Una de las costumbres nicaragüenses asociadas con el día de la madre a mediados del siglo XX, era la de portar un clavel. Las personas cuya progenitora estaba viva, lo llevaban de color rojo y aquellos a quienes la suerte les había arrebatado ese tesoro, lo manejaban blanco. Escudriñando en el tiempo traté de averiguar de dónde se derivaba esa costumbre y no hay mucha información al respecto, salvo tal vez en el origen mismo de la celebración de ese día. Según las crónicas, Ana Jervis inició en los Estados Unidos una cruzada para promover la celebración de ese día, agregando la proclama de que todos deberían portar en esa ocasión, un clavel blanco para honrar a quienes eran dadoras de vida y de inconmensurable amor. No había entonces distinción alguna, pues era blanco ya fuera que la madre estuviera viva o muerta. Me imagino que de ahí pasó la costumbre a otros países de América y en algún momento se realizó esa separación a través del rojo y del blanco, distinción que también se maneja en otros países.
Con mi hermana Oralya, recordaba recientemente que dentro del jardín de mi abuela paterna, había una enorme sección de claveles, que por su tamaño debieron ser más bien clavelinas, de diferentes colores y que eran el orgullo de la abuela. Para el treinta de mayo, de ahí salían muchas de las flores que sus amistades llevaban, con alegría o con tristeza, en esa celebración. Quienes no conseguían flores originales, se conformaban con claveles de papel que se elaboraban especialmente para ese día.
Cuando murió mi abuela, mi padre tenía apenas 36 años y fue un duro golpe para él. A pesar de que su carácter no le permitía transparentar su ánimo, se notaba que la falta de su madre lo atormentaba día y noche. Un treinta de mayo se me ocurrió preguntarle por qué en esa fecha no usaba un clavel blanco, tal como marcaba la costumbre y me respondió: – Hay ausencias mucho más grandes que una flor.
Creo que fue a raíz del terremoto de 1972 que se perdió para siempre la costumbre del clavel y a la fecha son pocos los que la recuerdan.
Por muchos años, la ausencia de mi madre era algo que no estaba contemplada dentro del horizonte de mi vida. Siempre tenía la idea de que ella estaría presente por siempre, ya que su espíritu jovial no dejaba ni una duda al respecto. Tal vez para algunos sería un poco como la estrategia del avestruz, pero la verdad es que fue una sensación tan reconfortante, despertar cada mañana con la firme creencia que aquel ángel, el único tal vez real, estaba siempre ahí, cerca o lejos, pero siempre tan a la mano, para obtener con su voz, esa calma y serenidad necesaria para seguir en la lucha diaria.
La muerte de mi padre fue como un derrumbe en nuestras vidas, no obstante, la fortaleza de nuestra madre nos ayudó a levantarnos de ese golpe y seguir adelante en nuestro andar. Aun así, con el panorama que dibujó aquella pérdida, la figura de mi madre seguía siendo un pilar incólume en la vida.
A medida que la diabetes iba minando la existencia de mi madre, iba creciendo el miedo de que algún día ya no estuviera con nosotros. Haciendo un esfuerzo sobrehumano ella trataba de mantener imperecedero su espíritu jovial y siempre estaba atenta a lo que ocurría con su familia, inyectando ánimo en los momentos aciagos. Sin embargo, todos sus padecimientos iban construyendo la conciencia de que algún día faltaría. Y ese día llegó, sin embargo, en el corazón estaba presente esa clara convicción de que ella ya había cumplido su misión en esta tierra y que cada día de vida iba generando enormes dosis de dolor y que por encima de nuestro egoísmo estaba esa necesidad de descansar. A pesar de todo, su muerte me dolió al extremo y sería tal vez que yo tenía ya más de sesenta años y a esa edad ya lo inexorable y cercano de la muerte, nos plantea otro tipo de actitudes ante estos acontecimientos, que nos llevan de la mano a la resignación.
Así pues, en estos dorados tiempos del siglo XXI, los treinta de mayo en ausencia de los tradicionales claveles, requerimos de cierto dominio de la psicología para determinar, a través de la mirada a quienes emocionados celebran la dicha de tener en este mundo a su progenitora, o bien a quienes acusan un sentimiento de melancolía y dolor en esta fecha, unos con esa sensación del deber cumplido hacia la autora de sus días, otros con esa espina de remordimiento por haber sido mezquinos con ella, o bien los que enarbolan la bandera del cinismo ante lo anterior.
Yo recordaré además las palabras de mi padre de que hay ausencias más grandes que una flor, pero qué no daría por tener una de las violetas de mi madre, su flor favorita y que cultivaba con tanto amor que crecían primorosas. Sentir aquel aroma y cantar como tantas veces cantamos juntos aquel tema de Peppino Gagliardi en San Remo 1972: Como violetas, tú regresarás…