Archivo mensual: marzo 2020

Un adiós en medio de la pandemia

 

Podría decir que no le  temo a la muerte, pero estaría mintiendo.  Una cosa es que esté plenamente consciente de que la muerte es el único evento real, verdadero, en esta vida y otra cosa es que me atraiga.  Desde hace rato camino ligero, con una carga mínima e incluso mis sueños que por mucho tiempo eran voluminosos, ahora caben en mis bolsillos, debido a que según la ley de las probabilidades, a medida que se acerca uno o sobrepasa las expectativas de vida del entorno, es tan fácil despertarse cualquier día en el otro barrio, a menos que se tenga la constitución genética de Kirk Douglas.

Hace algún tiempo, en una reunión de amigos, al calor de los tragos, surgió la pregunta de cómo nos gustaría morir.  Uno dijo que de un infarto fulminante, otra expresó que quería morir durante el sueño, alguien más quería tener el tiempo para arreglar sus cosas y despedirse.  Como era una plática de presos, vergolillazos de por medio, para resaltar el hecho de que nadie puede escoger la forma de morir, al llegar mi turno les dije que quería morir de spleen, aquel padecimiento tan socorrido de los poetas franceses y que Juan de Dios Peza endilgó a Garrick y que no era otra cosa que tedio, aburrimiento, melancolía.  Resalté que quería morir de esa sensación de aburrimiento que produce tener tanto dinero y haber gozado repetidamente tantos placeres, de tal forma que el spleen resultante me condujera hasta la muerte.  Después de algunas risas, todos se quedaron como los bohemios del brindis al final del poema y no quedó alternativa más que echarnos otro trago al coleto.

El caso es que en este aciago año, annus horribilis, como diría S.M Elizabeth, un virus, cuya procedencia nunca sabremos, si fue elaborado en un laboratorio, si fue trasmitido por un animal o cualquiera otra de las hipótesis conspiracionistas que flotan en el ambiente, está jugando con las probabilidades que tenía barajadas.  Ya no podré apostar a cuidarme para sobrepasar el promedio de vida de la región, sino que pareciera que ahora los dados están cargados.  Así pues, tengo que agregarle a los cálculos iniciales, la probabilidad de contraer el COVID-19, con el agravante de que debo cuadruplicar el promedio mundial de contagio, debido a que nuestro solidario gobierno se ha empeñado en realizar lo contrario de lo recomendado por los científicos y por otra parte, sin estadísticas verdaderas o al menos creíbles, no tenemos ni la menor idea de por dónde andamos.  Algo así como si combináramos La Peste de Camus, con el Ensayo de la ceguera de Saramago, con la única esperanza de que se mezcle también La máscara de la muerte roja de Poe.

El caso es que ante el probable caso de contraer el virus, ahí si me cargó la calaca.  Además de pertenecer al grupo de ciudadanos de la tercera edad, con mayores probabilidades de una complicación del COVID-19,  el sistema de salud nicaragüense es tan precario, por no decir miserable, que colapsaría a la primera de cambios.  No me imagino llegando a un hospital de la seguridad social demandando atención y un lugar en la UCI, en donde estaría compitiendo con doscientos veinte ciudadanos más y entre ellos alguien que sigue ciegamente las consignas del partido.  Por otra parte, por una de aquellas chiripas de la vida, logro sobrevivir a la pandemia, vendría la debacle de la economía nacional, tan enclenque después de la crisis de 2018 y 2019, que es tan comparable a un ciudadano de ochenta años, con diabetes, hipertensión y lupus eritematoso frente los estragos del virus.  Ahí entonces moriría de inanición.

Así pues, deseo aprovechar este período en donde estoy como el bateador en el círculo de espera, todavía haciendo swing, aún con salud y con acceso al internet, para despedirme de mis amigos, reales y virtuales, que para el caso es lo mismo, así como de los lectores de mi blog.

Si bien es cierto, no logré amasar una fortuna que me llevara al spleen del que hablaba anteriormente (lo de las recompensas llegó demasiado tarde), la vida me hizo el enorme regalo de darme una familia de primera, de la cual me enorgullezco y que en su inmensa mayoría me profesa un inmenso cariño, tan grande, que a veces dudo si he podido corresponderlo en toda su dimensión.  He portado mi apellido con honor e hidalguía y a pesar de que en los últimos años ha sido más vilipendiado que un árbitro de fútbol, siempre he sentido el alivio de ser identificado en el bando de “los buenos”.

Mis amigos no son tan numerosos, pero la mayoría ha llegado a conocerme y me honran con su aprecio.  Muchos los conozco desde la infancia y otros los fui encontrando en el camino de la vida y han hecho más llevadero el trecho.  A través de las redes sociales he encontrado a otros amigos y aunque he realizado grandes esfuerzos, solo a un reducido grupo los he llegado a conocer personalmente, pero coincidimos en muchas cosas y siento que nuestros abrazos virtuales son sinceros.

El grupo de mis lectores tampoco es inmenso, sin embargo, me ha sorprendido conocer a estimables personas, que sin yo sospecharlo leen mis escritos y algunos echan de menos cuando paso algún tiempo sin escribir.  Algunos han encontrado la rendija por donde se asoman a mi intimidad y los pocos que se atreven a comentar mis escritos, salvo raras excepciones, tienen conceptos que hinchan mi pecho de orgullo.

A todos ustedes, que ocupan un lugar especial en mi corazón, quiero mandarles un abrazo del tamaño de este convulso mundo, más que como un adiós, como un hasta siempre, con mi extrema gratitud por haber contribuido a hacer mi vida plena de satisfacciones.

Seguiré escribiendo hasta donde las circunstancias me lo permitan, pero quería decirles que si algún día mi voz se apaga, tengan este escrito como la despedida de alguien que supo apreciar cada gota de afecto que recibió.

 

17 comentarios

Archivado bajo Familia

El almíbar

 

Cuando niño, en cierta época del año las mujeres de la casa regresaban de misa luciendo en sus frentes una mancha de contil que asemejaba una cruz.  Sabía entonces que iniciaba un período extraño, incomprensible para mí.  De manera subrepticia alguien cubría todas las imágenes de santos de la iglesia con trapos de color morado.  La abuela por su parte nos conminaba a los niños a comportarnos de manera tranquila, pues habíamos ingresado a la cuaresma y el diablo andaba “suelto”.  La gastronomía reafirmaba esta época con la aparición en el menú casero de la sopa de queso y otros platillos en donde escaseaba la carne de res y abundaban los pescados y mariscos y además, como una bendición, llegaban los jocotes.  Según lo poco que nos trasmitían, el ayuno y la abstinencia de lo cual, por suerte estábamos exentos los niños, reflejaban la mortificación a la cual todo buen cristiano debería de ajustarse en esa época, como preparación a la semana santa.

Sin embargo, había algo en aquella gastronomía que no calzaba en el concepto antes mencionado y era la proliferación de almíbares, que si bien es cierto, su preparación conservaba las frutas y aseguraba su permanencia a lo largo de la cuaresma sin necesidad de cocción posterior, por otra parte su ingesta era motivo de deleite, lo cual estaba proscrito en esos días, así como cualquier asomo de placer.

Como todos los niños, que a duras penas manejábamos el esquema corporal, desconocíamos todo lo relativo al páncreas y su función, por lo tanto éramos afectos a consumir en cantidades industriales aquella delicia, desde el preferido almíbar de jocotes, hasta las delicias del de mango, pasando por los de papaya verde y de marañón.  Sin embargo, el summun del deleite lo constituía  un almíbar que juntaba las frutas antes mencionadas y al que se le agregaban grosellas y en algunos casos piña y que tenía un nombre de lo más extraño: curbasá.   Lo particular de aquellas delicias, era que se preparaban en casa o se recibían de obsequio de parte de algún familiar o amistad.  En aquel tiempo no recuerdo que hubiera expendios de ellos.

En la actualidad, los almíbares al igual que el curbasá son exponentes clásicos de la gastronomía nicaragüense de cuaresma, sin embargo, muy pocos saben que son el resultado de la fusión de la comida de varias culturas.  El almíbar o amilbar es originario de la gastronomía árabe y el propio nombre se deriva del árabe clásico maybah, aplicado al jarabe que resulta de la disolución del azúcar en agua como producto del calor y este a su vez tiene su origen en el vocablo persa mey be (néctar de membrillo).  Según una oscura leyenda, una princesa árabe descubrió por accidente el cambio que sufría el azúcar disuelto en agua al permanecer de manera prolongada en el fuego.   De esta manera, se encontró un método sencillo para mantener a las frutas por largo tiempo en forma de almíbar.  Después de ocho siglos de ocupación árabe en la península ibérica, los españoles incorporaron a su gastronomía, entre otras delicias, al almíbar. En el último eslabón está la fusión de la comida española y la indígena.

Cuando los conquistadores españoles llegaron a América encontraron que los indígenas no eran tan golosos como ellos en lo que respecto a los alimentos dulces, pues estos últimos tenían la sección dulce de su gastronomía a base de miel de abejas, con la cual preparaban ciertos alimentos y bebidas dulces, incluyendo fermentadas, muchos de ellos de uso ceremonial, así como elementos preparados con fines medicinales.

No existe ninguna crónica seria que precise la fecha en que inició la preparación del almíbar en Nicaragua, sin embargo,  hay versiones que manejan que fue a fines del siglo XVI, cuando inició la producción de azúcar, misma que había introducido al país Pedrarias Dávila.  Uno de los colonizadores españoles, que añoraba los dulces de su país, ensayó la preparación del almíbar de ciruelas, encontrando que los jocotes guardaban cierta similitud con aquella fruta y de ahí salió el primer almíbar nicaragüense.  Luego se extendió a otras frutas como el marañón, la papaya, así como el mango que recién había sido traído de Asia por los españoles.  Este platillo guardó el mismo nombre de almíbar, aunque en algunos pueblos se conoce todavía como jocotes en miel o mango en miel.  Poco a poco, el almíbar fue introduciéndose como un elemento de la cuaresma y en cierto momento alguien tuvo la tremenda idea de preparar un almíbar que combinara todas esas frutas, incluyendo grosellas y piña y de ahí surgió lo que se conoce como curbasá.

Uno de los más grandes misterios en el vocabulario nicaragüense es la etimología del vocablo curbasá.  Muchos especialistas han hurgado en las raíces náhuatl, en el  kikongo o el kimbundu, en el árabe y otras lenguas sin resultados positivos.   Lo más cercano a este vocablo es el apellido serbocroata Kurbasa, un tanto común en Bosnia-Herzegobina, sin embargo, es altamente improbable que alguien con ese apelativo hubiese llegado a Nicaragua en el siglo XVI o XVII y que pudiera haber sido el origen de dicho vocablo.

En estos dorados tiempos, el inicio de la cuaresma se adivina por las aglomeraciones en los templos los miércoles de ceniza, con el consabido caos en el tráfico aledaño producido por gentes que no conciben sus existencias si no llevan en esa fecha la cruz de ceniza marcada en su frente, aunque al viernes siguiente, una vez borrado el signo que les recuerda que indefectiblemente van a morir, se observa la procesión del vía crucis, acompañada por un reducido número de fieles.  Todavía es infaltable la sopa de rosquillas y uno que otro platillo de pescado.  Los almíbares y el curbasá siempre se preparan para la temporada y se pueden encontrar en ciertos expendios en los mercados, aunque su precio se calcula por kilates.  En el food court de un supermercado, por el equivalente a un dólar, puede obtener un recipiente parecido a los que utilizan en los laboratorios para ciertas muestras, en el cual colocan contaditos siete jocotes y una mísera cantidad de almíbar.

En lo particular, ya no sufro de aquel miedo de que el diablo anduviera suelto en esos cuarenta días, pues hay seres más temibles que campean en nuestro entorno, además que no habría peor cuarentena que la que provocaría un brote de Coronavirus.  Lo que sí arrastro de aquellos tiempos es el temor de que a estas alturas del partido el páncreas pueda pasarme una cruel factura. Aun así, en un arranque de temeridad, de vez en cuando, de manera clandestina, tomo un jocote del almíbar y siento en mi boca la dulce sensación de ese fruto con la piel correosa pegada a la semilla y su sabor mezclado con el dulce de rapadura que inmediatamente me transporta a aquellos plácidos años y me parece ver a mi abuela, con la cruz de ceniza en su frente, hablándonos de las asechanzas del demonio, mientras que mi abuelo, en su mecedora, escondiéndose detrás del periódico, dibujaba una sonrisa burlona.

 

 

6 comentarios

Archivado bajo cultura, Nicaragüense