Archivo mensual: julio 2013

De cigarro en cigarro

Cigarrillos. Imagen tomada de Internet

Crecí en un mundo que invitaba, o más bien inducía a todo aquel que se dejara, a volverse adicto al tabaquismo.  Claro que en aquella época no se hablaba de adicciones, ni tampoco se hablaba de tabaquismo y la etiqueta que para esto se manejaba con cierta frecuencia era la de “vicio”.  No obstante, los vicios hasta cierto punto se toleraban, siempre y cuando estuvieran restringidos a uno o dos, el problema se presentaba cuando el individuo tuviera en su haber los siete vicios del garrote, que incluían además la bebida, el juego, el sexo, más otros tres que en realidad nunca supe; entonces se consideraba alguien de cuidado.  En aquellos tiempos era algo elegante saber fumar con estilo y era completamente aceptado hacerlo en cualquier recinto, a excepción de las iglesias y los hospitales, desde luego.

Además de la irrestricta publicidad en todos los medios de comunicación, existía la enorme influencia del cine, en donde los más recios actores y las féminas más sensuales, se apoyaban en un cigarrillo para consolidar su imagen.  De esta forma se concebía al tabaco como un coadyuvante para aclarar la mente, relajar el espíritu, fortalecer el carácter, invitar a la sensualidad o bien finiquitar una relación sexual, muchas veces adivinada con solo el hecho de ver una pareja fumando en la cama.

Así pues, era natural que desde pequeño yo sintiera una extrema curiosidad por aquella acción que de manera natural acompañaba a tanta gente.  Cabe aclarar que en mi casa nadie fumaba, a excepción de mi abuelo, quien lo hacía con un depurado estilo.

Cuando ya tuve cerca de seis o siete años, no pude más con la curiosidad y ante la imposibilidad de conseguir algún cigarrillo, fui experimentando con sucedáneos.  En el fondo del patio había un árbol de níspero cuyas ramas más delgadas eran huecas y frágiles, así que cortaba una rama del tamaño de un pitillo y con un encendedor que tomaba prestado de la gaveta del escritorio de mi abuelo, la encendía, aspirando el humo que emanaba.  Afortunadamente, por ignorancia, nunca hice el “golpe”, así que algo que pudo haber sido tóxico no pasó a más.  Experimenté también con cartones o papeles enrollados que simulaban un cigarrillo y de igual forma los encendía y me los “fumaba”.  Tengo que aclarar que todo era por pura curiosidad y nunca sentí aquel placer que el resto del mundo parecía experimentar.

En ese período nunca probé cigarrillos de verdad.  Tal vez habría que recordar que el contacto más frecuente de los niños con el tabaco era la utilización de la envoltura del paquete como medio de cambio, es decir como una moneda alterna para cualquier juego que implicara alguna apuesta.  Los cigarrillos en aquel entonces venían en paquetes de cartón que tenían la etiqueta como un papel suelto rodeándolo y que al sacarlo quedaban del tamaño de un billete y cada cual con el logo y colores de cada marca.  Los que se utilizaban para tal fin eran los importados y de esa manera nos familiarizamos con las marcas como: Lucky Strike, Camel, Winston, Marlboro, Salem, L&M, Pall Mall, Newport, Viceroy, Philip Morris, Chesterfiel, Lark, entre otros.  Los más avezados en estos menesteres, le asignaban un valor a cada marca y de esta manera manejaban este “dinero” de manera más eficiente.

Cuando llegó la pubertad, como parte de ciertos ritos iniciáticos entre los jóvenes recién ingresados a la secundaria, estaba indudablemente aprender a fumar, así como escaparse del colegio a medio día.  Fue pues en las pulperías de Diriamba en donde adquirimos nuestros primeros cigarrillos.  En ese tiempo no había una amplia oferta de tabaco nacional y se limitaban a los Esfinge, que obviamente tenían un dibujo de la esfinge; los Valencia que tenían un paisaje supuestamente de los tejados de la ciudad española y que eran los más baratos; así como unos mentolados llamados Polar y que traían a un oso blanco en la etiqueta.  También estaban los Montecarlo y los Elegantes, cuyos logotipos no alcanzo a recordar.  Por pura curiosidad escogí para dicho aprendizaje a los Polar, debido a que me parecía que el mentol tendría un mejor sabor.   La verdad es que por más que le hacía no encontraba absolutamente ningún gusto al fumado, en cambio me provocaba un fuerte dolor de cabeza y ciertas nauseas, que disimulaba ante los compañeros y me imagino que ellos también lo hacían.

Ya en tercer año de secundaria el proceso de aprendizaje había finalizado y aquellos que habían adquirido el vicio ya lo tenían muy arraigado y quienes por cualquier razón no lo habían adquirido, ya no seguían intentándolo, resignándose a ser fumadores pasivos.   En el colegio había un billar en donde los alumnos internos que contaban con un permiso expreso de sus padres, podían fumar en ese recinto.  Era el único lugar en donde se podía fumar de manera tolerada, pues en cualquier otro lugar se hacía de manera clandestina, aunque a decir verdad, los ínclitos hijos de La Salle nunca perseguían a esos infractores.

Yo me cansé de buscarle la gracia al fumado y no seguí en el intento, así que me libré de caer en ese vicio.    De los compañeros del círculo cercano a mí, un 75% eran fumadores activos y el resto no se encarriló en el vicio.   Cuando nos bachilleramos, ya la Tabacalera Nicaragüense (TANIC) había sacado dos marcas más a la oferta de tabaco nacional, el Belmont y el Windsor; este último creo que era el más caro, pues ya contaba con un filtro que supuestamente absorbía toda la nicotina, dejando al cigarro como algo inocuo.

Recuerdo muy bien que entre las múltiples campañas publicitarias para incrementar el consumo de cigarrillos, en especial el más caro, el Windsor, la TANIC, patrocinaba un programa radial en la Estación X, llamado “La hora Windsor”, trasmitido a las 7 de la noche, que tenía como tema de introducción la melodía clásica de los años treinta, Humo en tus ojos (Smoke get in your eyes),  escrita por Jerome Kern e interpretada instrumentalmente, en esa ocasión, por la gran orquesta de Ray Anthony.  El programa comprendía sólo música instrumental, suave, tipo Ray Conniff, Billy Vaughan, entre otros y un  locutor con una melosa voz, invitaba a escuchar las tranquilas melodías saboreando un delicioso Windsor, King Size con filtro.

Mi ingreso a la universidad coincidió con mi incorporación al atletismo, de tal manera que además de la falta de gusto por el fumado, tenía las restricciones que tenían los atletas respecto al fumado y a la bebida.  Sin embargo,  cuando ingresé a trabajar en 1973 hice un impase en mi carrera de atleta y comenzaron las invitaciones a todo tipo de celebración, la mayoría de ellas en antros de moda en la Managua post terremoto y ahí, de vez en cuando, con un par de mecatazos entre pecho y espalda, me fumaba un cigarrillo, tal vez para refrendar que no me gustaba y lo único que lograba era aumentar los estragos de la goma.  Así con un dolor de cabeza de coger raza, me convencía por un rato que no me gustaba el cigarrillo y que era una soberana mentira aquello de que Flor de Caña, hoy lo toma y mañana cero goma.

Para 1977 volví al atletismo y comencé a tomar las cosas con calma, sin llegar a los extremos.  De cualquier forma, me tocaba al igual que una gran proporción de ciudadanos, ser fumador pasivo, pues en aquellos tiempos, todavía era permitido fumar en todos lados.

En los años 80 en México, cierto día se me ocurrió que entre los aromas más deliciosos, se encontraba sin duda alguno aquel que emanaba de una pipa, además que parecía que ayudaba a mejorar las facultades deductivas, tal como afirmaba Sherlock Holmes.  Así pues después de pensarlo un rato, me compré una pipa y una bolsa de tabaco de aroma de maple.  Como decía la canción de la Tropa Loca: “Oh que fatal, desilusion…”; no sabía que el aroma que deleitaba era para el fumador pasivo y no para el activo (léase bien: fumador) y que el sabor que dejaba en la boca era como meterse un billete de a córdoba.  Después de varios meses de batallar infructuosamente para agarrarle el gusto a la pipa, la abandoné para siempre.

Todavía para esos años, no había restricciones para el fumado, salvo tal vez aquellos tímidos letreritos que obligaban a poner en las cajetillas de cigarrillos de que fumar puede producir cáncer.  Ya para este tiempo, el humo ajeno me empezaba a causar molestias y muchas veces debía atender kilométricas reuniones en donde el 90% de los asistentes fumaban como chacuacos.  A pesar de las directas e indirectas, los fumadores hacían caso omiso de los reclamos y se escudaban en los derechos de poder fumar cuándo quisieran.  Se me ocurrió entonces encargar unos puros chilcagre, de aquellos que fumaba Clint Eastwood en la serie de los dólares y que le daban aquel aire de que todo le valía un soberano pepino.  Con mi buena dotación de chilcagres empecé a asistir a las reuniones y cuando todos empezaban a tirar humo como chimeneas, yo tranquilamente encendía mi chilcagre, limitándome a lanzar humo a diestra y siniestra, sin hacer el golpe, pues creo que ni el mismo Eastwood podía hacerlo y tan solo con el tufo que emanaba del puro, quedó todo arrugado para siempre.  Obviamente, los reclamos no se hicieron esperar y yo me escudaba en los mismos derechos que ellos esgrimían y solo así pude hacer que se limitaran en su vicio.

Después de los episodios de los chilcagres, alguien pensó que fumaba de esos puros por ignorancia y me llevó de regalo unos puros habanos de esos de marca y de ahí empecé a fumar, de vez en cuando y de cuando en vez, un tercio de puro, que era lo más que aguantaba antes de marearme.

Fue a partir de los años noventa que suspendí para siempre esas probaditas al tabaco y ahora ni de broma se me ocurre fumar algo y es más, ahora ni siquiera tolero el humo de terceros.

Dicen por ahí que el consumo de tabaco se ha incrementado de manera alarmante y que la edad de empezar a fumar es cada día más temprano, ubicándose en los 12 años.  Me parece impreciso, pues desde mis tiempos siempre fue a esa edad el inicio en ese mal hábito.  Para mi gusto, en la actualidad no existen estadísticas confiables del consumo de tabaco en Nicaragua.  Se me hace muy exagerado un consumo de 2,400 millones de cigarrillos anuales (dato de 2004), lo que equivale, tomando en cuenta la población de 15 años y más en ese entonces, a un consumo per cápita de 738 cigarrillos anuales, es decir dos cigarrillos diarios por piocha.   Sería interesante contar con cifras del consumo histórico para observar el comportamiento en los últimos años.

Desde mi particular punto de vista, el consumo de cigarrillos tiende a disminuir con el tiempo, debido a una serie de regulaciones, tanto a nivel de restricciones a la publicidad de las empresas tabacaleras, como a las prohibiciones de fumar en locales cerrados.  A lo anterior, hay que sumar las campañas de parte de organizaciones de salud que advierten insistentemente sobre el peligro del tabaco y su relación con el cáncer pulmonar y otras afecciones correlacionadas.  Creo que fue un enorme golpe a la industria tabacalera cuando una de estas organizaciones de salud sacó un comercial parodiando al famoso del vaquero Marlboro, en donde el mismo le está confesando a un amigo que tiene cáncer.

Otro factor que ha contribuido a la disminución en el consumo es la prohibición a las compañías tabacaleras de sobarles la mano a productores, directores y artistas para promover determinada marca de cigarrillo en las películas.  A pesar de lo anterior, todavía la opinión pública internacional está presionando todavía más para desterrar totalmente del cine la práctica de fumar, por sus efectos nocivos sobre las mentalidades infantiles.

De cualquier manera, las compañías tabacaleras tienen más mañas que un zorro y de alguna manera se las ingenian para burlar todas las restricciones y promover sus productos de maneras muy originales.  Muchos recuerdan las rifas que recientemente una tabacalera realizó entre jóvenes para viajar a lugares exóticos en el extranjero, a cambio de enviar evidencias de consumo de cigarrillos.

De no haber existido toda esa presión sobre las tabacaleras, actualmente, la cantidad de fumadores activos sería mucho mayor y por ende la mortandad por cáncer de pulmón y otras enfermedades afines, sería escandalosamente alta.

En los últimos 19 años, he asistido a infinidad de reuniones y no me ha tocado ninguna en donde alguien se atreviera a fumar y en las reuniones sociales he observado que los pocos que tienen esa costumbre, por no llamarlo vicio, o peor aún adicción, respetuosamente se salen a un lugar apartado a fumarse su cigarrillo.    De las personas que un día conocí como grandes fumadores, la mayoría de ellas ya abandonaron el cigarrillo desde hace rato.  Ya puede uno salir del cine, sin aquel olor a cigarrillo ajeno que se pegaba en la ropa.  De la misma manera, cuando hago fila en un supermercado he observado que como mucho en un 5% de los casos el que va adelante compra uno o más paquetes en la caja.

No obstante, todavía falta mucho por hacer y el camino todavía es tortuoso, pues están en juego, multimillonarios intereses financieros.  Pero algún día, el tabaquismo será reseña para los libros de historia.

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Los muertos vivientes

Zombis. Imagen tomada de Internet

Creo que puedo afirmar que no le tengo miedo a los muertos e incluso, podría agregar que a los vivos sí les tengo miedo.  Tal vez no llegue al extremo de Juan de Dios Peza quien puso en boca de Garrik: “… yo les llamo a los muertos mis amigos y les llamo a los vivos mis verdugos…”, pero creo que en cierto momento llegué a superar toda la carga que sufrí en la niñez, cuando los adultos tenían la afición de sembrar el terror a diestra y siniestra, en especial en las frágiles mentes infantiles.

En los días de la niñez, la noche llegaba con su profunda oscuridad y con ella, toda una suerte de fantasmas, aparecidos y demás.  El patio de la casa de los abuelos parecía boca de lobo y era un terreno fértil para imaginarse cualquier figura emerger misteriosamente en el fondo del mismo.

En aquel tiempo, el mayor temor era que se apareciera el diablo.  Nadie podía explicar para qué diablos Satán se le iba a aparecer a determinada persona y en la distancia, sigo sin entender cuál sería la intención del Enemigo Malo de andar asustando a la gente.  La cosa es que existía el terror incluso de mirar debajo de la cama, pues ahí podía estar asechando El Contrario.  Era igual que los alienígenas que no se manifiestan a grupos o multitudes, sino que a uno o dos como máximo.  El caso es que una vez que caía la noche, nadie se atrevía a salir al patio, ni siquiera a una emergencia, pues era mejor una tripa retorcida que un encuentro cercano con el Chamuco.

No había apariciones de muertos específicos, salvo raras excepciones y lo más socorrido en aquel entonces era ver un “bulto”, concepto que me tomó un buen tiempo asimilar pues en mi reducido vocabulario ese vocablo se refería a una mochila escolar y de esa manera no le encontraba sentido sentir temor al ver una de ellas.  El caso es que era muy común escuchar que alguien había visto en medio de la oscuridad, un bulto.

En el caso de aparecidos, lo cual era muy raro, se trataba de la figura de un mortal que se había ido al otro barrio y regresaba en forma casi etérea, pero guardando las mismas características de cuando estuvo vivo.

Luego venían todos los integrantes del imaginario social, el cadejo, la carreta nahua, la llorona, la mocuana, el padre sin cabeza, entre otros.

De esa manera, el estrés para un niño era enorme ante semejante carga de terror que era alimentada por todos los adultos de la casa, hasta que el menor empezaba a razonar y comenzaba a buscarle el sentido a todas aquellas creencias y llegaba a la conclusión de que se trataba de puras patrañas.  Muchos lograban superar ese período, pero algunos quedaban marcados para toda la vida.

Traigo a colación lo anterior debido a que va cobrando relevancia a nivel mundial, el culto a los zombis o muertos vivientes, llegando a niveles insospechados.  Ya sea a través de novelas, series de televisión, películas, video juegos, entre otros, la población va dándole una inusitada realidad a estos seres y se va multiplicando alrededor de todo el mundo.

Podría decirse que este culto ha tenido su cuna en los Estados Unidos, en donde la afición ha llegado a tal extremo que una considerable parte de la población espera a pie juntillas, un apocalipsis zombi y algunos ciudadanos, conocidos como “prepers”, han tomado toda una serie de precauciones para estar listos en el momento que ocurra ese evento.

Ya para esta fecha deben estar en marcha varias investigaciones que traten de explicar el surgimiento de este fenómeno y el por qué encontró un terreno fértil en los Estados Unidos, siendo que el concepto de zombis es propio de las culturas africanas que pasaron luego al Caribe y tuvieron su máxima expresión en Haití con el predominio del vudú.  De acuerdo a estas culturas, el zombi es un individuo que ha fallecido y ha sido traído de regreso a la vida por un brujo, quien tiene a su voluntad al zombi.  A pesar de que el zombi tiene todos los atributos del vivo, su capacidad neuronal se encuentra limitada.

En el caso del zombi norteamericano, el mismo guarda parcialmente las características originales, pero mostrando indicios severos de descomposición lo cual se refleja en el rostro y extremidades y se alimenta con el cerebro de otros seres vivos que al ser atacados se convierten en uno más de los zombis.  Esa transformación va guardando una progresión geométrica de tal manera que en ciertas películas tales como Guerra Mundial Z, se convierten en ejércitos multitudinarios.

Hay que resaltar el éxito que ha alcanzado la serie de televisión «The walking dead» cuya audiencia se cuenta por millones.  Después de verla, el televidente queda con esa extraña sensación de ver con cierta naturalidad como se matan a los zombis de un golpe o disparo en la cabeza, terminando con la reducida inteligencia que les quedaba.

La afición en los Estados Unidos ha llegado a tal punto que se organizaron en las principales ciudades, lo que se llama “Zombie attack prank” que es una especie de vacilada en donde uno o varios sujetos se disfrazan y maquillan como zombis y salen a la calle a asustar al resto de la población, causando verdaderos efectos de terror entre aquellos que no conocen este tipo de demostraciones y provocando en no pocas ocasiones, situaciones de peligro en donde personas ajenas a todo esto, han estado a punto de provocar verdaderas tragedias.  Parece que este fenómeno comenzó a reproducirse en muchas ciudades alrededor del mundo.

Afortunadamente los países latinoamericanos no han sido proclives a este tipo de culto, en parte, según creo yo, debido a la influencia de los antepasados indígenas que tenían un concepto muy diferente en cuanto al tratamiento de la muerte y en donde en medio de todo, prevalece un sentimiento de respeto hacia los difuntos.  En Estados Unidos, por su parte, se deformó el tipo de culto que prevalecía en las civilizaciones anglo sajonas, cayendo en la deformación holliwoodesca del Halloween en donde predominan los monstruos y demás figuras de terror.

Por otra parte, el judeo cristianismo que pudo haber modificado el culto a la muerte por imposición de los conquistadores a los antepasados indígenas, no aportó elementos que permitieran deformarlo.  Lo anterior, a pesar de que viéndolo bien, el primer zombi documentado es precisamente Lázaro de Betania que teniendo varios días de muerto, fue regresado a la vida por Jesús.  Muchos han polemizado el asunto alegando que tal como el mismo Jesús dijo, sólo está dormido, es decir pudo haber sido un ataque de catalepsia, sin embargo algunos testigos oculares habían afirmado que ya hedía, es decir que ya estaba en proceso de descomposición, aunque también cabría la posibilidad de que Lázaro hediera desde antes, tal vez, al no ser afecto a la higiene diaria.  El caso es que de conformidad con algunas versiones, no autorizadas, Lázaro se escapó que los sacerdotes lo mataran y luego junto con sus hermanas Marta y María, se fugaron hacia lo que después sería Francia y después de ser obispo de Marsella al fin y al cabo se murió todito.  Otros expertos en el tema lo sitúan en Chipre.  El caso es que tal como dice la canción,  no estaba muerto, andaba de parranda.

Es muy reconfortante saber que tenemos una barrera cultural que nos podría defender de semejantes locuritas como el culto a los zombis.  Claro que hay que hacer la salvedad de todas aquellas personas que caminan por ahí como zombis, andando como Lázaro después de resucitar y sin voluntad propia, sino a merced de lo que le comande un chamán o una chamana.

No habría que olvidar a todos aquellos que siguen al pie de la letra las manifestaciones que ocurren en otros países, tal como sucedió con el reducido movimiento Emo, que fue tratado de copiar por algunos despistados que pululaban por Plaza Inter.

Creo que nuestros difuntos merecen todo nuestro respeto y debemos dejarlos descansar en paz y no convertirlos en comparsas de un carnaval.

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El llanero solitario

El llanero solitario.  Imagen tomada de internet

En un pequeño local en la entrada del mercado de San Marcos, Roberto y Augusto Useda, nietos de doña Manuela, antigua vivandera en ese mismo centro de comercio, tenían una pulpería que además de los productos tradicionales de consumo básico contaba con la distribución exclusiva de paquines y digo exclusiva no por concesión, sino por ausencia de otro emprendedor.

En los años cincuenta del siglo pasado, cuando para nosotros todavía no existía la  televisión y la oferta de literatura infantil era más que escasa; fuera de los cuentos de camino trasmitidos de boca en boca, los paquines era la única fuente en donde podíamos saciar nuestra sed de ficción.

Cuando había un excedente de la raquítica mesada que recibíamos, corríamos a donde los Useda a comprar un paquín y dentro de la regular variedad ofrecida era todo un dilema seleccionar cuál compraríamos.  Sabíamos que con cierto retraso encontraríamos la mayoría de ellos en la barbería del amigo Chalo Vásquez en donde los devorábamos mientras esperábamos turno.

De esta forma el paquín por adquirir debía ser uno que realmente llenara al máximo nuestras expectativas y en ese sentido uno de ellos era el más demandado y que por consiguiente se terminaba pronto y era El llanero solitario.

El género que posteriormente adquirió el elegante nombre “western” y que en español no sonaría nada exótico: “occidental”, para nosotros se llamaba simplemente “de vaqueros” y por alguna razón era de los preferidos tanto en paquines como en películas.  Sería tal vez por la mezcla de sencillez y acción de sus tramas.

En aquellos tiempos era muy difícil conseguir los primeros episodios de cada personaje, así que en el caso de El  llanero solitario no sabíamos de dónde había salido aquel enmascarado que buscaba procurar justicia en unión de un indio llamado Toro (Tonto en inglés) y que a su vez llamaba Kemo Sabi a su compañero de aventuras.   Lo elegante de su “outfit” y su máscara estilo “antifaz domino”, como dirían ahora los exquisitos cronistas juveniles de la televisión, su deslumbrante caballo llamado Plata y lo mejor de todo, las balas de plata de su revólver, eran características que hacían de este personaje el preferido de la muchachada.

Ayudaba tal vez a nuestra ignorancia respecto a la historia de El llanero solitario, la mala traducción del nombre original en inglés “The lone ranger” cuyo equivalente en español es muy difícil, pues “ranger” en este caso corresponde a un patrullero, comando o explorador en último caso, así pues “Texas Rangers” era un cuerpo armado que imponía la ley en ese estado norteamericano.   En otro programa de televisión de la época traducían el término como “Rurales de Texas”.

Con mucho interés leíamos una y otra vez las aventuras, tal vez muy simples, pero que nos transportaban a otro mundo en donde no habían muertos, sino que muy elegantemente El llanero solitario dirigía sus balas de plata a las manos de los forajidos, quienes simplemente dejaban  caer sus armas y emitían un leve quejido, sin mostrar las mutilaciones que puede producir una bala calibre 45 en cualquier miembro que hiciera impacto, sin mencionar la cantidad de sangre que genera la herida.

Para finales de la década de los cincuenta, llegó una película llamada El llanero solitario y la ciudad perdida de oro y después de recorrer todo el territorio nacional, llegó al pueblo en donde el público la esperaba ansiosamente.  Ese día el cine estaba al reventar, con un público infantil y juvenil en su mayoría, que aplaudía y gritaba cuando aparecía el enmascarado cabalgando en su blanco corcel, acompañado de su fiel compañero Toro.  Recuerdo que en las escenas finales cuando aparece la valiente pareja cabalgando a todo galope, pistola en mano el paroxismo en el cine llegó a su límite, además de los aplausos y gritos de la muchachada, los que estaban en gayola, empezaron a golpear el piso de madera con los pies, de tal manera que el cine parecía caerse en pedazos.  En ese momento me emocioné y tomé con  las dos manos el asiento delantero que estaba vacío y comencé a zarandearlo hasta que me quedé con la parte superior entre las manos.  A la salida, puse disimuladamente el pedazo de asiento en el suelo y mientras empezaban a salir los créditos de la película, con el fondo musical de la obertura de Gullermo Tell de Rossini, todavía en la oscuridad, salí con mis hermanos del cine y no regresé en varios días.   Cuando volví al cine buscaba una localidad lejos de donde usualmente nos sentábamos, hasta que al tiempo regresamos a nuestro antiguo lugar en donde habían remendado el asiento de madera.

Cuando en la década de los sesenta llegó la televisión, no recuerdo qué canal llevó la serie de El llanero solitario que se había filmado en los años cuarenta y que al desarrollarse en el siglo XIX no podía adivinarse el año de su producción.  Los actores principales eran los mismos de la película: Clayton Moore en el papel del llanero y Jaye Silverhills en el papel de Toro.   Las historias no eran tan atractivas como las que leíamos en los paquines, sin embargo, siempre era emocionante la entrada al galope de la pareja con el fondo musical de Guillermo Tell.

Años más tarde, Sergio Leone revolucionó el género con el spaguetti western, con una nueva dimensión de la violencia, en donde se abandonaron los tímidos disparos a la mano del rival por certeros balazos al corazón o entre ceja y ceja como decía don Marcial Lafuente Estefanía y además, con la rapidez de un rayo.    Así pues junto con nuestra niñez, quedaron atrás los paquines y sus cándidas historias.

Allá por los años ochenta salió un chiste que vino a minar seriamente la lealtad de Toro para con El llanero solitario.  Decía el chascarrillo que en cierta ocasión la pareja en cuestión cabalga por un cañón, cuando de pronto observan que de todos los montes alrededor surgen indios en pie de guerra, a lo que el enmascarado le dice a su pareja: -Estamos rodeados, Toro.  A lo que el indio se aparta y le dice :-¿Cómo que “estamos” Kemo Sabi?  Desde entonces en muchos países se usa esta última frase cuando se quiere decir el equivalente a:  “estamos me huele a procesión”, “estamos suena a manada” o bien “estamos es mucha gente”.

Ahora en el siglo XXI, cuando la capacidad para crear nuevos héroes y aventuras, parece ir en declive, no podían faltar el reciclaje de aquellas historias de los paquines, con la ayuda de todos los recursos de la cinematografía moderna y la inventiva de una tropa de escritores que compiten por traernos las “verdaderas” historias de nuestros antiguos héroes con pelos y señales.

No podía faltar pues, una nueva versión de El llanero solitario y esta semana se está estrenando en los cines de Managua, la película del mismo nombre, en donde Gore Verbinski, el director de Piratas del Caribe, ofrece su particular punto de vista sobre la historia del enmascarado, utilizando a un casi desconocido Armie Hammer como el Llanero y al versátil Johnny Deppp como Toro.

Desde luego no me perdí esta película y después de más de cincuenta años, llegué a saber cuál era la historia de aquel justiciero que motivó tantas emociones en la niñez.  Sin pretender pedalearle la bicicleta a Ampié, me parece que con todos los elementos con que se contaba, además del respaldo de Disney (financiero, pues de otro tipo quién sabe) pudieron realizar una mejor película.

Además de lo extenso del film, el director juega de manera misteriosa con ciertos contrastes que no dejan de causar estupor en la audiencia.  Por un lado presentan a un Llanero solitario que mantiene la figura ingenua de los paquines, para quien la justicia está primero y que la violencia no es la respuesta al mal de este mundo, a veces con actitudes un tanto infantiles, por otra parte la figura del villano, muy bien actuada por cierto, se muestra de una maldad que raya en lo desalmado, al abrirle las entrañas y comérsele el corazón a su enemigo, superando en barbarie al propio Hannibal Lecter.   Por otra parte, presenta a Plata (Silver) como un caballo místico que representa a un espíritu y que es capaz de subirse a un granero, a un árbol o cabalgar encima de un ferrocarril desbocado y por otra parte, que se emborracha empinándose varias botellas de licor sin ayuda alguna.    De la misma forma, el director presenta a villanos muertos por el azar, algunos por efecto indirecto de los disparos del Llanero o de Toro y en el otro extremo, presenta una verdadera masacre que extermina una tribu indígena completa.

Si yo hubiese estado al cargo del casting de la película no hubiese utilizado a Hammer como El llanero solitario y mucho menos a Johnny Depp en el papel de Toro.   Tal vez las dos selecciones más acertadas fueron las de Fichtner en el papel del villano Cavendish y la de Helena Bonham Carter como Red.

Lo cierto es que no se observó en la sala la extrema emoción que presentó el Teatro Julia cuando exhibieron El llanero solitario y la ciudad perdida de oro.  Yo por mi parte, seguí interesado la historia del legendario enmascarado justiciero y al igual que la mayoría de los personajes en el film, me quedé con la interrogante: ¿y por qué la máscara?  Dejo muy claro que en esta ocasión no hubo emoción que me impulsara a zarandear el asiento delantero de la sala de cine.

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All that Jazz Carazo

Don Joaquin Portocarrero.  Foto Celeste González

Para una gran mayoría de capitalinos, fuera de Managua todos son pueblos y se ha convertido en  una costumbre salir los fines de semana a “pueblear”, ya sea para almorzar o bien adquirir artesanías, pan casero, dulces, frutas o cualquier otra delicia local, regresando por la tarde a sus hogares con el espíritu enaltecido por el aire puro, la frescura del clima y la tranquilidad que por esa región se respira.  Muy pocos se percatan de la riqueza cultural que por ahí ha anidado, más allá de las manifestaciones folklóricas de cada fiesta patronal.

Así pues el Departamento de Carazo es mucho más que el Macho Ratón y el picadillo de Diriamba, los sorbetes Herrera o las bocas del Rancho Amalia en Jinotepe, los fritos de los Besos Brujos y las cajetas de San Marcos o bien las rosquillas y los pajaritos de dulce de Santa Teresa.   Las manifestaciones culturales que en esa región florecieron han sido importantes y la música podría ser una muestra significativa de ellas.  Muchos nicaragüenses recuerdan todavía a la Jazz Carazo, orquesta que surgió en Jinotepe en los años cuarenta del siglo pasado y que marcó un hito en nuestra historia musical y que ha motivado decenas de crónicas relatando cómo logró captar el gusto de toda la población que bailó al ritmo de sus bien ensambladas interpretaciones, de tal suerte que en su época ninguna otra orquesta logró superar sus actuaciones.

Pues bien, la Jazz Carazo podría decirse que es la punta de un iceberg que representa al importante movimiento musical que se desarrolló en esa región y que obedeció al trabajo incansable de muchas personas que encontraron en la música la pasión que condujo sus vidas.  Creo, sin temor a equivocarme que una de los exponentes que podría representarlas es el recordado Profesor Joaquín Portocarrero Salinas, jinotepino que dedicó su vida, como él mismo decía, al divino arte de Mozart.

A inicios del siglo XX, en el año 1908 para ser más precisos, doña Nemesia Salinas de Portocarrero está esperando un hijo y mientras borda las sábanas del anhelado fruto, su esposo, el notable músico y compositor don Nicolás Portocarrero González interpreta ya sea un minuet de Mozart, una sonata de Beethoven, un vals de Chopin o una fantasía de Schubert.   Cuando nace el bebé, a quien llaman Joaquín, lleva la música en sus venas, de tal forma que a la edad de seis años, cuando su padre adivina esa vocación, inicia su formación musical y cuando el niño cumple diez años, ya domina el solfeo.  Es el momento en que su padre lo inicia en la interpretación con un cornetín, mismo que llega a dominar con maestría a los catorce años.

Cuando Joaquín termina sus estudios primarios, sus padres deciden enviarlo a estudiar interno al Colegio Salesiano de Granada.  Cuando el joven Portocarrero se da cuenta que el Colegio tiene una banda musical se entusiasma, no obstante, luego se decepciona cuando se da cuenta que en ella sólo participan quienes estudian en la otra sección, la de artesanos y el Colegio tiene una norma, un tanto al estilo de doña Florinda, pues no podían mezclarse los estudiantes de la secundaria con los artesanos.  Joaquín insiste, pero el director Padre Bottari es inflexible y no fue sino hasta que el director de la banda, Don Francisco Pavón que había escuchado al joven interpretar el cornetín, intercede y al final logra un permiso especial y de esta forma Joaquín forma parte de la banda en donde escala posiciones vertiginosamente.

Cuando Joaquín se bachillera regresa a Jinotepe y se integra a la orquesta de su padre don Nicolás e inicia estudios de armonía y violín, así como contrabajo.  Al ser muy inquieto, va probando todos los instrumentos de la orquesta, la mayoría de los cuales logra dominar.   En 1928 ingresa a la afamada orquesta Vega Matus, dirigida por el compositor Alejandro Vega Matus, luego en 1931 se traslada a Managua en donde es aceptado en la orquesta del también compositor Gilberto Vega; sin embargo, enferma y tiene que regresar a Jinotepe.  Una vez restablecido, Joaquín conoce a don Tomás Urroz, gran pianista, violinista y director de orquesta egresado del Conservatorio Real de Bruselas, que había fundado una banda musical en Jinotepe.  Con el Profesor Urroz, el joven Portocarrero ingresa como ejecutor del barítono y aprovecha para tomar con don Tomás clases de dirección.  En virtud de que esos grandes músicos gustaban de trabajar en varias vertientes, don Tomás organiza una orquesta de jazz de nombre Totumbla, en donde Joaquín ejecuta el trombón de vara.

Cuando Don Tomás decide regresar a Managua, deja como director de la banda a Joaquín quien la dirige por varios años, ganándose el cariño y respeto de los integrantes.

En el año 1939, durante unos tragos platicados, tres ciudadanos jinotepinos amantes de la música, Don Joaquín Portocarrero, don César Acevedo y Don Gilberto González, el legendario Caremacho, gestan la idea de conformar una orquesta con los mejores elementos musicales de la ciudad, sin embargo, se dan cuenta de la limitante de los recursos económicos pues se trata de una inversión considerable en instrumentos.  En aquellos tiempos, las gentes con una holgada situación económica eran aficionadas a la buena música y además altruistas, pues apoyaban todas las causas nobles de la localidad.  Fue de esa manera que los organizadores se pusieron en contacto con los ciudadanos mejor acomodados de la ciudad y les plantearon sus inquietudes de formar una orquesta de música bailable, obteniendo una respuesta positiva.  Cabe señalar que uno de los ciudadanos más entusiastas con la idea y quien aportó mayores recursos fue don Alejandro del Carmen Calderón, asimismo facilitó su casa para los primeros ensayos de la orquesta.

Inicialmente se organizó como un conjunto modesto que estaba bajo la dirección musical de don Joaquín Portocarrero quien además tocaba el trombón y en donde participaban los otros dos organizadores, Don César Acevedo Quiroz quien interpretaba la batería y don Gilberto González el clarinete.  Participaban además Arturo Tapia trompetista, Orlando Gutiérrez y Francisco Acevedo, saxofonistas, Ramón Sánchez en la guitarra, José María Aguilar en el contrabajo.  La agrupación tomó el nombre de Jazz Carazo, por ser el jazz el ritmo de moda y que en esa época agrupaba de manera genérica a ritmos como el swing, el  fox trot, el blues, el boogie woogie, entre otros.

Al empezar a cobrar fama fue necesario ampliar la orquesta, integrándose más instrumentos como el violín y el piano, así como nuevos miembros.  Muy pronto la orquesta logra situarse en un lugar cimero dentro de la música nicaragüense y se convierte en el elemento indispensable para la elegancia de cualquier fiesta en los principales clubes de Nicaragua.  Hay que destacar que en los años cuarenta y cincuenta, cuando todavía los aparatos de sonido no tenían la capacidad para cubrir grandes auditorios, era obligada la presencia de una orquesta o grupo musical en vivo, que entre más conformada estuviera, más categoría adquiría la fiesta.

Cabe destacar que los más connotados músicos de la época desfilaron por la Jazz Carazo, entre los que pueden destacarse los hermanos Calderón Guadamuz de Niquinohomo, en especial el gran Jaime quien posteriormente tocó trompeta con la orquesta de Pérez Prado y es el responsable del famoso solo de Cerezo Rosa.  Se recuerda también a los pianistas Tránsito Gutiérrez y Raúl Obregón, así como al saxofonista y clarinetista Profesor Manuel Hernández.

Aquí deseo abrir un paréntesis para comentar que tuve la oportunidad de conocer al Profesor Manuel Hernández cuando estudié en el Instituto Juan XXIII de San Marcos y el director Padre Estanislao García le pidió que impartiera clases de canto.  Inició el Profesor Hernández enseñándonos una canción simple llamada La arañita del silencio, para pasar luego a una versión en español del clásico irlandés Danny Boy.  Luego, en ocasión de una importante misa a la que asistiría el nuncio apostólico a la iglesia de San Marcos, el Profesor Hernández nos preparó para cantar una misa gregoriana y ahí estábamos todos muy aplicados cantando en latín y griego.  El día de la misa, la iglesia estaba al reventar y los alumnos en primera fila nos arrancamos con la misa gregoriana haciendo vibrar al templo y causando el embeleso de todos los fieles, culminando la función con el Himno del Papa.  Huelga decir lo feliz que se mostró el nuncio, felicitando ampliamente al alumnado.  Hace algunos años, estaba viendo por la televisión un oficio en el Vaticano y sentí una gran emoción al escuchar la misma misa gregoriana que interpretamos bajo la batuta de aquel gran maestro.

Durante la década de los cuarenta, la Jazz Carazo emprendió su ascenso mediante el trabajo incasable de sus miembros, en especial de la dupla conformada por el Profesor Portocarrero y Don César Acevedo.  El primero encaminó musicalmente a la orquesta, dirigiéndola de tal suerte que sus interpretaciones eran impecables en todo su amplio repertorio que abarcaba todos los ritmos que se escuchaban en esa época.  Don César por su parte se ocupaba de los aspectos administrativos de la organización, cuidaba responsablemente de los aspectos financieros y en los momentos en que surgía alguna necesidad que los fondos no podían cubrir, de su propio peculio Don César los solventaba.

En 1948 don Joaquín se retira de la Jazz Carazo y se dedica por entero a la docencia y a su cargo de Maestro de Capilla de la Parroquia de Jinotepe.  Asume la dirección musical de la orquesta don Rómulo Acevedo Carrión, magnífico trombonista originario de Masaya.  La agrupación se mantiene como líder en el gusto de los nicaragüenses y la única orquesta que le pisa los talones es la recordada Orquesta de Julio Max Blanco.  La Jazz Carazo se dio el lujo de amenizar las fiestas más elegantes del Club Terraza en Managua, así como las fiestas oficiales de los clubes sociales de las principales ciudades de Nicaragua.  Tenía la capacidad de interpretar desde un bolero, hasta un pasodoble, pasando por el merengue, cha cha cha, son montuno o mambo y todos con una nitidez impresionante.

La única vez que tuve la oportunidad de escuchar a la Jazz Carazo fue allá por el año 1955 cuando se celebró la boda de doña Gloria Pérez Bendaña con Don César Lucas, misma que se llevó a cabo con la más delicada elegancia debido a que el padrino era nada menos que Anastasio Somoza García.  Salí a la puerta de la casa de los abuelos a ver el cortejo que venía de la iglesia hacia la casa de habitación de la familia Pérez Bendaña, ubicada casi contigua a nuestra casa y posteriormente desde mi cama escuchaba las impresionantes interpretaciones de la Jazz Carazo, en especial recuerdo la de Las Bodas de Luis Alonso, con una maestría que hubieran hecho palidecer de envidia al propio Juan Legido.

En el año 1958, don Rómulo Acevedo deja la dirección de la orquesta y la asume don Carlos Armando González Dávila, saxofonista y clarinetista que había ingresado a la organización en 1951; para ese entonces, de los fundadores sólo persistía don César Acevedo.

Es importante señalar que los integrantes de la orquesta eran polifacéticos, debido en parte a que debían buscar el sustento por todos los medios, así pues cuando era menester se convertían en un ensamble clásico principalmente para participar en oficios religiosos que en aquellos tiempos requerían de música de viento para darles solemnidad.  De la misma forma, cuando era preciso, se convertían en “chicheros” apelativo no muy de su agrado, pues preferían el nombre de “banda de calle” o bien como ahora que los llaman “filarmónicos”.

Don Joaquín por su parte, deja una tremenda huella en la Escuela Normal Franklin Delano Roosevelt de Jinotepe en donde forma una banda musical, banda de guerra y un coro a cuatro voces.  Asimismo, forma parte de la Orquesta Sinfónica de Nicaragua como violoncelista.    En 1966 se traslada a Estelí para impartir clases de música en la Escuela Normal de esa ciudad, conformando un coro de sesenta alumnos.   En 1968 trabaja en el Instituto Nacional de Estelí y en el Colegio San Luis de Matagalpa en donde también organiza coros.

En 1970 el maestro Portocarrero regresa a Jinotepe en donde continua su labor de enseñanza.  Don Joaquín falleció en Jinotepe en 1996 a los 88 años, contando con un funeral en donde sus compañeros, amigos y alumnos ejecutaron las más solemnes marchas fúnebres.   Además de su extensa labor de docencia, don Joaquín dejó un legado de composiciones que incluye misas, himnos, marchas, sones de pascua y cantos escolares.

La orquesta Jazz Carazo por su parte, al llegar la década de los sesenta y proliferar la cantidad de orquestas, conjuntos y otros grupos musicales, además de aparatos de sonido que sustituían a la música en vivo, comienza a agonizar y se disuelve en 1964, dejando una huella que perdura hasta la fecha.

En la actualidad, es impresionante la cantidad de talentos musicales que existe en el departamento de Carazo y que lamentablemente se están desaprovechando ante la falta de recursos económicos.  Se observa que en las alcaldías se destinan migajas al presupuesto de cultura, sin embargo, se derrochan millones en la “promoción” deportiva.  Los acaudalados de la región por su parte, en estos dorados tiempos no dan ni sal para un jocote.  Es absurdo que un jugador de beisbol local gane quince salarios mínimos, mientras que un músico no tenga ni para el pasaje del bus.

El Profesor Horacio Portocarrero, hijo de don Joaquín, quien siguió sus pasos en la docencia musical con grandes logros, ha tenido que abandonar sus esfuerzos y emigrar de Carazo para buscar mejores horizontes.

Sería una verdadera lástima que todo el potencial cultural del departamento se perdiera y que los caraceños tengan que resignarse a brillar tan sólo por sus artesanías, sus antojitos o por las glorias de algún esporádico toletero.

Agradezco sobremanera la fineza del Prof. Horacio Portocarrero por la información proporcionada sobre la vida de su padre el Prof. Joaquín Portocarrero, así como haberme facilitado los apuntes de don Carlos Armando González Dávila sobre la Jazz Carazo.  Gracias a mi hermano Ovidio y a mi cuñada Celeste, por hacer posible la entrevista, así como la magnífica foto de don Joaquín.

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