Es el año 1514 de nuestra era y en la enorme Tenochtitlán, la capital del imperio mexica el sol cae pesadamente en una tarde de primavera. Por la Calzadade Iztapalapa, los vigías ven la figura de hombre que con escasa indumentaria y un bulto adosado a su espalda corre con paso cansado pero firme, avanzando por la calzada. A su paso, uno de los vigías toma un enorme caracol y emite un poderoso sonido que finaliza de una manera muy particular y que surcando el límpido aire de la urbe, llega hasta el Palacio Imperial. Al llegar al sitio conocido como Hitzilopochco, el corredor detiene su marcha se quita el bulto de su espalda y se lo entrega a un relevo que lo está esperando y que sin perder tiempo se lo fija en su espalda y continúa a toda velocidad por la calzada. El corredor exhausto queda tirado en el suelo, sin aliento y sin que nadie repare en él.
El nuevo relevo, a pasos agigantados, va devorando la distancia que lo separa del Palacio de Moctezma, el Huey Tlatoani de los Mexicas, señor sañudo, hombre grave, circunspecto, quien habita en un complejo de cinco palacios intercomunicados entre sí a través de plataformas y que se conocían como Casas Nuevas. En la entrada del Palacio, muy cerca del Templo Mayor, un sirviente le espera, toma el bulto y se dirige al recinto que hace las veces de la cocina del emperador, en donde espera un grupo de sirvientes que toman el bulto y cuidadosamente lo abren en sus diferentes capas y que al final dejan al descubierto una considerable masa de nieve que proviene del volcán Popocatepetl, en donde cinco horas antes, una delegación había buscado la nieve más limpia y la había empacado cuidadosamente en un bulto que aísla el contenido de la temperatura ambiente, habiéndolo colocado en la espalda de un primer relevo quien a toda velocidad emprendió su marcha hacia la gran Tenochtitlan, en cuyo camino encontrará a otro relevo que seguirá su marcha hasta el destino final.
En una copa de oro se ha colocado una generosa porción de nieve a la que delicadamente le han agregado miel de abejas y adornado con flores de vistosos colores y junto con un pequeño huacal en forma de cuchara, labrado minuciosamente, se hace llegar al Huey Tlatoani, quien se encuentra meditando enla Casa Denegrida, parte del complejo del Palacio Imperial llamado así por sus paredes color negro y en donde la falta de ventanas le proporcionaba una considerable oscuridad y que era empleada por el emperador para reflexionar y meditar. El sirviente atraviesa cuidadosamente el piso de basalto negro y deja en una mesita el manjar del emperador. Moctezuma interrumpe sus cavilaciones sobre las señales que se han venido presentando y que auguran tiempos aciagos, para disfrutar de la delicia de aquella nieve con sabor a miel, que solo él y unos pocos nobles tienen derecho a probar. En la penumbra del palacio y de su alma Moctezuma deja que el exquisito sabor de la nieve calme la profunda tristeza que lo agobia.
445 años después, en un pequeño pueblo de la meseta de Carazo, soy yo el que va corriendo de prisa por una calle, no llevo ningún bulto en la espalda y lo único que me acompaña es una moneda de veinticinco centavos. Al final alcanzo a un hombre que empuja un carretón. De mi pantalón corto saco la moneda de veinticinco centavos y se la entrego al hombre quien abre una tapa del carretón forrada en aluminio y con un cepillo metálico comienza a raspar una maqueta de hielo, a esa hora ya un poco gastada y va colocando unos paralelepípedos de hielo sobre un cono de papel, luego toma una botella de un sirope un tanto espeso de color rojo intenso y vierte un chorro sobre el hielo y me lo entrega. Después de volver a ver a todos lados para confirmar que no hay moros en la costa empiezo a disfrutar, con el mismo deleite de Moctezuma el sabor del raspado impregnado con un dulce sabor, además del sabor de lo prohibido, pues esa delicia está en la lista negra, no por alguna disposición imperial, sino por el criterio de mis abuelos. Al igual que los mamones, por lo ácido que afecta a las amígdalas, las sandías en rodajas por las moscas que las merodeaban, las chibolas por el agua insalubre con que eran preparadas, los sorbetes de carretón por las mismas razones y muchas otras delicias que el resto de la población degustaba sin ninguna aprensión.
Antes que la industrialización alcanzara al rubro alimenticio, el raspado con sus diferentes siropes: de piña, tamarindo, leche o bien el clásico rojo que no obedecía a ninguna fruta en especial, era una de los antojos más demandados por parte de la población, que en cualquier momento caluroso disfrutaba de su inigualable sabor.
En Managua, la demanda era igual de amplia, sin embargo la oferta se mostraba más diversificada, con raspados sofisticados como los raspados rellenos que se hicieron famosos en el recordado expendio que tenía un nombre elegante a más no poder: La Riviera, ubicada en las inmediaciones de la Unión Radio. Este raspado llevaba entremezclado con el hielo un pedazo de torta y el sirope espeso era de leche. Posteriormente surgieron los no menos famosos Raspados Loli, que la familia Guatemala fundó a finales de los años sesenta en la Calle 27 de mayo, cerca de donde fue el Cine Cabrera y que después del terremoto se ubicó en un ranchito en las inmediaciones del Centro Cívico. De la misma forma se recuerda en la vieja Managua a La Granizada, un negocio ubicado en las cercanías de la Catedral de Managua, por el rumbo del cine Alcazar, antes Salazar y que con una máquina casi pulverizaban el hielo ofreciendo un raspado diferente al clásico de cepillo.
La aparición en escena de los bolis a finales de los años cincuenta, vino a reducir la demanda de los raspados, tanto por la novedad como por lo práctico de su bolsa de plástico, aunque en precio no había diferencias significativas. No obstante, el raspado se mantuvo contra viento y marea.
En la actualidad el raspado tradicional de carretón sólo se encuentra en las periferias de las grandes ciudades y en las ciudades pequeñas, así como en las zonas rurales. En las zonas urbanas se ofrece en expendios ubicados en locales establecidos y ahí mantienen su liderazgo en Managua y algunas ciudades del interior, los Raspados Loli, aunque el precio es equivalente a un helado o sorbete, llegando a costar cerca de US$1,50 dólares.
Yo por mi parte, debido a mis rodillas, deterioradas como las de un promesante radical, no puedo correr más y mucho menos detrás de un carretón de raspados, pues bastaría unas dos cucharadas de uno de ellos, para causar un verdadero caos en mi páncreas. Sin embargo, en la oscuridad de la casa denegrida, en medio de mis cavilaciones recuerdo aquel placer sin igual de saborear aquel deleite proscrito, de un raspado de sirope rojo.