Ahora se les llama universalmente “comics”; son materia de profundos estudios sociológicos, psicológicos y semiológicos; también son objeto de colección, subastándose algunos ejemplares en miles de dólares y son una fuente inagotable de inspiración para el cine. En fin, el comic se ha convertido en todo un fenómeno que ocupa la atención mundial.
Para quienes aprendimos a leer en los años cincuenta, este género tuvo un significado especial. Era simplemente un refugio para encontrarnos con la fantasía, provocar sueños y conocer al héroe en el cual queríamos transformarnos.
Fue precisamente a mitad del siglo XX cuando la Editorial Novaro de México inició la producción y distribución de las versiones en español de los grandes comics norteamericanos. Inicialmente esa editorial se manejaba bajo las denominaciones Ediciones Recreativas (ER) y Sociedad Editora Americana (SEA), fusionándose luego en la Editorial Novaro (EN). La mayoría de sus ejemplares tenían la esquina superior izquierda en blanco y ahí ponían el emblema de la editorial, una estrella con ER, una bandera triangular con SEA y un águila con EN. También competían en menor escala los comics de la Editorial La Prensa, también mexicana, cuyo logotipo era un león y a pesar de que tenían una menor calidad, sus títulos eran verdaderamente asombrosos. En esos mismos años, el dibujante mexicano José G. Cruz fundó su propia editorial, incursionando en la producción de comics con gran éxito.
En Nicaragua, la librería del Dr. Ramiro Ramírez Valdez, que quedaba en la calle 15 de septiembre, comenzó a distribuir estos comics a todo el país, llevando la felicidad a miles de niños que esperaban como agua de mayo cada entrega de su serie preferida.
En Nicaragua, se les llegó a conocer como “paquines” “penecas” o “cuentos”. El primer nombre puede haberse debido a una historieta que se produjo en México en los años cuarenta bajo el nombre de Paquín; aunque algunas personas porfían que se deriva del barbarismo fonético de pasquín. Peneca por su parte era una revista Chilena para niños que se distribuía en pequeña escala en Nicaragua. En San Marcos, no sé si en otras partes, se le conocía simplemente como “cuentos”.
En esos tiempos un cuento costaba un córdoba, que equivalía a una entrada al cine, sin embargo el primero podía leerse innumerables veces e incluso intercambiarse. Era también la lectura preferida en las barberías; recuerdo que Chalo Vásquez tenía una antigua silla de barbero que servía de revistero a toda su colección disponible para los clientes.
Me gustaba mucho leer los cuentos de Tarzán, pues me intrigaba su capacidad de supervivencia en la selva y me impresionaban su amigos especialmente Tantor y mantenía la esperanza de algún día poder dominar su idioma: Kryga Tarzán Bundolo. En cambio Superman me gustaba por sus contradicciones, un héroe invencible que podía ser fácilmente sometido con un pedazo de kriptonita verde y que tenía además un clon imperfecto: Bizarro y su mundo, que a veces pienso si nuestro país no se habrá convertido en él. Batman con menos poderes pero con más ingenio y Robin su compañero de fórmula. El Llanero Solitario el gran justiciero y su inseparable amigo que en la versión en español salió ganando pues de Tonto pasó a Toro, el Llanero era un héroe tan noble que disparaba balas de plata y sólo acertaba a darles a los pillos en las manos. Red Ryder campeón en recibir golpes contundentes en la cabeza y a quien en la época actual más de alguna ONG lo hubiera quemado vivo por su relación con Castorcito. Roy Rogers era ameno pero definitivamente era más emocionante en el cine. Al inicio eran interesantes las aventuras del Halcón Negro y su equipo multinacional, incluyendo al simpático Chop Chop, sin embargo al adoptarlo Novaro lo cambió al Halcón de Oro y lo encasilló en la ciencia ficción, perdiendo su espíritu.
Otros títulos que leía eran La Pequeña Lulú y el famoso club de Tobi, Lorenzo y Pepita, El Conejo de la Suerte, La Zorra y el Cuervo, que tenía un anexo llamado Tito y su Burrito, Domingos Alegres, Cuentos de Misterio, Relatos Fabulosos, Fantomas. Julio Jordán el Detective Marciano, Daniel el Travieso, Flash, Clásicos Ilustrados, El asombroso Hombre Araña, Dientes y Orejas, Héroes del Oeste. También leía, aunque no con tanta afición, Archie y sus amigos, Marvila, Relatos Fabulosos, Periquita, Tristán Tristón que era un soldado siempre metido en problemas. Había otros que no me gustaban como Titanes Planetarios y los que por principios ningún muchacho leía, como Susy Secretos del Corazón, Confesiones de Amor y Romances Juveniles.
Un caso especial era Santo el Enmascarado de Plata, de José G. Cruz, que venía en otro formato, como el del Readers Digest pero más voluminoso, más caro, de color sepia y cuyo mayor atractivo era el concurso de dibujos del Santo, cuyos ganadores se hacían acreedores de una máscara igual a la del personaje.
Algunos padres de familia restringían y en ciertos casos prohibían a sus hijos la lectura de estos cuentos. Mi padre nunca me limitó la lectura de este género, sin embargo me animaba para que mi libro de cabecera fuera Corazón, de Edmundo de Amicis y hasta me había prestado su ejemplar, encuadernado elegantemente para él con su nombre en letras doradas en la portada. En ese tiempo yo prefería ir de Metrópolis a Ciudad Gótica que de los Apeninos a los Andes.
En los años sesenta, mis hermanos Oswaldo y Ovidio se me unieron en la afición de leer cuentos y el flujo de títulos en la casa aumentó considerablemente. En esa época la editorial Novaro sacó una colección propia de series interesantes y educativas como Vidas Ilustres, Vidas Ejemplares, Mujeres Célebres, Leyendas de América, Epopeya, Aventuras de la Vida Real, todavía recuerdo los títulos de Lope de Vega, Luis Pasteur, Leona Vicario y Marie Curie. También salieron unos títulos que venían en un color sepia, el Monje Loco y Tradiciones y Leyendas de la Colonia, cuyo número de Martín Garatuza nos lo aprendimos de memoria. También apareció la colección de Viruta y Capulina que nos gustaba por los dicharachos que utilizaba. De la colección de José G. Cruz, nos gustaban el Valiente y Juan sin Miedo. También apareció Condorito, quien llevaba muchos años en Chile. Otro héroe que causó sensación en los años sesenta fue Chanoc y su padrino Tsekub Bayolán, quien no se despegaba su botella de Calabar, compitiendo mano a mano con la serie de Hermelinda Linda y Aniceto Verduzco y Platanales.
El final de mi etapa de afición por los cuentos estuvo marcado por la aparición de Los Supermachos y Los Agachados de Rius, que con su humor crítico y mordaz nos encaminó hacia ese nuevo género.
No cabe duda que la influencia en nuestras vidas de parte de la lectura de los cuentos fue importante, además de propiciar nuestra creatividad, nos amplió considerablemente nuestro conocimiento y vocabulario. Nos convertimos en onomatopéyicos pues no había carrera que emprendiéramos que no llevara el Roarrr de la aceleración, o el Screaaach al detenernos, el Gulp ante el asombro o el Slam al cerrar una puerta. Más que los hijueputazos de los viejos, preferíamos las interjecciones de los cuentos: Atiza, Cáspita, Caracoles, Recórcholis, Rayos y Centellas, Bah.
De repente el fervor por la lectura de estos cuentos se esfumó de mi vida. Ahora casi nunca los leo, salvo cuando voy a la barbería Independencia de don José Ruiz, en donde mientras espero leo uno o dos ejemplares de Condorito, que aunque repite los mismos chistes siempre tienen alguna gracia. Parece mentira que Condorito a pesar de tener mi edad, siempre se mantiene en forma. ¡Reflauta!.