Sería tal vez a finales de 1973 cuando nos llegó el tema del grupo América: A horse with no name (Un caballo sin nombre). El grupo, conformado por jóvenes hijos de soldados estacionados en una base militar en Inglaterra, lo había lanzado en 1971 en Europa y en Norte América en 1972 y como toda la música extranjera, a nosotros nos llegaba con cierto retraso. El tema de una extrema sencillez musical y con una letra a veces perogrullesca, de entrada captó la preferencia de la juventud de aquella época. Todavía flotaba sobre nuestras cabezas el espíritu hippie, exacerbado por el carácter itinerante que nos tocó vivir después del terremoto de 1972. En ese ambiente, la imagen del desierto se sentía tan vívidamente retratada por el grupo a través de un ritmo que parecía transportarnos lentamente hacia los paisajes que tantas veces vimos en las películas norteamericanas.
Algunas mentes suspicaces trataron de censurar su difusión en los Estados Unidos, bajo el argumento de que en el argot de aquella época, caballo se refería a la heroína. Su autor Dewey Bunnell, lo negó y aclaró que el clima de Inglaterra le hacía añorar sus viajes por el desierto de Arizona y Nuevo México, cuando vivió en la base militar de Vandenberg.
A nosotros el desierto nos parecía algo exótico, en virtud de que habíamos crecido en un ambiente en donde había un verdor que parecía infinito.
Entre las aventuras más coloridas que permanecen en mi memoria, están sin lugar a dudas los viajes que realicé a la quebrada de Goyo Campos. En la calle limítrofe del pueblo, que por ser la última se conocía como la calle nueva y resguardada por cercos de piñuela, se encontraba una enorme finca cafetalera propiedad del legendario ciudadano sanmarqueño, don Gregorio Campos. Lo particular que tenía esa finca, era que como a un centenar de metros de distancia de aquella calle, estaba una cañada o quebrada como se le conocía en el pueblo. A pesar de que en estos dorados tiempos se consideraría una invasión de la propiedad privada, con consecuencias incluso penales; en aquella época, no existían restricciones y de esta manera, organizábamos paseos por la citada quebrada, en busca de animales para cazar con resortera, como garrobos, ardillas y demás fauna silvestre que parecían mimetizarse a nuestro paso en la espesura de la vegetación. Los enormes y centenarios árboles que protegían a los cafetales, provocaban una inmensa sombra que refrescaba el ambiente y ayudaba a darle un aire misterioso al lugar. El aroma de esa inmensidad de vegetación se entremezclaba con el olor de los cafetales y le daba un toque hasta cierto punto mágico, al unirse a la sinfonía que ejecutaba toda la naturaleza en su conjunto.
De la misma forma, en bicicleta recorrí muchas veces los caminos que unían la meseta de Carazo, donde se podía ingresar por La Corina y conectar con Las Carolinas, la Fraternidad y por el otro extremo con El Porvenir. De igual manera, los caminos estaban cubiertos por la espesura de los inmensos árboles que resguardaban los cafetales y donde se respiraba el dulcete aroma de los mameyales.
Los patios de las casas de habitación estaban sembradas de árboles frutales de enorme variedad, así recuerdo que donde mis abuelos había dos naranjos, uno de ellos de la variedad Velencia, un limonero, un árbol de níspero y uno de mango, los cuales, además de la gran cantidad de frutos, nos ofrecían sus ramas para las más variadas acrobacias.
Así pues, con tanto verdor a nuestro alrededor, el desierto era un mundo fantástico, sin nubes en el cielo como decía la canción y en donde el ritmo llevado por las guitarras, los tambores y los bongoes, nos daban la sensación de cabalgar en aquel caballo de trote cansado y sin nombre, mientras cruzábamos el inmenso desierto.
Todavía en aquel tiempo, pensábamos que el desierto era un mundo en nuestras antípodas, si no que en otra galaxia, el cual soñábamos con el fondo musical de América.
Pero de pronto, poco a poco se fueron dando las condiciones para que aquel lugar, mítico, si se quiere, empezara a asomar en nuestras tierras. La deforestación se fue incrementando de manera vertiginosa en los años setenta. En los años ochenta, con el pretexto de la roya, el programa conocido como CONARCA, supuestamente orientado a renovar los cafetales afectados, arrasó con cerca de 15 mil manzanas de cafetales en Carazo y con ellos, todos los centenarios árboles que les servían de sombra, muchos de ellos de especies preciosas y semi preciosas, los cuales fueron comercializados por algunos vivianes que se llenaron los bolsillos de dinero a costa del verdor de la región. Lo anterior, sin contar con el acelerado ritmo de deforestación en el resto del país, el cual ha continuado hasta estas fechas, arrasando con todo lo que pueda ser comercializado, incluyendo terrenos ubicados en las supuestas “reservas”, siempre con un brillante pretexto de por medio.
Lo interesante, es que tal como en la canción, los responsables de esta catástrofe son caballos sin nombre o si los tienen, nadie quiere escucharlos y peor aún, enfrentarlos.
El hecho es que el desierto está cada vez más cerca. Como un preludio, la ciudad capital se está llenando de árboles de metal y muy pronto los arbustos serán de razor ribbon. Ya no es raro sentir como en la canción: The heat was hot and the ground was dry (El calor era caliente y la tierra era seca).
Las voces que se levantan para hacer conciencia clamando por días de amar la casa que habitamos, días de amar la tierra vegetal, flor y animal, no son más que voces que claman en un desierto cada vez más próximo, porque el amor por el dinero es mucho mayor.
El dilema ahora es si serán nuestros nietos, nuestros bisnietos o tal vez nuestros tataranientos quienes tendrán que vivir en lo gris blanquecino del desierto, llorando por agua, en el mismo lugar en donde su abuelo, bisabuelo o tatarabuelo se hartaba del verdor y no lo supo conservar y entonces ni de su nombre querrán acordarse.