Crecí en un mundo que invitaba, o más bien inducía a todo aquel que se dejara, a volverse adicto al tabaquismo. Claro que en aquella época no se hablaba de adicciones, ni tampoco se hablaba de tabaquismo y la etiqueta que para esto se manejaba con cierta frecuencia era la de “vicio”. No obstante, los vicios hasta cierto punto se toleraban, siempre y cuando estuvieran restringidos a uno o dos, el problema se presentaba cuando el individuo tuviera en su haber los siete vicios del garrote, que incluían además la bebida, el juego, el sexo, más otros tres que en realidad nunca supe; entonces se consideraba alguien de cuidado. En aquellos tiempos era algo elegante saber fumar con estilo y era completamente aceptado hacerlo en cualquier recinto, a excepción de las iglesias y los hospitales, desde luego.
Además de la irrestricta publicidad en todos los medios de comunicación, existía la enorme influencia del cine, en donde los más recios actores y las féminas más sensuales, se apoyaban en un cigarrillo para consolidar su imagen. De esta forma se concebía al tabaco como un coadyuvante para aclarar la mente, relajar el espíritu, fortalecer el carácter, invitar a la sensualidad o bien finiquitar una relación sexual, muchas veces adivinada con solo el hecho de ver una pareja fumando en la cama.
Así pues, era natural que desde pequeño yo sintiera una extrema curiosidad por aquella acción que de manera natural acompañaba a tanta gente. Cabe aclarar que en mi casa nadie fumaba, a excepción de mi abuelo, quien lo hacía con un depurado estilo.
Cuando ya tuve cerca de seis o siete años, no pude más con la curiosidad y ante la imposibilidad de conseguir algún cigarrillo, fui experimentando con sucedáneos. En el fondo del patio había un árbol de níspero cuyas ramas más delgadas eran huecas y frágiles, así que cortaba una rama del tamaño de un pitillo y con un encendedor que tomaba prestado de la gaveta del escritorio de mi abuelo, la encendía, aspirando el humo que emanaba. Afortunadamente, por ignorancia, nunca hice el “golpe”, así que algo que pudo haber sido tóxico no pasó a más. Experimenté también con cartones o papeles enrollados que simulaban un cigarrillo y de igual forma los encendía y me los “fumaba”. Tengo que aclarar que todo era por pura curiosidad y nunca sentí aquel placer que el resto del mundo parecía experimentar.
En ese período nunca probé cigarrillos de verdad. Tal vez habría que recordar que el contacto más frecuente de los niños con el tabaco era la utilización de la envoltura del paquete como medio de cambio, es decir como una moneda alterna para cualquier juego que implicara alguna apuesta. Los cigarrillos en aquel entonces venían en paquetes de cartón que tenían la etiqueta como un papel suelto rodeándolo y que al sacarlo quedaban del tamaño de un billete y cada cual con el logo y colores de cada marca. Los que se utilizaban para tal fin eran los importados y de esa manera nos familiarizamos con las marcas como: Lucky Strike, Camel, Winston, Marlboro, Salem, L&M, Pall Mall, Newport, Viceroy, Philip Morris, Chesterfiel, Lark, entre otros. Los más avezados en estos menesteres, le asignaban un valor a cada marca y de esta manera manejaban este “dinero” de manera más eficiente.
Cuando llegó la pubertad, como parte de ciertos ritos iniciáticos entre los jóvenes recién ingresados a la secundaria, estaba indudablemente aprender a fumar, así como escaparse del colegio a medio día. Fue pues en las pulperías de Diriamba en donde adquirimos nuestros primeros cigarrillos. En ese tiempo no había una amplia oferta de tabaco nacional y se limitaban a los Esfinge, que obviamente tenían un dibujo de la esfinge; los Valencia que tenían un paisaje supuestamente de los tejados de la ciudad española y que eran los más baratos; así como unos mentolados llamados Polar y que traían a un oso blanco en la etiqueta. También estaban los Montecarlo y los Elegantes, cuyos logotipos no alcanzo a recordar. Por pura curiosidad escogí para dicho aprendizaje a los Polar, debido a que me parecía que el mentol tendría un mejor sabor. La verdad es que por más que le hacía no encontraba absolutamente ningún gusto al fumado, en cambio me provocaba un fuerte dolor de cabeza y ciertas nauseas, que disimulaba ante los compañeros y me imagino que ellos también lo hacían.
Ya en tercer año de secundaria el proceso de aprendizaje había finalizado y aquellos que habían adquirido el vicio ya lo tenían muy arraigado y quienes por cualquier razón no lo habían adquirido, ya no seguían intentándolo, resignándose a ser fumadores pasivos. En el colegio había un billar en donde los alumnos internos que contaban con un permiso expreso de sus padres, podían fumar en ese recinto. Era el único lugar en donde se podía fumar de manera tolerada, pues en cualquier otro lugar se hacía de manera clandestina, aunque a decir verdad, los ínclitos hijos de La Salle nunca perseguían a esos infractores.
Yo me cansé de buscarle la gracia al fumado y no seguí en el intento, así que me libré de caer en ese vicio. De los compañeros del círculo cercano a mí, un 75% eran fumadores activos y el resto no se encarriló en el vicio. Cuando nos bachilleramos, ya la Tabacalera Nicaragüense (TANIC) había sacado dos marcas más a la oferta de tabaco nacional, el Belmont y el Windsor; este último creo que era el más caro, pues ya contaba con un filtro que supuestamente absorbía toda la nicotina, dejando al cigarro como algo inocuo.
Recuerdo muy bien que entre las múltiples campañas publicitarias para incrementar el consumo de cigarrillos, en especial el más caro, el Windsor, la TANIC, patrocinaba un programa radial en la Estación X, llamado “La hora Windsor”, trasmitido a las 7 de la noche, que tenía como tema de introducción la melodía clásica de los años treinta, Humo en tus ojos (Smoke get in your eyes), escrita por Jerome Kern e interpretada instrumentalmente, en esa ocasión, por la gran orquesta de Ray Anthony. El programa comprendía sólo música instrumental, suave, tipo Ray Conniff, Billy Vaughan, entre otros y un locutor con una melosa voz, invitaba a escuchar las tranquilas melodías saboreando un delicioso Windsor, King Size con filtro.
Mi ingreso a la universidad coincidió con mi incorporación al atletismo, de tal manera que además de la falta de gusto por el fumado, tenía las restricciones que tenían los atletas respecto al fumado y a la bebida. Sin embargo, cuando ingresé a trabajar en 1973 hice un impase en mi carrera de atleta y comenzaron las invitaciones a todo tipo de celebración, la mayoría de ellas en antros de moda en la Managua post terremoto y ahí, de vez en cuando, con un par de mecatazos entre pecho y espalda, me fumaba un cigarrillo, tal vez para refrendar que no me gustaba y lo único que lograba era aumentar los estragos de la goma. Así con un dolor de cabeza de coger raza, me convencía por un rato que no me gustaba el cigarrillo y que era una soberana mentira aquello de que Flor de Caña, hoy lo toma y mañana cero goma.
Para 1977 volví al atletismo y comencé a tomar las cosas con calma, sin llegar a los extremos. De cualquier forma, me tocaba al igual que una gran proporción de ciudadanos, ser fumador pasivo, pues en aquellos tiempos, todavía era permitido fumar en todos lados.
En los años 80 en México, cierto día se me ocurrió que entre los aromas más deliciosos, se encontraba sin duda alguno aquel que emanaba de una pipa, además que parecía que ayudaba a mejorar las facultades deductivas, tal como afirmaba Sherlock Holmes. Así pues después de pensarlo un rato, me compré una pipa y una bolsa de tabaco de aroma de maple. Como decía la canción de la Tropa Loca: “Oh que fatal, desilusion…”; no sabía que el aroma que deleitaba era para el fumador pasivo y no para el activo (léase bien: fumador) y que el sabor que dejaba en la boca era como meterse un billete de a córdoba. Después de varios meses de batallar infructuosamente para agarrarle el gusto a la pipa, la abandoné para siempre.
Todavía para esos años, no había restricciones para el fumado, salvo tal vez aquellos tímidos letreritos que obligaban a poner en las cajetillas de cigarrillos de que fumar puede producir cáncer. Ya para este tiempo, el humo ajeno me empezaba a causar molestias y muchas veces debía atender kilométricas reuniones en donde el 90% de los asistentes fumaban como chacuacos. A pesar de las directas e indirectas, los fumadores hacían caso omiso de los reclamos y se escudaban en los derechos de poder fumar cuándo quisieran. Se me ocurrió entonces encargar unos puros chilcagre, de aquellos que fumaba Clint Eastwood en la serie de los dólares y que le daban aquel aire de que todo le valía un soberano pepino. Con mi buena dotación de chilcagres empecé a asistir a las reuniones y cuando todos empezaban a tirar humo como chimeneas, yo tranquilamente encendía mi chilcagre, limitándome a lanzar humo a diestra y siniestra, sin hacer el golpe, pues creo que ni el mismo Eastwood podía hacerlo y tan solo con el tufo que emanaba del puro, quedó todo arrugado para siempre. Obviamente, los reclamos no se hicieron esperar y yo me escudaba en los mismos derechos que ellos esgrimían y solo así pude hacer que se limitaran en su vicio.
Después de los episodios de los chilcagres, alguien pensó que fumaba de esos puros por ignorancia y me llevó de regalo unos puros habanos de esos de marca y de ahí empecé a fumar, de vez en cuando y de cuando en vez, un tercio de puro, que era lo más que aguantaba antes de marearme.
Fue a partir de los años noventa que suspendí para siempre esas probaditas al tabaco y ahora ni de broma se me ocurre fumar algo y es más, ahora ni siquiera tolero el humo de terceros.
Dicen por ahí que el consumo de tabaco se ha incrementado de manera alarmante y que la edad de empezar a fumar es cada día más temprano, ubicándose en los 12 años. Me parece impreciso, pues desde mis tiempos siempre fue a esa edad el inicio en ese mal hábito. Para mi gusto, en la actualidad no existen estadísticas confiables del consumo de tabaco en Nicaragua. Se me hace muy exagerado un consumo de 2,400 millones de cigarrillos anuales (dato de 2004), lo que equivale, tomando en cuenta la población de 15 años y más en ese entonces, a un consumo per cápita de 738 cigarrillos anuales, es decir dos cigarrillos diarios por piocha. Sería interesante contar con cifras del consumo histórico para observar el comportamiento en los últimos años.
Desde mi particular punto de vista, el consumo de cigarrillos tiende a disminuir con el tiempo, debido a una serie de regulaciones, tanto a nivel de restricciones a la publicidad de las empresas tabacaleras, como a las prohibiciones de fumar en locales cerrados. A lo anterior, hay que sumar las campañas de parte de organizaciones de salud que advierten insistentemente sobre el peligro del tabaco y su relación con el cáncer pulmonar y otras afecciones correlacionadas. Creo que fue un enorme golpe a la industria tabacalera cuando una de estas organizaciones de salud sacó un comercial parodiando al famoso del vaquero Marlboro, en donde el mismo le está confesando a un amigo que tiene cáncer.
Otro factor que ha contribuido a la disminución en el consumo es la prohibición a las compañías tabacaleras de sobarles la mano a productores, directores y artistas para promover determinada marca de cigarrillo en las películas. A pesar de lo anterior, todavía la opinión pública internacional está presionando todavía más para desterrar totalmente del cine la práctica de fumar, por sus efectos nocivos sobre las mentalidades infantiles.
De cualquier manera, las compañías tabacaleras tienen más mañas que un zorro y de alguna manera se las ingenian para burlar todas las restricciones y promover sus productos de maneras muy originales. Muchos recuerdan las rifas que recientemente una tabacalera realizó entre jóvenes para viajar a lugares exóticos en el extranjero, a cambio de enviar evidencias de consumo de cigarrillos.
De no haber existido toda esa presión sobre las tabacaleras, actualmente, la cantidad de fumadores activos sería mucho mayor y por ende la mortandad por cáncer de pulmón y otras enfermedades afines, sería escandalosamente alta.
En los últimos 19 años, he asistido a infinidad de reuniones y no me ha tocado ninguna en donde alguien se atreviera a fumar y en las reuniones sociales he observado que los pocos que tienen esa costumbre, por no llamarlo vicio, o peor aún adicción, respetuosamente se salen a un lugar apartado a fumarse su cigarrillo. De las personas que un día conocí como grandes fumadores, la mayoría de ellas ya abandonaron el cigarrillo desde hace rato. Ya puede uno salir del cine, sin aquel olor a cigarrillo ajeno que se pegaba en la ropa. De la misma manera, cuando hago fila en un supermercado he observado que como mucho en un 5% de los casos el que va adelante compra uno o más paquetes en la caja.
No obstante, todavía falta mucho por hacer y el camino todavía es tortuoso, pues están en juego, multimillonarios intereses financieros. Pero algún día, el tabaquismo será reseña para los libros de historia.