Uno de estos días, pensando que de repente se multiplicaron las nietas y en algún momento me corresponderá el papel de abuelo cuenta cuentos, reflexionaba sobre todos los cuentos de mi infancia y definitivamente no me gustaría contárselos a mis nietas. Una abuela devorada por un lobo feroz, uno ogro que engullía niños, padres que no podían dar de comer a sus hijos y los perdían en el bosque, un tipo de barba azul que asesinaba a todas sus esposas, niños que eran engordados para ser almorzados por brujas, que todavía andan por ahí, pero no son temas para la mente de un niño. Por eso me puse a repasar el cuento que escribió mi hermano Ovidio, “El vuelo del pajarito de dulce”, una historia tan fresca, como todo lo que brota de la mente de ese poeta. En ese cuento, uno de los protagonistas es, obviamente, un pajarito de dulce, de esas coloridas golosinas que preparan artesanalmente en Santa Teresa, Carazo y que invariablemente me trae a la mente aquel mundo pletórico de color y de sabor, alrededor del cual parecía girar nuestra niñez.
El recuerdo más antiguo de mi experiencia con las golosinas es un viaje con mi abuelo a la hacienda San José, de su gran amigo el Dr. José Heliodoro Robleto. En algún momento de la visita fuimos al estudio del Dr. Robleto y de un enorme escritorio el galeno sacó unos dulces que amablemente me regaló. Eran unos toffees que supongo eran ingleses, pues nunca más los volví a probar, pero tenían un sabor inigualable que más de medio siglo después, su recuerdo pareciera perdurar en mi paladar. En cuanto a colorido, todavía persisten en mi memoria unos pececitos de caramelo que vendía Alfredo Chan Can en su tienda La Mariposa, junto al mercado de San Marcos y que hacían brillar los vasos de cristal que adornaban el mostrador principal de la tienda.
A estas alturas del partido, no comprendo cómo nuestra niñez pudo resistir la enorme cantidad de azúcar que ingeríamos de la manera más variada y especialmente continua. Tanto de golosinas locales, como de los lugares más remotos del globo.
Entre los dulces locales estaban los caramelos de nancite, preparados en el pueblo y que eran un reto a la fortaleza de nuestras dentaduras. De un color rosado tenían una consistencia melcochosa de tal manera que los dos nancites escondidos en el caramelo constituían un premio para el que lograba llegar hasta ellos. También estaban los caramelos de la Filena González, unas pelotas que tardaban más de tres horas en disolverse, diferentes a los caramelos también esféricos aunque porosos, con unas estrías de diversos colores, que se vendían a centavo o sea diez por el real y que luego subieron a ocho por el real. Los más famosos de esta clase eran los que vendía un tipo que se hacía llamar Chamberlain, que como salido de un cuento de Charles Dickens, recorría el pueblo con un enorme saco al hombro gritando: “Caramelos Chamberlain, diez pelotas por un real y a beber agua”.
De Santa Teresa y La Conquista nos llegaban los pajaritos, sombreritos, sandalias y demás figuras de dulce y adornadas de vívidos colores, así como las botellitas y guitarritas de dulce que se mordían en la punta y había que sorber un líquido mucho más dulce que el envase. También saboreábamos las melcochas de color rosado chicha y los alfeñiques cuya dulzura era tal que el abuso en su consumo producía dolor de cabeza.
De las Gutiérrez de Masatepe llegaban los chivitos, cuya masa a base de arroz se preparaba con una receta super secreta que guardaba celosamente la familia, también saboreábamos los marquesotes, blancos como cuajadas, las cajetas de leche y de coco. De esos rumbos también llegaban los huevos chimbos y el pan de rosa. Habría que resaltar sin embargo, en San Marcos las cajetas de coco negras con tamarindo que preparaba la Mariana y las cajetas de leche elaboradas por la Melba Quant, cuando no andaba metida en el circo.
En esos tiempos el maní era preferido de la muchachada y de esta forma los garrapiñados que de forma esférica se mostraban en los vasos carameleros de las pulperías eran una delicia. También eran muy demandados los crocantes de maní, en especial unos de la marca Estrella.
La tía Mélida, desde Masaya, nos proveía de las mejores lecheburras de Nicaragua, su sabor era único pues ella le ponía alma, vida y corazón a todo lo que preparaba. De la ciudad de las flores también disfrutábamos de los coyolitos, que no eran precisamente de coyolito sino de plátano maduro, distintos de los coyoles en miel, del tamaño de una pelota de golf, de un morado subido y que la gracia no era tanto chupar la superficie que parecía algodón quirúrgico endulzado, sino quebrar el coyol, cosa que requería ídem y comerse la nuez que llevaba dentro. También estaban las lecheburras de coco, muy diferentes en sabor y consistencia a las tradicionales, pero empacadas de forma similar. No eran de mi completo agrado los pirulís, pues a pesar de su colorido, la predominancia de la menta los alejaba de mi gusto.
Con sabor a feria estaba el algodón de azúcar, que parte del disfrute estaba en ver la magia con que el expendedor ponía una cucharada de azúcar teñida con anilina y mientras la máquina ronroneaba, de repente brotaban las hilachas que se convertían en el apetecido algodón de un rosado intenso.
Saliendo un poco del nivel artesanal, también abundaban los caramelos industrializados, ya fueran importados o nacionales, como los de la fábrica de caramelos Lanning de Managua, que quedaba por el rumbo de la Cervecería y que ofrecía un surtido bastante decente. Otros de origen desconocido tenían forma de almohadita y entre el surtido habían unos de sabor de anís. Los únicos caramelos que no eran tan apetecidos eran los que venían acompañando a las figuras de los jugadores de la liga de béisbol profesional y que todo niño debía tener su colección, en especial los de su equipo favorito, no obstante, los caramelos sabían a menta y la mayoría de las veces estaban llorosos y se pegaban a las figuritas que traían.
En este recordatorio no podrían quedar fuera los salvavidas multicolores que se disfrutaban uno por uno hasta agotar el rollito. Otros que eran muy apetecidos por su sabor particular, no tan hostigoso, eran los Pez, ladrillitos que venían empacados para servirse en dispensadores especiales y que ahora algunos de ellos llegan a costar una fortuna para los coleccionistas.
Había también sus curiosidades como las gomitas, los frijolitos, pildoritas en empaque de celofán. En Diriamba había una tienda de un señor de apellido Alemán que tenía un mostrador largo y el cual estaba ocupado por envases para caramelos de los más variados, la mayoría de ellos importados, lo que convertía dicho establecimiento en un paraíso para los niños.
De El Salvador se importaban las famosas Sorpresas, que eran unas esferitas de diversos sabores, incluyendo de anís, que venían empacadas en unas pequeñas bolsas de papel amarradas en su extremo con un fino hilo y que además de los caramelos traían una sorpresa, que generalmente era la miniatura de un juguete. Aparentemente en ese país todavía se comercializan, mientras que aquí en Nicaragua sólo nos quedan otro tipo de sorpresas.
Otra delicia para el paladar eran los Kraft, que eran tofees de varios sabores y los originales de un sabor exquisito. La fábrica Bambi de Sol Lewites en Jinotepe, fabricaba unas imitaciones de Kraft bastante buenas, así como chocolates y dulces variados. Posteriormente salieron los Toficos y las Vaquitas, bastante apetecidas por la muchachada. También fue una novedad unos muñecos de caramelo, sin envoltorio, que algunos conocían como marcianitos y venían de diferentes sabores.
Algo clásico en las golosinas para niños han sido las paletas y se encontraban de todos los sabores posibles, sin embargo, causaron una gran sensación la llegada de los famosos bombones, que venían en sabores de chocolate, fresa, uva, naranja, etc. Una novedad fue unos pequeños recipientes como grandes dedales que tenían una jalea de sabor indeterminado pero que fueron muy solicitados por los niños. Luego, se pierde en la memoria unos caramelos de los cuales sólo recuerdo el nombre: Cometa y que dio lugar a un famoso dicharacho: Comete un Cometa.
No puede faltar en la lista el chocolate. Nos deleitaba desde el artesanal preparado en Rivas, de aquellos que venían en barras formadas por unas especies de cilindros, hasta el finísimo Cadbury que se encontraba a precios razonables y cuyos óvalos rellenos de almendras o avellanas eran un bocado de cardenal. También había unos chocolates ingleses en forma de puros, envueltos en papel de estaño y acomodados en una lata cilíndrica lujosamente adornada, que mi abuelo le llevaba de regalo a mi madre y ella amorosamente los compartía con sus hijos. También recuerdo los chocolates Auxiliadora, de mala calidad y que venían acompañados de figuritas de diferentes colecciones que debían pegarse en un “álbum” que no era otra cosa más que una hoja de papel con los cuadros vacíos y de los cuales recuerdo una serie sobre los presidentes de Nicaragua y de los cuales una figura nunca aparecía. Eran distribuidos por una barata que llegaba al pueblo a realizar la propaganda y a dejarlos en las pulperías. También disfrutamos los chocolates Layer que llegaron a ser muy populares. Más tarde aparecieron las botonetas, imitación regional de los M&M.
En una ocasión, mi tío Eduardo fue a Costa Rica y a su regreso trajo regalos para todos. A mí me regaló un huevo. Me extrañó el regalo y me quedé sosteniéndolo un buen rato. Y ahí estaba yo en un rincón, con un huevo en la mano, como Hamlet sosteniendo la calavera, cuando pasó la Mamá Santos, la nanny de mis primos y me susurró: – Es de dulce. Comencé a romperlo y en efecto, la capa exterior era dulce y luego tenía una capa de chocolate. Décadas más tarde, encontré como la última invención a los Kinder Surprise, que son idénticos a los que consiguió mi tío a mediados de los años cincuenta.
Los chicles son un capítulo completamente aparte. Uno de los parámetros para determinar cuándo un niño tenía uso de razón era, además de los conocimientos básicos del Catecismo, la capacidad para no tragarse el chicle, pues las creencias eran que el mismo se pegaba en el tracto digestivo pudiendo ocasionar una oclusión intestinal que conduciría invariablemente a la muerte. Cuando alcanzamos esa edad, se nos permitió mascar chicle pero sólo Adams. En aquel tiempo los más usuales eran los de pastillas y que venían en sabor menta, frutas, canela, yerbabuena y unos de violeta que sabían a talco. Lo que realmente eran tentación eran unos chicles que en su envoltura de color rosado pálido, decían Duble Bubble Bubble Gum y que en el pueblo llamaban chicle de chimbomba, pues a diferencia de los Adams que no permitían esas gracias, esos si producían unas enormes chimbombas, sin embargo, los abuelos creían a pie juntillas que el esfuerzo para mascarlos tenían efectos nocivos sobre las amígdalas, el desarrollo maxilar y hasta el esternocleidomastoideo. Cuando lográbamos ahorrar un chelín, comprábamos uno de esos chicles, mucho más caros que los Adams y que eran en forma de cubo, compuestos por dos mitades que podían engullirse de una sola vez o guardar una para cuando se terminara la primera. Traían unas estampitas, casi transparentes con historietas en inglés. Era toda una aventura comprarlos clandestinamente y disfrutarlos en el cine haciendo gala de la capacidad de hacer chimbombas a diestra y siniestra. Luego nos sorprendieron los chicles de pelota, una gran innovación en aquella época y a pesar de ser más dulces que los Adams, podían hacer modestas chimbombas. Se vendían a granel y sin envoltura y son los mismos que ahora se venden en máquinas expendedoras.
Los chicles más originales y extraños eran los chicles de pollito. La única persona que los vendía era doña Margarita Centeno, una comerciante de Masaya que llegaba regularmente a San Marcos y entre las curiosidades que ofrecía estaban estos chicles. Venían en una caja como de fósforos, un poco más alta, con un dibujo de un par de pollitos y traía además de una dotación de chicles, una sorpresa que era una miniatura de un juguete. Nunca supimos de dónde eran esos chicles y jamás en la vida volví a encontrarlos en ninguna parte. Muy originales también eran los chicles Mágicos, que en su envoltura tenían a una gitana y cuyo sabor era “X” como dicen ahora, pero tenían la particularidad de traer un papel que al ponerse a cierta distancia del fuego, aparecía un mensaje sobre el futuro del consumidor, tan ambiguo que parecía reporte de la Comisión Económica de la Asamblea Nacional.
Luego empezaron a surgir nuevas marcas de chicle para competir con las tradicionales, algunas de la misma Adams, como los Cupy, los Mambo, los chicles de moneda, los Minichicles, los Clark, los Bum, los Corvis, que tuvieron una propaganda agresiva con aquella famosa frase: No me pida imposibles, mejor pídame un Corvis. Los más exagerados eran los chicles Cadillac que no ofrecían un sabor excelente pero su tamaño era considerable, pues podrían alcanzar los 20 centrímetos y un poco menos presuntuosos fueron los ladrillos de chicles de regular tamaño.
Estoy seguro que cada quien guardará en la memoria un sinnúmero de golosinas que a mí se me quedaron en el tintero o se perdieron en los recovecos de la memoria, lo que es seguro es que siempre que hayan niños, habrá una enorme variedad de dulces para todos los gustos.
Los que ahora somos abuelos, no nos queda más que los dulces recuerdos de la niñez, cuando el páncreas resistía toneladas de azúcar, pero como dicen: “Lo gozado y lo bailado nadie nos lo quita”.
Le agradezco a mi hermana Oralya por la tarde lluviosa en San Salvador en que rememoramos todos los dulces recuerdos, mientras nos embelesábamos con Paulita Cecilia.