pulperías eran una delicia.  También eran muy demandados los crocantes de maní, en especial unos de la marca Estrella.

La tía Mélida, desde Masaya, nos proveía de las mejores lecheburras de Nicaragua, su sabor era único pues ella le ponía alma, vida y corazón a todo lo que preparaba.  De la ciudad de las flores también disfrutábamos de los coyolitos, que no eran precisamente de coyolito sino de plátano maduro, distintos de los coyoles en miel, del tamaño de una pelota de golf, de un morado subido y que la gracia no era tanto chupar la superficie que parecía algodón quirúrgico endulzado, sino quebrar el coyol, cosa que requería ídem y comerse la nuez que llevaba dentro.  También estaban las lecheburras de coco, muy diferentes en sabor y consistencia a las tradicionales, pero empacadas de forma similar.   No eran de mi completo agrado los pirulís, pues a pesar de su colorido, la predominancia de la menta los alejaba de mi gusto.

Con sabor a feria estaba el algodón de azúcar, que parte del disfrute estaba en ver la magia con que el expendedor ponía una cucharada de azúcar teñida con anilina y mientras la máquina ronroneaba, de repente brotaban las hilachas que se convertían en el apetecido algodón de un rosado intenso.

Saliendo un poco del nivel artesanal, también abundaban los caramelos industrializados, ya fueran importados o nacionales, como los de la fábrica de caramelos Lanning de Managua, que quedaba por el rumbo de la Cervecería y que ofrecía un surtido bastante decente.  Otros de origen desconocido tenían forma de almohadita y entre el surtido habían unos de sabor de anís. Los únicos caramelos que no eran tan apetecidos eran los que venían acompañando a las figuras de los jugadores de la liga de béisbol profesional y que todo niño debía tener su colección, en especial los de su equipo favorito, no obstante, los caramelos sabían a menta y la mayoría de las veces estaban llorosos y se pegaban a las figuritas que traían.

En este recordatorio no podrían quedar fuera los salvavidas multicolores que se disfrutaban uno por uno hasta agotar el rollito.  Otros que eran muy apetecidos por su sabor particular, no tan hostigoso, eran los Pez, ladrillitos que venían empacados para servirse en dispensadores especiales y que ahora algunos de ellos llegan a costar una fortuna para los coleccionistas.

Había también sus curiosidades como las gomitas, los frijolitos, pildoritas en empaque de celofán.  En Diriamba había una tienda de un señor de apellido Alemán que tenía un mostrador largo y el cual estaba ocupado por envases para caramelos de los más variados, la mayoría de ellos importados, lo que convertía dicho establecimiento en un paraíso para los niños.

De El Salvador se importaban las famosas Sorpresas, que eran unas esferitas de diversos sabores, incluyendo de anís, que venían empacadas en unas pequeñas bolsas de papel amarradas en su extremo con un fino hilo y que además de los caramelos traían una sorpresa, que generalmente era la miniatura de un juguete.  Aparentemente en ese país todavía se comercializan, mientras que aquí en Nicaragua sólo nos quedan otro tipo de sorpresas.

Otra delicia para el paladar eran los Kraft, que eran tofees de varios sabores y los originales de un sabor exquisito.  La fábrica Bambi de Sol Lewites en Jinotepe, fabricaba unas imitaciones de Kraft bastante buenas, así como chocolates y dulces variados.  Posteriormente salieron los Toficos y las Vaquitas, bastante apetecidas por la muchachada. También fue una novedad unos muñecos de caramelo, sin envoltorio, que algunos conocían como marcianitos y venían de diferentes sabores.

Algo clásico en las golosinas para niños han sido las paletas y se encontraban de todos los sabores posibles, sin embargo, causaron una gran sensación la llegada de los famosos bombones, que venían en sabores de chocolate, fresa, uva, naranja, etc.  Una novedad fue unos pequeños recipientes como grandes dedales que tenían una jalea de sabor indeterminado pero que fueron muy solicitados por los niños.  Luego, se pierde en la memoria unos caramelos de los cuales sólo recuerdo el nombre: Cometa y que dio lugar a un famoso dicharacho: Comete un Cometa.

No puede faltar en la lista el chocolate.  Nos deleitaba desde el artesanal preparado en Rivas, de aquellos que venían en barras formadas por unas especies de cilindros, hasta el finísimo Cadbury que se encontraba a precios razonables y cuyos óvalos rellenos de almendras o avellanas eran un bocado de cardenal.  También había unos chocolates ingleses en forma de puros, envueltos en papel de estaño y acomodados en una lata cilíndrica lujosamente adornada, que mi abuelo le llevaba de regalo a mi madre y ella amorosamente los compartía con sus hijos.  También recuerdo los chocolates Auxiliadora, de mala calidad y que venían acompañados de figuritas de diferentes colecciones que debían pegarse en un “álbum” que no era otra cosa más que una hoja de papel con los cuadros vacíos y de los cuales recuerdo una serie sobre los presidentes de Nicaragua y de los cuales una figura nunca aparecía.  Eran distribuidos por una barata que llegaba al pueblo a realizar la propaganda y a dejarlos en las pulperías.  También disfrutamos los chocolates Layer que llegaron a ser muy populares.  Más tarde aparecieron las botonetas, imitación regional de los M&M.

En una ocasión, mi tío Eduardo fue a Costa Rica y a su regreso trajo regalos para todos.  A mí me regaló un huevo.  Me extrañó el regalo y me quedé sosteniéndolo un buen rato.  Y ahí estaba yo en un rincón, con un huevo en la mano, como Hamlet sosteniendo la calavera, cuando pasó la Mamá Santos, la nanny de mis primos y me susurró: – Es de dulce.  Comencé a romperlo y en efecto, la capa exterior era dulce y luego tenía una capa de chocolate.  Décadas más tarde, encontré como la última invención a los Kinder Surprise, que son idénticos a los que consiguió mi tío a mediados de los años cincuenta.

Los chicles son un capítulo completamente aparte.  Uno de los parámetros para determinar cuándo un niño tenía uso de razón era, además de los conocimientos básicos del Catecismo, la capacidad para no tragarse el chicle, pues las creencias eran que el mismo se pegaba en el tracto digestivo pudiendo ocasionar una oclusión intestinal que conduciría invariablemente a la muerte.  Cuando alcanzamos esa edad, se nos permitió mascar chicle pero sólo Adams.  En aquel tiempo los más usuales eran los de pastillas y que venían en sabor menta, frutas, canela, yerbabuena y unos de violeta que sabían a talco.  Lo que realmente eran tentación eran unos chicles que en su envoltura de color rosado pálido, decían Duble Bubble Bubble Gum y que en el pueblo llamaban chicle de chimbomba, pues a diferencia de los Adams que no permitían esas gracias, esos si producían unas enormes chimbombas, sin embargo, los abuelos creían a pie juntillas que el esfuerzo para mascarlos tenían efectos nocivos sobre las amígdalas, el desarrollo maxilar y hasta el esternocleidomastoideo.  Cuando lográbamos ahorrar un chelín, comprábamos uno de esos chicles, mucho más caros que los Adams y que eran en forma de cubo, compuestos por dos mitades que podían engullirse de una sola vez o guardar una para cuando se terminara la primera.  Traían unas estampitas, casi transparentes con historietas en inglés. Era toda una aventura comprarlos clandestinamente y disfrutarlos en el cine haciendo gala de la capacidad de hacer chimbombas a diestra y siniestra.  Luego nos sorprendieron los chicles de pelota, una gran innovación en aquella época y a pesar de ser más dulces que los Adams, podían hacer modestas chimbombas.  Se vendían a granel y sin envoltura y son los mismos que ahora se venden en máquinas expendedoras.

Los chicles más originales y extraños eran los chicles de pollito.  La única persona que los vendía era doña Margarita Centeno, una comerciante de Masaya que llegaba regularmente a San Marcos y entre las curiosidades que ofrecía estaban estos chicles.  Venían en una caja como de fósforos, un poco más alta, con un dibujo de un par de pollitos y traía además de una dotación de chicles, una sorpresa que era una miniatura de un juguete.  Nunca supimos de dónde eran esos chicles y jamás en la vida volví a encontrarlos en ninguna parte.  Muy originales también eran los chicles Mágicos, que en su envoltura tenían a una gitana y cuyo sabor era “X” como dicen ahora, pero tenían la particularidad de traer un papel que al ponerse a cierta distancia del fuego, aparecía un mensaje sobre el futuro del consumidor, tan ambiguo que parecía reporte de la Comisión Económica de la Asamblea Nacional.

Luego empezaron a surgir nuevas marcas de chicle para competir con las tradicionales, algunas de la misma Adams, como los Cupy, los Mambo, los chicles de moneda, los Minichicles, los Clark, los Bum, los Corvis, que tuvieron una propaganda agresiva con aquella famosa frase: No me pida imposibles, mejor pídame un Corvis.  Los más exagerados eran los chicles Cadillac que no ofrecían un sabor excelente pero su tamaño era considerable, pues podrían alcanzar los 20 centrímetos y un poco menos presuntuosos fueron los ladrillos de chicles de regular tamaño.

Estoy seguro que cada quien guardará en la memoria un sinnúmero de golosinas que a mí se me quedaron en el tintero o se perdieron en los recovecos de la memoria, lo que es seguro es que siempre que hayan niños, habrá una enorme variedad de dulces para todos los gustos.

Los que ahora somos abuelos, no nos queda más que los dulces recuerdos de la niñez, cuando el páncreas resistía toneladas de azúcar, pero como dicen:  “Lo gozado y lo bailado nadie nos lo quita”.

Le agradezco a mi hermana Oralya por la tarde lluviosa en San Salvador en que rememoramos todos los dulces recuerdos, mientras nos embelesábamos con Paulita Cecilia.

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Los fabulosos carros concheños

Buick 1950

La distancia que separa a La Concepción de Maria, La Concha, Departamento de Masaya, de San Marcos, Departamento de Carazo, es de apenas ocho kilómetros y a pesar de esta cercanía, estas ciudades podrían optar por el título de vecinos distantes.  Desde siempre, ambas ciudades perecían por la falta de agua en sus respectivas localidades, siendo la tradicional fuente de abastecimiento las Pilas de Sapasmapa, ubicadas en un lugar equidistante en el camino que comunica a estas ciudades.  El acceso a estas pilas fue motivo de largas luchas entre sanmarqueños y concheños, sin embargo, no está documentado si en aquellas batallas alcanzó a llegar la sangre al río, o por lo menos hasta las pilas.  Dicen que en cierta ocasión, una pequeña imagen de San Marcos apareció en las pilas, por lo que muchos creyeron que se trató de una milagrosa revelación del evangelista, quien de esa forma dictaminaba que las pilas eran propiedad de la localidad que se había encomendado a su protección, por lo que los concheños no tuvieron otra alternativa que reconocer la soberanía de San Marcos sobre dicho lugar.  Tampoco se llegó a saber quién fue el ocurrente que a mitad de la noche llegó a las pilas a colocar la rústica imagen del evangelista.

Siempre hubo una animadversión entre los habitantes de estas dos localidades.  Nadie sabe si esta actitud nació del pleito por el agua o fue algo en su propia idiosincrasia, más añejo todavía, que no permitió un entendimiento a la hora de compartir el vital líquido.   No obstante, la rivalidad que había nacido entre ellos tuvo que hacerse a un lado debido a que se dio una relación simbiótica entre ambas ciudades.  Para los concheños, San Marcos era su única salida al mundo exterior, pues para trasladarse a Managua, Masaya, Jinotepe o cualquier otra localidad, tenían que pasar a fuerza por ahí. Por otra parte, el hecho de que este aislamiento no permitiera el florecimiento de un comercio adecuado en La Concha, obligaba a sus habitantes a realizar sus principales abastecimientos en San Marcos.  Para los sanmarqueños, la mano de obra procedente de La Concha ere indispensable para operar sus fincas de café, la mayoría ubicadas hacia el rumbo de sus rivales y los beneficios del comercio con ellos los hacían zanjar sus diferencias.  No obstante, lograba detectarse cierta velada discriminación de parte de los sanmarqueños hacia sus vecinos, a quienes les reprochaban hablar un español arcaico y con un cantadito particular y las muchachas que sucumbían ante los enamoramientos de algún concheño, se convertían en la comidilla del pueblo por mucho tiempo.

El camino entre ambas localidades, hasta mediados de los años noventa, fue de terracería, sinuoso y con pendientes extremas y la mayoría del tiempo se mantenía en muy malas condiciones, que lo hacían una ruta infame.  Recuerdo que cuando era niño me peinaba de partido a la izquierda y por más que me esmeraba (hasta me compré un peine de barbero) nunca me quedó bien hecho y mi tío Emilio se burlaba diciendo que mi partido se parecía al camino de La Concha.

Hasta mediados de los años sesenta el único medio de transporte, además de las bestias, eran unos automóviles que prestaban el servicio entre ambas ciudades por el módico precio de C$1.50, equivalentes a unos veinte centavos dólar.  Eran unos vehículos americanos de ocho cilindros, en su mayoría Buick, Chevrolet y De Soto, sobrevivientes de los años cuarenta e inicios de los cincuenta.  Eran sedanes adaptados para ese servicio en particular.  Lo más interesante de los arreglos era el realizado para ahorrar gasolina y adaptarse a un requerimiento mínimo, clausurando el tanque original de combustible y poniendo en su lugar un pequeño depósito encima del carburador que recibía la cantidad exacta de gasolina para el viaje.  Sus llantas habían olvidado que un día tuvieron grabado y parecían, según mi padre, talón de guatusa.  Los resortes de los asientos saltaban en busca de las posaderas de los pasajeros y las puertas debían asegurarse con hules de resorteras y barritas de madera.  El ruido que producían se asemejaba a una pulpería en cataclismo y bien decían en el pueblo que a esos carros les sonaba todo menos el pito.  No llegaban a la categoría de taxis y eran conocidos simplemente como los carros concheños.

El viaje en sí, era toda una aventura en montaña rusa, en primer lugar porque al salir de San Marcos, el conductor aceleraba un poco para agarrar vuelo y luego apagaba el motor para consumir menos combustible, no con fines ecológicos, sino que con fines puramente monetarios.  Con ese impulso llegaban hasta donde termina el Barrio de La Cruz y de ahí comenzaba la bajada de Las Pilas de Sapasmapa en donde el vehículo, todavía apagado, alcanzaba su mayor aceleración.  En cierta parte exacta de la bajada el conductor volvía a poner la ignición y el motor volvía a encender de tal forma que el final del descenso lo hacían en segunda a fin de obligar al vehículo a bajar la velocidad mediante el motor, hasta cierto punto, lo suficiente para poder bordear, ya en subida, las pilas y tener la potencia necesaria para subir la enorme pendiente que seguía.  Luego, ya en terreno plano echaban un último acelerón que los llevaba hasta La Concha, con la última gota de combustible.  Los automóviles que originalmente estaban diseñados para cinco pasajeros, llegaban a transportar hasta nueve pasajeros más el chofer y un perico, además de la carga que a fuerzas se acomodaba en la valijera.

Para agregarle un grado más de dificultad a la travesía estaban los choferes.  El más famoso y recordado de todos es uno al que apodaban “El cotito”.  Resulta que este individuo, a quien nunca le conocí su verdadero nombre, andaba celebrando las fiestas patronales de La Concha en cierta ocasión en que se vivían las más alegres de la historia.  Las fiestas en esa localidad eran más alegres entre más pleitos se originaban, algunos de ellos a punta de machete.  En esa ocasión, este individuo se enfrentó a un rival peligroso, que en un lance que dejaría pálida a la Novia de Kill Bill, de dos certeros tajos le arrancó la mano derecha y el brazo izquierdo desde el codo.  La necesidad lo obligó a seguir trabajando y aprendió a conducir el carro con su nueva condición.  Con los muñones que le quedaron aprendió a tener pericia al encender y conducir el vehículo y muy pronto logró dominarlo igual que antes del pleito.  Para quienes se subían por primera vez a un carro concheño y por casualidad les tocaba de chofer al “cotito” vivían una experiencia no apta para cardiacos.

Cuentan que en una ocasión “El cotito” se atrevió a viajar a Managua en una contratación especial y manejando por la capital lo detuvo un policía de tránsito, que al ver su condición lo llevó detenido a las oficinas centrales de esa institución.  El alboroto que se armó fue tal que el propio Jefe del Tránsito fue a asomarse y al preguntarle al chofer cómo se atrevía a manejar en esas condiciones, éste tranquilamente le dijo que le echara a su mejor chofer, que él le iba a ganar a lo que fuera.  El Jefe quiso pasarse de listo y le dijo que si cambiaba una llanta más rápido que un policía, lo dejaría ir.  El lugar se llenó de curiosos y cuando dieron la señal para comenzar, “El cotito” como una bala sacó de la valijera sus herramientas y con una pericia y velocidad increíbles cambió la llanta con tan sólo sus muñones y cuando terminó de socar la última tuerca, el policía todavía estaba luchando por colocar la llanta de repuesto.  Entre aplausos, el Jefe felicitó al “Cotito” y lo dejó regresar a La Concha.

Si acaso alguien evitaba viajar con “El cotito” y esperaba el siguiente viaje, podía llevarse una sorpresa.  El chofer del carro siguiente, tenía todos sus miembros completos y aparentemente no tenía ningún problema visible.  Sin embargo, en el trayecto, los pasajeros que viajaban adelante empezaban a notar que el chofer parecía mirarlos fijamente, en lugar de mirar el camino y así durante todo el viaje.  Hasta después se daban cuenta que se trataba de alguien que padecía de un estrabismo marcado y que para el vulgo, que en esos tiempos no sabían lo que era políticamente correcto, se trataba simplemente de “El bizco”.

A mediados de la década de los sesenta, al incrementarse el tránsito entre La Concha y San Marcos, los hermanos Mercado vieron la oportunidad para una ruta de buses y fundaron los Transportes Mercado que conectaron su ciudad con San Marcos, Jinotepe, Diriamba y Managua.  El costo del pasaje era de un córdoba a San Marcos, lo que vino a sacar del mercado, valga la redundancia, al los carros concheños.  Es muy posible que en un patio de La Concha se encuentren los esqueletos de aquellos fabulosos carros.

A mediados de los años noventa se inauguró la carretera que conecta Ticuantepe, con San Juan, La Concha y San Marcos.  En sus inicios era una super carretera asfaltada, con un diseño que suavizó las curvas y las pendientes y que permitía viajar de San Marcos a Managua en treinta y cinco minutos y a La Concha en tan sólo cinco minutos.  El paso por las Pilas de Sapasmapa se realiza en un santiamén.  Ahora el tránsito de transporte colectivo es intenso, la mayoría son microbuses que cubren las rutas de Carazo a Managua y puntos intermedios y que van en competencia de velocidad, esquivando baches.  Son intrépidos, sin embargo, nunca les llegarán en emoción y audacia a los legendarios carros concheños, cuando en aquella caída libre hacia las pilas, en cierto momento “El Cotito” con un golpe de su muñón encendía el switch de la ignición y de un fuerte golpe hacia arriba a la palanca de cambios pasaba de neutro a segunda y soltaba el clutch, mientras el motor rugía con el último chorro de gasolina del depósito y se elevaba como el transbordador Discovery, bordeando la estatua de San Marcos que mientras se iba haciendo más pequeñita, continuaba señalando que Las Pilas de Sapasmapa eran propiedad de sus devotos y fieles sanmarqueños.

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A Barrabás

Barrabas

1973 fue un año vertiginoso para todos los habitantes de Managua y en general para todos los nicaragüenses.  Inició tan sólo ocho días después del terremoto que destruyó a la ciudad capital, momento en que la población no se reponía del shock que representó aquel dantesco acontecimiento.  Conforme avanzaba el año, los capitalinos fueron convenciéndose que lo único que quedaba por hacer era trabajar duro para reconstruir su ciudad y sus vidas, así como resignarse a que ya nada sería igual.

El gobierno había dado un vuelco, pues el triunvirato que estaba en el poder gracias al pacto Kupia-kumi entre Fernando Agüero y Anastasio Somoza, fue superado por el Comité de Emergencia, que asumió todas las funciones del Ejecutivo, con Somoza Debayle a la cabeza.  Este Comité declaró a 1973: Año de la Esperanza y la Reconstrucción.  Generalmente los eslóganes y consignas emanados de cualquier gobierno suenan siempre huecos, sin embargo, en este caso, no había pierde, eran los dos elementos indispensables que marcarían la vida de los nicaragüenses, ese año en particular.

Las radioemisoras en un inicio se habían dedicado a prestar servicios sociales, anunciando la nueva ubicación de personas, empresas, mensajes para unos y otros, así como pasar una y otra vez el poema “Réquiem para una ciudad muerta” de Pedro Rafael Gutiérrez en la voz de Fabio Gadea Mantilla.  No obstante, llegó el tiempo en que las ondas hertzianas se vieron en la obligación de llevar música a los managuas, para que estos salieran de la tremenda depresión en que se hallaban.  Así comenzó a sonar toda la música que por unos meses se había quedado rezagada.

Entre esa música hay una que los capitalinos recuerdan de manera especial porque marcó el ritmo de su nueva vida, muchos de ellos reubicados en las ciudades circunvecinas, que los obligaba a madrugar y transportarse hacia Managua para continuar con sus actividades cotidianas y regresar cansados luego a esas ciudades dormitorio.  Esa música es la del grupo español Barrabás.

Los últimos años, los nicaragüenses habían aceptado con mucho entusiasmo la música de Carlos Santana y aquel nuevo estilo, mezcla de rock y ritmos latinos, con mucho orgullo además, al integrar el grupo nuestro compatriota leonés, Chepito Areas que manejaba magistralmente las percusiones.  No obstante, a finales de 1972, Santana dio un golpe de timón a su carrera y con la influencia de un gurú, comenzó un cambio radical en su vida, realizando una reestructuración de su grupo y plasmando en su música una mayor profundidad, que lo obligó a llevar su ritmo original hacia el jazz.  De esta forma, su nuevo álbum Caravanserai, no tuvo en el público nicaragüense el impacto de Abraxas o Tabú.  En su lugar, la música de un nuevo grupo, con un nombre demasiado sugestivo, empezó a acaparar la atención de los radioescuchas pinoleros.  Nadie sabía de dónde habían llegado.  Interpretaban sus temas en inglés, con una pronunciación que no delataba su origen, como ocurre cuando Julio Iglesias se atreve a hacerlo.  El estilo era una extraña fusión de rock y ritmos latinos al igual que Santana, sin embargo, había cierta dosis de funky que a veces quería resaltar.   El primer sencillo de Barrabás que pegó duro fue Wild Safari, en donde el grupo se muestra compacto, sin el afán de resaltar solistas y en donde las voces que emergían de sorpresa, como fiera en la jungla, entusiasmaron a la juventud de aquella época.  Casi simultáneamente apareció el sencillo Woman, que también impactó en el gusto nicaragüense por su ritmo pegajoso y la sencilla pero sugestiva letra.  Para los románticos, Barrabás llevó un tercer sencillo que también se colocó en los primeros lugares; era una balada rítmica llamada Cheer Up, en donde una flauta hace de las suyas como marco para un ensamble de voces que a veces nos recordaban a The Sandpipers.

Muy poco tiempo después, Barrabás volvió a sorprender a la audiencia nicaragüense con los temas de su segundo álbum llamado Barrabás Power, en especial Childern, que logró arrollar en todas las listas de popularidad.

Para ese tiempo, surgió un grupo que logró darle la batalla a Barrabás.  Se trataba de un grupo que integró Arcelio García con Jorge Santana el hermano menor de Carlos, con la participación de otro compatriota nuestro, el bajista originario de Granada, Pablo Téllez, el gran trompetista Luis Gasca y tres elementos más.  Este grupo fue Malo.  Su estilo era muy diferente al de Santana y de acuerdo a los estudiosos del tema, el mismo se orientaba un poco al soul.  Sin duda alguna su tema Suavecito fue uno de los favoritos de los nicaragüenses que no se cansaban de pedirlo a las radioemisoras.  Había otro tema llamado Pana, también con algún suceso, sin embargo, como decía don Santos, “nunca como Suavecito”.  El problema con Malo es que el entusiasmo de su primer álbum se disolvió, así como la fama del grupo.

Al poco tiempo, Barrabás volvió al ataque y regresó con el álbum “Soltad a Barrabás” en donde aparecía un tema que también conmocionó a los jóvenes de aquel tiempo: Hi-Jack.  Este nombre tenía un gran impacto pues estaban de moda los secuestros de aeronaves.

De esta forma, se logra una marcada preferencia hacia Barrabás en la música juvenil post terremoto.  El grupo se disolvió en 1977 y muy pocos en Nicaragua se dieron cuenta, pues a pesar de que sus temas se mantuvieron en los primeros lugares de audición en el país, casi nadie llegó a conocer las interioridades del grupo.  Salvo los muy ilustrados en el tema sabían que Barrabás surgió prácticamente del famoso grupo español Los Brincos, en donde uno de sus integrantes Fernando Arbex, fue quien desarrolló el proyecto de Barrabás, acompañado por Ricky y Miguel Morales, ambos hermanos de Junior, el ahora viudo de Rocío Dúrcal, que junto con Juan Pardo y Miguel González también integraron Los Brincos.  Todos recordarán aquellos éxitos de aquel grupo: Mejor, Sola, Tú me dijiste adiós.  Muchos ignoran que Fernando Arbex falleció en 2003 a la edad de 62 años y que dejó una larga carrera musical, más allá de Los Brincos y Barrabás, pues produjo a artistas de la talla de Nana Moskouri,  Harry Belafonte,  José Feliciano, Rita Pavone y Camilo Sesto, además participó en las bandas sonoras de varias películas españolas como Más bonita que ninguna, de Rocío Dúrcal.

En las últimas semanas, Radio Joya de Nicaragua dedicó un programa especial en homenaje a Barrabás y es muy difícil que alguien mayor de cincuenta años y que estuviera en Nicaragua para la época post terremoto no se haya emocionado cuando escuchó  aquella voz aguardentosa clamando:  “Every time I see that woman, every time I see that girl, secret feelings come inside me, something´s burning in my head”, mientras el resto del grupo pone el ritmo tan especial, aquel que nos hacía marcar el paso hacia la esperanza y la reconstrucción.

Doy gracias a mi hermano Eduardo por un favor recibido, digo por la asesoría en este Post.

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