Funeral por protocolo

Entierro de pobre, ya sabes amigo,

no quiero que vengan, los otros conmigo.

Azarías H. Pallais.

 

Uno de los rituales más enraizados en el ser humano desde tiempos inmemoriales es sin duda alguna el funerario.  Todos los sentimientos en torno a la muerte, desde sorpresa, negación, ira, llanto, tristeza, de acuerdo a cada cultura fueron transformándose en ritos que acompañaban a ese ineludible acontecimiento.

De mi infancia viene a mi memoria aquel grito desgarrador que llegaba a romper la paz que respiraba el pueblo y que anunciaba que alguien había pasado a mejor vida.  Su deudo más cercano, invariablemente una mujer, debía de anunciar el deceso con gritos desconsolados y los vecinos debían hacerse presentes para unirse al  duelo, haciendo preguntas perogrullescas, ofreciendo el apoyo en todos los sentidos y de manera un tanto informal se organizaba un comité que se encargaría del acto central del rito que era la vela, el momento indicado para recibir las muestras de condolencia.  Con el tiempo entró en escena la “barata”, perifoneo para los elegantes, que anunciaba a los cuatro vientos los detalles del deceso y la invitación de la familia doliente para los actos funerarios, con el  horario y la respectiva dirección.   En horas de la tarde, los empleados de la funeraria llegaban con el ataúd, colocaban al finado vestido para la ocasión y aprovechaban para aplicar una pasada final con barniz para que el féretro luciera impecable sobre su catafalco, también de madera.  Se colocaba una cortina de color negro o blanco, de acuerdo al gusto de los dolientes, detrás del féretro, con una cruz y cuatro cirios, que luego fueron sustituidos por luminarias.

En la cocina de la casa se observaba un enorme perol en el que hervía agua para el café que se repartiría en la vela.  Algún acomedido insistía en que no debía escatimarse el gasto en guaro, tan necesario para disolver las penas por aquella irreparable pérdida.  Muchos de estos gastos salían del peculio de los deudos y en algunos casos, algunos vecinos contribuían con cigarrillos, pan dulce. Las amistades de recursos holgados, entregaban una cooperación en efectivo con la mayor discreción posible.   Otros un tanto más previsores, compraban unos cuatro mazos de naipes, porque en aquellos tiempos había que velar al muerto por toda la noche y el mayor contingente abandonaba el local con las primeras luces de la mañana y el juego hacía más llevadero aquel desvelo.  En ciertos casos cuando debía esperarse a algún familiar por encontrarse lejos del pueblo, se preparaba al finado para velarlo por dos noches seguidas.  Alguien cercano se hacía cargo de conseguir una botella de las grandes de Agua de Florida, de Lanman & Kemp, que se utilizaba para reanimar a todos los deudos, féminas generalmente, que en los momentos más álgidos del evento, se “atacaban” como se decía antes, es decir, sufrían un ataque de nervios que las hacía, en el peor de los casos, caer de un solo platanazo.  Así pues el recinto en donde se velaba al finado tenía un aroma mezcla del barniz del ataúd con las naranjas dulces, lavanda y clavo de olor del Agua de Florida que recibían en profusión las atacadas.

Ya en mis tiempos no se acostumbraban las plañideras, quienes por una módica suma, lloraban durante toda la vela y por unos centavos más, hasta se atacaban.  La vela se calificaba en el pueblo de acuerdo a la cantidad y calidad del café, guaro y comida que se ofrecía, así como el tamaño del contingente que amanecía.  En algunos casos se calificaba también lo gracioso de los chistes que ahí se contaban, todo para  mantener despiertos a los concurrentes.

Al día siguiente, se efectuaba el entierro, que en la mayoría de los casos incluía una misa de cuerpo presente, incluyendo dobles de campana para la ocasión.  Luego el cortejo fúnebre en donde, ante lo inminente de la despedida, el llanto iba en crescendo.  El féretro por lo general iba cargado por los deudos o amigos más cercanos.  Al momento de cerrar la tumba no había ningún rito como tirar flores o un puño de tierra, simplemente más llanto o la finta de alguien de querer tirarse al fondo de la tumba, ante lo cual amigos muy alertas lo evitaban, sujetando firmemente a quien lo intentaba.

Con el tiempo, estos ritos fueron cambiando un poco, coexistiendo algunas nuevas con las costumbres de antaño.  Todavía una gran proporción de las velas se llevan a cabo en las casas de habitación de la familia doliente y en algunos casos se sigue invitando a través de una “barata”.  Otros más modernos lo hacen a través de las redes sociales.  En una considerable proporción la familia doliente, por sus pistolas, cierra la calle de su domicilio e instala un par de toldos, ya sean institucionales o comerciales, de acuerdo a los conectes de la familia.  Es muy extraño escuchar gritos de parte de los dolientes y salvo raras excepciones hay personas atacadas y en esos casos una alprazolan de 0.5 mg. resuelve más que el Agua de Florida. Siempre existe la solidaridad para el café, pan dulce y otros bocadillos que se ofrece a la concurrencia.  Ya es muy raro que repartan guaro o licores y menos cartas para el  juego, aunque se mantienen los chistes.  En muchos casos, la vela no se extiende hasta el amanecer, sino que prudentemente a media noche se abre un impase hasta el entierro.

El entierro se realiza más o menos en los mismos términos que antes, tal vez es más usual el uso de la carroza fúnebre y una caravana de vehículos, por las distancias a recorrer.  Siempre hay un servicio religioso previo y por lo general prevalece la ecuanimidad.

Cada vez es más usual la realización de las velas en alguna capilla de una empresa funeraria que ofrece, por alguna friolera, el ataúd, el alquiler del local y bocadillos, refrescos y café, limitados.  Generalmente se establece un horario durante el cual se recibirá el duelo y se provee un  libro de  registro para los asistentes.  En caso en que se sobrepase la cantidad de bocadillos y bebidas establecidos en el contrato, los adicionales los cobran a precios del Serendipity 3.

Todo esto se ha ido al traste con la llegada de la pandemia del COVID-19.  En un arranque de estulticia, las autoridades nacionales se anticiparon a la llegada de la enfermedad con un protocolo, obviamente tomado de otro país y luego mediante una laboriosa labor de copy/paste, encima fueron cambiando las medidas por acciones opuestas.  En donde decía restringir pusieron abrir, en donde decía permitir, pusieron prohibir y así por el estilo.  Parecía que el encargado de esta preparación fue Bizarro.  Lo que dejaron igual fue el riguroso protocolo para el manejo de los cadáveres de las víctimas del COVID-19.  Las mismas, cuando al  MINSA  se le antojara declararlo así, se entregarían en ataúdes sellados (sin especificar quién pagaría por los mismos) y deberían enterrarlos de inmediato, con una asistencia máxima de cinco personas.  Nada de velas.

El caso es que ahora, al igual que nadie quiere enfermarse por temor a asistir a una clínica u hospital en donde contagiarse es tan fácil como que le abran la cartera en una ruta, de la misma forma, nadie quiere morirse, aunque en estos tiempos es tentador, pues parte de ese protocolo se aplicaría, debido a que una enorme proporción de la población, que desde luego no se chupa el  dedo, se ha auto impuesto una cuarentena.   Así pues, en virtud que nadie sabe a ciencia cierta de qué falleció determinado ciudadano y muy pocos creen en las estadísticas del MINSA, para el resto, todo finado cae en la categoría de la pandemia, aunque hubiese sido de una tripa retorcida.   Por otra parte, asistir a una vela en donde difícilmente se cumplirán las normas de alejamiento y quienes reparten el café y el pan dulce, no usan barbijos, está difícil, por muy apreciado que haya sido el finado.  Muchos pedirán una vela por Zoom o algo parecido.

Así pues, ya el dilema no es : Ser o no ser, sino, Morir o no morir, pues es triste irse de este mundo alejado del afecto y aunque no se dieran los gritos desgarradores de antaño, sentir la cercanía de alguien con el dolor a flor de piel, atenúa esa sensación de perderse en el infinito.

De la misma forma en que después de la pandemia, quienes sobrevivan van a enfrentarse un mundo diferente, en donde el estilo de vida que prevalecía hasta 2019, va a quedar en el olvido y de la misma forma en que los saludos tan afectuosos de antes, al igual que las golondrinas que aprendieron nuestros nombres, no volverán, de la misma forma, el último adiós para un ser querido, será indudablemente muy diferente a todo lo que vivimos, o más bien morimos.

 

 

 

 

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Por mis padres, bohemios

 

 

 

Vivimos días tenebrosos, en donde la poca sabiduría que he acumulado en estos setenta tacos de almanaque, me obliga a poner los pies en la tierra y barruntar un futuro casi apocalíptico, en donde las opciones son tan crudas que obligan a pensar que si no morimos del COVID-19, moriremos de hambre.  Entonces, las palabras de aliento de nuestros seres queridos y amigos cercanos no se hacen esperar.   Puede ser que ellos tengan temores aún mayores, pero las obras de misericordia dictan que hay que animar al atribulado.  Mi hermano menor, optimista por excelencia me dijo: -Hermano, has pasado por los trances más difíciles que alguien se puede imaginar y los has superado.  No pude más que contestarle: -Sí, pero no es lo mismo “Los tres mosqueteros” que “Veinte años después”.

Ya por las noches, en el insomnio que provoca el intenso calor mezclado con los vapores de alcohol del 70 que pulula en el aire, repaso aquellos acontecimientos que marcaron mi vida y de pronto recuerdo un episodio, un tanto escondido en el disco duro, en el cual  estuve en aislamiento, con el fondillo a dos manos, pero con dos gigantes a mi lado.

El año de 1964 fue aciago en extremo.  A finales de mayo, a la edad de 45 años, falleció de un infarto fulminante mi tío Emilio, mi “Papá Emilito”.  Fue un acontecimiento que cimbró hasta sus cimientos a nuestra familia.  En nuestra casa se respiraba un profundo dolor y por primera vez, miré el temor en el rostro de mi padre, médico internista que de pronto vislumbró un escenario fatal en su vida que ya no era tan descabellado.

Cursaba yo el tercer año de secundaria en el Instituto Pedagógico de Diriamba y ya sentía el rigor del estudio de la física y la matemáticas.  En aquel tiempo los exámenes de medio año se realizaban en septiembre,  justo antes de las fiestas patrias, de tal manera que después del desfile del 14 y  de la lectura del acta de la Independencia el 15, iniciaban unas vacaciones de dos semanas.

Me presenté a los primeros exámenes tranquilamente, sin embargo en el penúltimo examen, de literatura, si mal no recuerdo, comencé a sentirme mal.  Sentía dolor en el cuerpo y una profunda nausea.  Por la tarde cuando llegó mi padre le expliqué mis malestares y como era natural en él, de entrada le echó la culpa a algún exceso en la comida.  Por la mañana le comenté que no aguantaba el  malestar y muy espartano me dijo que aguantara y me fuera al  colegio, pues era el último examen, física y no podía faltar.   Haciéndole un poco al Gerald Butler, agarré fuerzas y me fui al examen.  Medio recuerdo que me inventé la mayor parte del examen y con el último hálito regresé de arrastradas a mi casa directo a la cama, pues no podía mantenerme en pie.    Cuando llegó mi padre me examinó, esta vez con más cuidado y comencé a ver esa expresión de preocupación en su rostro.   Me revisaba los ojos y me tocaba el vientre y me parecía adivinar que negaba con su cabeza algo que no quería imaginarse.  Por la mañana, tomó una jeringa y me sacó una muestra de sangre y se la  llevó a Managua, no sin antes ordenarme reposo absoluto.

Cuando regresó a medio día, noté que no pasó directo a mi cama, sino que se quedó conversando con mi madre un buen rato y luego llamaron a mis hermanos.  En ese momento, como decía su Eminencia:  – Se me fueron los pulsosmmm.  Cuando llegó mi padre a verme, echándole producto de gallina, me atreví a preguntarle qué tenía.  Mi padre era muy acertado, pues invertía buena parte de su tiempo y de su dinero en actualizarse, trayendo los últimos números de la literatura médica, pero era muy reservado para discutir y expresar sus diagnósticos.  Pensaba que la tranquilidad del paciente era básica para su recuperación.  En el caso de sus hijos, era peor, pues le era fácil contestar ante cualquier dolor de garganta que se debía a que andábamos descalzos. En esa ocasión, después de pensar un rato respecto a mi pregunta, me contestó que era el hígado, pero si me cuidaba todo iba a salir bien.  Me quedé más tranquilo.

Así pues, me resigné a quedarme en cama por un buen rato, pero me extrañó que mis hermanos, que siempre me buscaban para armar cualquier relajo, se mantuvieran alejados de mí.  Llegaban por la noche y cada quien a su cama, sin acercarse a la mía.  No podía ir al comedor y la comida me la llevaba mi madre a la cama.  Nada de grasa, pero lo que empecé a notar es que mis cubiertos tenían una seña marcada con pintura de uñas, lo mismo que los platos.  Mi vaso siempre fue individual, de aluminio, dorado.

Mi madre me miraba con una ternura inigualable y lo primero que hizo fue asignarme el único radio de la casa, para que no me aburriera.  Regularmente hacía sus rondines para ver cómo estaba.  Me preguntaba qué se me antojaba y siempre le pedía un pudín Royal de vainilla.  Me encantaba el sabor de aquel  postre, además que traían de regalo una miniatura de automóviles clásicos.

Pasaba escuchando radio todo el día.  Recuerdo que en aquel tiempo salieron varios éxitos de The Beatles: A hard day´s night, Can´t buy me love, entre otros, pero la que más se me quedó grabada por lo triste fue Blue Winter (Invierno triste) de Connie Francis.  Recuerdo también que mi madre vino a verme y me pidió que tratara de recordar algo que hubiese comido en las últimas semanas que se saliera de lo normal.  Comenzamos a repasar y al final dimos con algo que sin ser concluyente pudo haber sido la causa de mi mal.

Unas semanas antes de caer enfermo, nos reunimos los condiscípulos del pueblo, Sergio Zepeda, Arturo Pérez, Pablo Vargas y yo, para estudiar física principalmente.  Nos reuníamos donde Sergio,  pues la casa de los Ortega Robleto, quedaba enfrente y ahí llegaba Toño Ortega, que siempre estaba anuente a ayudarnos y los problemas que se nos hacían imposibles, él en un dos por tres los resolvía.  La mamá de Sergio, doña Chon, nos recibía siempre con mucho cariño y en una ocasión nos llevó una gran pana de nancites.  Como todo chavalo, les caímos como si fuera tarea.  A pesar de que ninguno de mis compañeros se enfermó, mi padre coincidió con mi madre que tuve la mala suerte que un solo nancite pudo estar infectado y fue lo que me provocó mi enfermedad.

Día de por medio mi padre me sacaba sangre por la mañana y a su regreso se quedaba conversando con mi madre.  Así pasé todas las vacaciones de septiembre, más de dos semanas, considerando que ya no fui al  desfile ni a la lectura del acta de la Independencia.  Al  final, antes de darme de alta, mi padre me dijo que había sido una hepatitis, lo más probable por haber comido aquella fruta sin desinfectar.

Cuando me levanté apenas podía mantenerme en pie.  Fui al espejo y miré un rostro demacrado hasta cierto punto amarillento y mis ojos parecían de vampiro, además sentía cierta hinchazón en la parte derecha del abdomen.   Mis hermanos poco a poco se fueron acercando a mí y ya a mediados de octubre todo había vuelto a la normalidad.

Cuando recibí las calificaciones en el colegio no fue sorpresa para mí, encontrar un seis en física.  Al mostrarle el  boletín a mi padre, quiso montar en cólera, pero le expliqué que aquel era el examen al que me había mandado de arrastrada.  Le pedí que fuera hablar con el hermano Felipe (el Zorro) para que de alguna manera ajustara la nota por las circunstancias, pero me dijo que mejor levantara esa calificación en el resto del año.  Sentí que me quiso decir que no me valiera de esas desgracias para conseguir algo.   Al final, logré levantar la nota y con un promedio modesto, pero lleno de entereza, logré aprobar la materia.

Por si fuera poco lo que había vivido ese año, a inicios de diciembre falleció el tío Armando, un primo de mi padre que diagnosticado con cáncer, se había refugiado con su hermana, la tía Leticia en lo que fue la farmacia de mi abuelo.  Le llegamos a tener un gran aprecio por su estoicismo ante su suerte y haber mantenido su sentido del humor hasta el último momento.  En medio de la triste noticia, mi padre tomó su maletín y me pidió  que lo acompañara a la farmacia, en donde le ayudé a inyectar de formalina el cuerpo inerte del tío Armando.  En ese momento no entendí aquello, pero con el tiempo llegué a comprender que mi padre estaba preparando a su primogénito para un futuro que temía fuera convulso.

Para el año siguiente, el color de los ojos poco a poco logró volver casi a la normalidad.  El hígado no me volvió a dar problemas, tampoco yo llegué a abusar de él (no gran cosa).  El tema de la hepatitis, quedó por ahí, entre las lecciones de vida que conforman el carácter y no fue sino hasta 1987 cuando volvió a salir a la luz.

Estaba yo en el Hospital Infantil de México “Federico Gómez” siguiendo el protocolo de trasplante para poder donar mi riñón a mi hijo Orlando Emilio.  Después de haberse realizado el análisis de histocompatibilidad y resultar que el muchacho era casi un clon mío, siguieron varios exámenes más así como un interrogatorio a fondo, mismo que fui superando hasta que me preguntaron si alguna vez había padecido una serie de enfermedades entre las cuales estaba la hepatitis.  Había aprendido que en esos interrogatorios no se puede mentir y les dije que en efecto, había padecido hepatitis.  Los médicos se levantaron y fueron a consultar al Jefe de Nefrología, me imagino que dispuestos a cancelar el proceso.  En ese momento me levanté yo también, salí al corredor en donde había un teléfono público y llamé a mi padre.  Le comenté lo que había sucedido y él sin perder la compostura me dijo:  -Tranquilo, decíles que te hagan la prueba del antígeno Australia.  Regresé a la sala y cuando regresaron los médicos, uno de ellos con una cara por demás circunspecta quiso empezar un discurso cuando  le dije: – Sería prudente que me hicieran la prueba del antígeno Australia.  Se quedaron como cuando los doctores de la ley escucharon a Jesús hablarles de las escrituras y se volvieron a ver,  salieron de nuevo y regresaron con un tipo del laboratorio que me sacó una muestra de sangre y asunto resuelto.  El proceso siguió su curso y el trasplante se realizó, por cierto con éxito.

Así pues, repasando, podría tener razón mi hermano, he salido airoso de algunos trances, de otros no, pero como dice Pablo, el tiempo es implacable, al hacer un recuento ya nos vamos.  Además, poco a poco la vida se nos va llenando de vacíos. Parece mentira que Pablo, Arturo y Sergio se me adelantaron, al igual que doña Chon, Toño Ortega y el  hermano Felipe.

Un día como hoy precisamente, hace 28 años, mi padre nos dejó.  Me tocó verlo en una cama de hospital, intubado, sufriendo a más no poder, plenamente consciente de que la pancreatitis que tenía lo había condenado a muerte, desesperado por terminar aquel martirio y yo sin poder hacer nada, más que observar lo injusta que era la vida.  Cuando le dije que le agradecía todo lo que había sido para mí, solo parpadeo. La madrugada siguiente su corazón se apiadó de él y se detuvo.

Coincidentemente, en esta misma fecha, hace diez años, mi madre falleció. Ya no me dio tiempo de llegar a acompañarla.  Hablé con ella por teléfono y sentí que pronto nos dejaría.  En ese momento no dimensioné su partida,  simplemente sentí que los sufrimientos de su enfermedad finalizarían y solo con el tiempo pude sentir el tremendo vacío que dejó en mí, ese constante ejercicio de echar de menos aquella dulzura vertida en mi amargura y en tantas noches de mi vida, estrella, como diría Aguirre y Fierro.

Al final de cuentas, ya no es relevante si ahora podré superar lo que se viene, lo que realmente es vital es en este día levantar una copa, real o virtualmente y hacer un brindis especial, por aquellos que me dieron vida y un rumbo en la misma y lo hicieron con todo el amor del mundo.

Por mis padres, bohemios.

 

 

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Hoy es Viernes Santo

Me he despertado hoy en medio de una quietud impresionante.  Generalmente la avenida en la que vivo no descansa y mantiene un tráfico considerable, con sus consabidas intensidades, las veinticuatro horas.  Pero hoy se sentía un silencio un tanto acojonante, como dirían en la madre patria.  De pronto, en medio de la confusión que produce la inactividad del aislamiento parcial autoimpuesto, me doy cuenta que hoy es Viernes Santo, así en mayúsculas los dos, para que no se preste a relacionarlo con el chistorete de Santo y Santa.   No puedo evitar recordar las semanas santas de mi infancia en San Marcos, en donde el silencio caía densamente sobre nuestras vidas, ya fuera por el recogimiento de los fieles o por la acción de algunos desventurados que colocaban troncos de árboles en los cuatro puntos cardinales del pueblo a fin de que ningún vehículo se atreviera a circular en esos días en que Jesús estaba en el suelo.

Debo de admitir que en aquella época no sentía recogimiento alguno, sino que como todo mozalbete pueblerino, lo que primaba era la ilusión del estreno.  Era una costumbre muy arraigada que había que estrenar ropa por lo menos jueves y viernes santo y de alguna manera asistir a los oficios de eso días para lucirla.   De esta forma, desde la semana anterior, los padres de familia debían de apechugar y proveer dichos estrenos.  Con los varones era más fácil, pues con dos pantalones Nomar y un par de camisas Record, ya resolvíamos, sin embargo, las féminas debían de ajustarse a los cánones de la moda del momento y a fuerzas debían de buscar a una costurera que elaborara sus prendas.  Me extrañaba que mis padres por su parte no siguieran esa costumbre de estrenar.  Mi abuelo cerraba su farmacia jueves y viernes, por respeto a sus clientes, aunque todos sabían que ante alguna emergencia siempre atendía la demanda.  Salvo algunos casos de emergencia, mi padre no iba al hospital esos días y disfrutábamos de su presencia en la casa, generalmente escuchando música clásica, salvo el viernes que no encendía su equipo de sonido.

Ese día el silencio era roto por el sonido de unas matracas gigantes que sustituían a las campanas, quienes callaban esos días, anunciando los oficios diarios, que iniciaban cerca de las diez de la mañana con la Vía Sacra.  Yo no entendía por qué las procesiones de los viernes de cuaresma se llamaban viacrucis y la del Viernes Santo debía llamarse Vía Sacra.  Tal vez porque era más solemne y más concurrida.  Siempre era acompañada por música de viento en vivo, generalmente la banda de los Hermanos Ramírez de Masatepe quienes interpretaban marchas fúnebres.  Ese día se miraba en la procesión a personajes del pueblo radicados en otros lados y que regresaban exclusivamente para asistir a la misma, por devoción, costumbre o por alguna promesa.  La mayoría lucía sus estrenos, compitiendo por lucir lo más a la moda posible, en especial las damas, quienes todavía cubrían sus cabezas con mantillas en señal de sumisión.

Frente a la farmacia de mi abuelo estaba la segunda “estación” de la procesión, me imagino que tal vez correspondía estar ubicada donde mi abuelo, pero su marcado agnosticismo, provocó esta otra ubicación.  Generalmente, salvo la abuela y la tía Leticia que con sus respetivas sombrillas se resguardaban del inclemente sol, el resto de la familia permanecíamos en la casa, limitándonos a observa a la procesión y sus  asistentes, incluyendo a los promesantes que competían por hacerse el mayor daño posible.  El almuerzo en esa fecha era de lujo, pues a pesar de las restricciones de ayuno y abstinencia dictadas por la doctrina, el gusto de mi abuelo y de mi padre dictaba menús más relajados.

Después del atracón del almuerzo comenzaba la tensión que poco a poco se incrementaba en mi interior, al acercarse las tres de la tarde, hora en que según los evangelios falleció en la cruz Jesucristo.  Me parecía que al igual que en aquella ocasión ocurrirían cataclismos y demás reacciones de la naturaleza ante aquel hecho ocurrido hacía casi dos mil años atrás.  Con el corazón a tambor batiente daban las tres de la tarde y no ocurría nada y yo respiraba tranquilo.  Fue muchos años después que llegué a la conclusión de que las tres de la tarde en Jerusalem era como las seis de la mañana en Nicaragua.  Para empezar, pues.

Luego de aquella tensión había que esperar las matracas que anunciarían la salida de la procesión del Santo Entierro.  Para darle más solemnidad a dicha procesión, muchos varones asistían de traje completo, de los más diversos estilos y colores, pues ahí estaba más difícil andar al dernier crie.  La banda de los hermanos Ramírez reservaba para esa ocasión las marchas más dramáticas y a dicho compás, el féretro de madera sólida con cristales alrededor, se chiqueba lentamente por todas las calles del pueblo, ocurriendo frecuentemente el cambio de los cargadores quienes debían poner una cara compungida para estar acordes con aquella solemnidad.

Años más tarde, cuando mi padre dejó el agnosticismo que le había dejado mi abuelo, me pidió que lo acompañara a cargar al Santo Entierro y como nunca fue mi afición contradecirlo le dije que sí y ataviados con un par de diseños exclusivos de los Mejores Trajes Gómez ahí estábamos esperando un turno para cargar aquel féretro.  Ahí entendí el por qué del chiqueo y lentitud con que se desplazaba. No sé qué clase de madera le habrían puesto, pero pesaba más que un mal matrimonio y de ahí la cara compungida.  El problema fue que la estatura de mi padre y la mía hizo que se diera un considerable desnivel con relación al otro lado, cuyos ocupantes recibieron la mayor parte del peso y a cierta distancia clamaron con tétrica voz el relevo correspondiente.  Anduve un par de días con dolor en todo el esqueleto.

Aquellos viernes terminaban con el profundo silencio.  Al día siguiente las cosas se relajaban, mi abuelo abría su botica y mi abuela todavía amenazaba a los niños que deseaban regresar a sus desmanes, diciendo que había que esperar a que se cantara Gloria.  Yo le decía que lo cantáramos pues, a lo que recibía una mirada de reprobación que calaba.

El sol, inclemente, que se ensaña en nosotros, me regresa a este año de la peste.  La avenida trata a cuentagotas, de recobrar su movimiento mientras pienso que a pesar de todo, el tiempo pasado fue mejor y extraño a los desventurados que colocaban troncos en todos los accesos del pueblo, para que todos se quedaran en sus casas.  Siempre me encuentro con el fondillo a dos manos, no por el cataclismo de las tres de la tarde, sino por la incertidumbre de lo que nos va a pasar y recuerdo a Machado:  ¡Oh no eres tú mi cantar! ¡no puedo cantar ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!

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Un adiós en medio de la pandemia

 

Podría decir que no le  temo a la muerte, pero estaría mintiendo.  Una cosa es que esté plenamente consciente de que la muerte es el único evento real, verdadero, en esta vida y otra cosa es que me atraiga.  Desde hace rato camino ligero, con una carga mínima e incluso mis sueños que por mucho tiempo eran voluminosos, ahora caben en mis bolsillos, debido a que según la ley de las probabilidades, a medida que se acerca uno o sobrepasa las expectativas de vida del entorno, es tan fácil despertarse cualquier día en el otro barrio, a menos que se tenga la constitución genética de Kirk Douglas.

Hace algún tiempo, en una reunión de amigos, al calor de los tragos, surgió la pregunta de cómo nos gustaría morir.  Uno dijo que de un infarto fulminante, otra expresó que quería morir durante el sueño, alguien más quería tener el tiempo para arreglar sus cosas y despedirse.  Como era una plática de presos, vergolillazos de por medio, para resaltar el hecho de que nadie puede escoger la forma de morir, al llegar mi turno les dije que quería morir de spleen, aquel padecimiento tan socorrido de los poetas franceses y que Juan de Dios Peza endilgó a Garrick y que no era otra cosa que tedio, aburrimiento, melancolía.  Resalté que quería morir de esa sensación de aburrimiento que produce tener tanto dinero y haber gozado repetidamente tantos placeres, de tal forma que el spleen resultante me condujera hasta la muerte.  Después de algunas risas, todos se quedaron como los bohemios del brindis al final del poema y no quedó alternativa más que echarnos otro trago al coleto.

El caso es que en este aciago año, annus horribilis, como diría S.M Elizabeth, un virus, cuya procedencia nunca sabremos, si fue elaborado en un laboratorio, si fue trasmitido por un animal o cualquiera otra de las hipótesis conspiracionistas que flotan en el ambiente, está jugando con las probabilidades que tenía barajadas.  Ya no podré apostar a cuidarme para sobrepasar el promedio de vida de la región, sino que pareciera que ahora los dados están cargados.  Así pues, tengo que agregarle a los cálculos iniciales, la probabilidad de contraer el COVID-19, con el agravante de que debo cuadruplicar el promedio mundial de contagio, debido a que nuestro solidario gobierno se ha empeñado en realizar lo contrario de lo recomendado por los científicos y por otra parte, sin estadísticas verdaderas o al menos creíbles, no tenemos ni la menor idea de por dónde andamos.  Algo así como si combináramos La Peste de Camus, con el Ensayo de la ceguera de Saramago, con la única esperanza de que se mezcle también La máscara de la muerte roja de Poe.

El caso es que ante el probable caso de contraer el virus, ahí si me cargó la calaca.  Además de pertenecer al grupo de ciudadanos de la tercera edad, con mayores probabilidades de una complicación del COVID-19,  el sistema de salud nicaragüense es tan precario, por no decir miserable, que colapsaría a la primera de cambios.  No me imagino llegando a un hospital de la seguridad social demandando atención y un lugar en la UCI, en donde estaría compitiendo con doscientos veinte ciudadanos más y entre ellos alguien que sigue ciegamente las consignas del partido.  Por otra parte, por una de aquellas chiripas de la vida, logro sobrevivir a la pandemia, vendría la debacle de la economía nacional, tan enclenque después de la crisis de 2018 y 2019, que es tan comparable a un ciudadano de ochenta años, con diabetes, hipertensión y lupus eritematoso frente los estragos del virus.  Ahí entonces moriría de inanición.

Así pues, deseo aprovechar este período en donde estoy como el bateador en el círculo de espera, todavía haciendo swing, aún con salud y con acceso al internet, para despedirme de mis amigos, reales y virtuales, que para el caso es lo mismo, así como de los lectores de mi blog.

Si bien es cierto, no logré amasar una fortuna que me llevara al spleen del que hablaba anteriormente (lo de las recompensas llegó demasiado tarde), la vida me hizo el enorme regalo de darme una familia de primera, de la cual me enorgullezco y que en su inmensa mayoría me profesa un inmenso cariño, tan grande, que a veces dudo si he podido corresponderlo en toda su dimensión.  He portado mi apellido con honor e hidalguía y a pesar de que en los últimos años ha sido más vilipendiado que un árbitro de fútbol, siempre he sentido el alivio de ser identificado en el bando de “los buenos”.

Mis amigos no son tan numerosos, pero la mayoría ha llegado a conocerme y me honran con su aprecio.  Muchos los conozco desde la infancia y otros los fui encontrando en el camino de la vida y han hecho más llevadero el trecho.  A través de las redes sociales he encontrado a otros amigos y aunque he realizado grandes esfuerzos, solo a un reducido grupo los he llegado a conocer personalmente, pero coincidimos en muchas cosas y siento que nuestros abrazos virtuales son sinceros.

El grupo de mis lectores tampoco es inmenso, sin embargo, me ha sorprendido conocer a estimables personas, que sin yo sospecharlo leen mis escritos y algunos echan de menos cuando paso algún tiempo sin escribir.  Algunos han encontrado la rendija por donde se asoman a mi intimidad y los pocos que se atreven a comentar mis escritos, salvo raras excepciones, tienen conceptos que hinchan mi pecho de orgullo.

A todos ustedes, que ocupan un lugar especial en mi corazón, quiero mandarles un abrazo del tamaño de este convulso mundo, más que como un adiós, como un hasta siempre, con mi extrema gratitud por haber contribuido a hacer mi vida plena de satisfacciones.

Seguiré escribiendo hasta donde las circunstancias me lo permitan, pero quería decirles que si algún día mi voz se apaga, tengan este escrito como la despedida de alguien que supo apreciar cada gota de afecto que recibió.

 

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El almíbar

 

Cuando niño, en cierta época del año las mujeres de la casa regresaban de misa luciendo en sus frentes una mancha de contil que asemejaba una cruz.  Sabía entonces que iniciaba un período extraño, incomprensible para mí.  De manera subrepticia alguien cubría todas las imágenes de santos de la iglesia con trapos de color morado.  La abuela por su parte nos conminaba a los niños a comportarnos de manera tranquila, pues habíamos ingresado a la cuaresma y el diablo andaba “suelto”.  La gastronomía reafirmaba esta época con la aparición en el menú casero de la sopa de queso y otros platillos en donde escaseaba la carne de res y abundaban los pescados y mariscos y además, como una bendición, llegaban los jocotes.  Según lo poco que nos trasmitían, el ayuno y la abstinencia de lo cual, por suerte estábamos exentos los niños, reflejaban la mortificación a la cual todo buen cristiano debería de ajustarse en esa época, como preparación a la semana santa.

Sin embargo, había algo en aquella gastronomía que no calzaba en el concepto antes mencionado y era la proliferación de almíbares, que si bien es cierto, su preparación conservaba las frutas y aseguraba su permanencia a lo largo de la cuaresma sin necesidad de cocción posterior, por otra parte su ingesta era motivo de deleite, lo cual estaba proscrito en esos días, así como cualquier asomo de placer.

Como todos los niños, que a duras penas manejábamos el esquema corporal, desconocíamos todo lo relativo al páncreas y su función, por lo tanto éramos afectos a consumir en cantidades industriales aquella delicia, desde el preferido almíbar de jocotes, hasta las delicias del de mango, pasando por los de papaya verde y de marañón.  Sin embargo, el summun del deleite lo constituía  un almíbar que juntaba las frutas antes mencionadas y al que se le agregaban grosellas y en algunos casos piña y que tenía un nombre de lo más extraño: curbasá.   Lo particular de aquellas delicias, era que se preparaban en casa o se recibían de obsequio de parte de algún familiar o amistad.  En aquel tiempo no recuerdo que hubiera expendios de ellos.

En la actualidad, los almíbares al igual que el curbasá son exponentes clásicos de la gastronomía nicaragüense de cuaresma, sin embargo, muy pocos saben que son el resultado de la fusión de la comida de varias culturas.  El almíbar o amilbar es originario de la gastronomía árabe y el propio nombre se deriva del árabe clásico maybah, aplicado al jarabe que resulta de la disolución del azúcar en agua como producto del calor y este a su vez tiene su origen en el vocablo persa mey be (néctar de membrillo).  Según una oscura leyenda, una princesa árabe descubrió por accidente el cambio que sufría el azúcar disuelto en agua al permanecer de manera prolongada en el fuego.   De esta manera, se encontró un método sencillo para mantener a las frutas por largo tiempo en forma de almíbar.  Después de ocho siglos de ocupación árabe en la península ibérica, los españoles incorporaron a su gastronomía, entre otras delicias, al almíbar. En el último eslabón está la fusión de la comida española y la indígena.

Cuando los conquistadores españoles llegaron a América encontraron que los indígenas no eran tan golosos como ellos en lo que respecto a los alimentos dulces, pues estos últimos tenían la sección dulce de su gastronomía a base de miel de abejas, con la cual preparaban ciertos alimentos y bebidas dulces, incluyendo fermentadas, muchos de ellos de uso ceremonial, así como elementos preparados con fines medicinales.

No existe ninguna crónica seria que precise la fecha en que inició la preparación del almíbar en Nicaragua, sin embargo,  hay versiones que manejan que fue a fines del siglo XVI, cuando inició la producción de azúcar, misma que había introducido al país Pedrarias Dávila.  Uno de los colonizadores españoles, que añoraba los dulces de su país, ensayó la preparación del almíbar de ciruelas, encontrando que los jocotes guardaban cierta similitud con aquella fruta y de ahí salió el primer almíbar nicaragüense.  Luego se extendió a otras frutas como el marañón, la papaya, así como el mango que recién había sido traído de Asia por los españoles.  Este platillo guardó el mismo nombre de almíbar, aunque en algunos pueblos se conoce todavía como jocotes en miel o mango en miel.  Poco a poco, el almíbar fue introduciéndose como un elemento de la cuaresma y en cierto momento alguien tuvo la tremenda idea de preparar un almíbar que combinara todas esas frutas, incluyendo grosellas y piña y de ahí surgió lo que se conoce como curbasá.

Uno de los más grandes misterios en el vocabulario nicaragüense es la etimología del vocablo curbasá.  Muchos especialistas han hurgado en las raíces náhuatl, en el  kikongo o el kimbundu, en el árabe y otras lenguas sin resultados positivos.   Lo más cercano a este vocablo es el apellido serbocroata Kurbasa, un tanto común en Bosnia-Herzegobina, sin embargo, es altamente improbable que alguien con ese apelativo hubiese llegado a Nicaragua en el siglo XVI o XVII y que pudiera haber sido el origen de dicho vocablo.

En estos dorados tiempos, el inicio de la cuaresma se adivina por las aglomeraciones en los templos los miércoles de ceniza, con el consabido caos en el tráfico aledaño producido por gentes que no conciben sus existencias si no llevan en esa fecha la cruz de ceniza marcada en su frente, aunque al viernes siguiente, una vez borrado el signo que les recuerda que indefectiblemente van a morir, se observa la procesión del vía crucis, acompañada por un reducido número de fieles.  Todavía es infaltable la sopa de rosquillas y uno que otro platillo de pescado.  Los almíbares y el curbasá siempre se preparan para la temporada y se pueden encontrar en ciertos expendios en los mercados, aunque su precio se calcula por kilates.  En el food court de un supermercado, por el equivalente a un dólar, puede obtener un recipiente parecido a los que utilizan en los laboratorios para ciertas muestras, en el cual colocan contaditos siete jocotes y una mísera cantidad de almíbar.

En lo particular, ya no sufro de aquel miedo de que el diablo anduviera suelto en esos cuarenta días, pues hay seres más temibles que campean en nuestro entorno, además que no habría peor cuarentena que la que provocaría un brote de Coronavirus.  Lo que sí arrastro de aquellos tiempos es el temor de que a estas alturas del partido el páncreas pueda pasarme una cruel factura. Aun así, en un arranque de temeridad, de vez en cuando, de manera clandestina, tomo un jocote del almíbar y siento en mi boca la dulce sensación de ese fruto con la piel correosa pegada a la semilla y su sabor mezclado con el dulce de rapadura que inmediatamente me transporta a aquellos plácidos años y me parece ver a mi abuela, con la cruz de ceniza en su frente, hablándonos de las asechanzas del demonio, mientras que mi abuelo, en su mecedora, escondiéndose detrás del periódico, dibujaba una sonrisa burlona.

 

 

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Concierto temor

La primera vez que escuché a Manzanero fue en 1966, cuando una emisora se atrevió a lanzar el tema: Cuando estoy contigo.  Me sorprendió la voz de aquel “cantante” pues se alejaba mucho de los estándares a los que estábamos acostumbrados, principalmente una vez que admiramos la voz de  Marco Antonio Muñiz.  Después de varias veces de escuchar aquel tema y siendo indulgente con la voz de Manzanero, encontré la poesía que plasmaba el autor en sus composiciones, como el final de aquel tema:  “Cuando estoy contigo yo cambio la gloria, por la dicha enorme de estar en tu historia”.  Con el tiempo, la voz del cantautor había pasado a un segundo plano y disfrutábamos de aquellas letras, con una melodía que las hacía en extremo románticas.

Años más tarde, ya en la década de los setenta, el romanticismo regresó con más bríos a través del grupo español “Mocedades” quien desde su enorme éxito Eres tú se apoderó del gusto de la audiencia nicaragüenses.   El grupo sufrió varios cambios en su composición;  dinámica que continuó a través del tiempo, convirtiéndose algo así como en aquel chistorete del machete del  compadre, que había pertenecido a su bisabuelo y que todavía existía, claro que a veces le cambiaban la cacha y a veces la hoja.  De tal suerte, que en la actualidad hay dos grupos bajo el  nombre de Mocedades, así como un grupo denominado El Consorcio.

Lo anterior, con el propósito de resaltar lo entrañable que han sido estos artistas para para la población que ahora pertenece a la tercera edad, marcando profundamente con su música una época de sus vidas.  Llegó tal vez un momento en que desaparecieron de la escena, sin embargo, en lo más íntimo de nuestra mente ahí permanecían y de vez en cuando, los traíamos de regreso a través de sus grabaciones o bien luego con la magia del internet, con la inmediatez de Youtube.  Tantos recuerdos, tantas personas, tantos eventos que regresaban y a medida que sonaban aquellos temas, recreaban parte de nuestra existencia.

Hoy por la noche se presentarán Armando Manzanero y Mocedades en el Teatro Rubén Darío de Managua, en un concierto que originalmente estaba programado para noviembre pero que por motivos de causa mayor se suspendió.  Sin embargo, al mirar los precios de las entradas, casi me voy de espaldas.  Cada boleto para platea y primer balcón cuesta la friolera de US$115.00.  Lo anterior, es el equivalente a más o menos el 65% de un salario mínimo mensual.  Desde mi punto de vista, es un precio exagerado.  Será tal vez que se quedó fijo en mi mente el concierto de Joan Manuel Serrat en el mismo Teatro Rubén Darío en 1974 y en el cual pagué US$3.57 por cada boleto en platea, segunda fila.  O tempora o mores.  Haciendo un comparativo a nivel actual, es decir en el 2020, un boleto en el concierto de Billy Joel en el Madison Square Garden cuesta US75.00, para el concierto de los Rolling Stones en el SDCCU Stadiun en San Diego cuesta US$225.00,  un boleto para el concierto de Celine Dion, en el PNC Arena, Raleigh N.C. cuesta US$145.00, para ver a Santana en el House of Blues en Las Vegas, el boleto anda por los US$125.00.   Así pues, compare usted estimado lector estos precios y dígame, si no le parece un tanto exagerado el costo que han fijado para este concierto, en especial para el caso de Nicaragua, en donde no está la Magdalena para tafetanes.

Dicen que amor no quita conocimiento y en realidad, Manzanero es toda una institución en la música romántica latinoamericana y Mocedades fue uno de los mejores grupos de este tipo de música por muchos años, pero en la actualidad, no son más que un dulce recuerdo.  Incluso no sabemos cuál de los Mocedades vendrá al concierto.  Por otra parte, una gran proporción de personas que gustaron de su música está jubilada, es decir en el segmento de mercado que cubrirían, solo una baja proporción tienen los recursos para gastar US230.00 por un par de boletos. Es una verdadera lástima que, por lo menos en el caso de Nicaragua, la promotora del evento corra el riesgo de que estos ídolos se enfrenten a un auditorio medio vacío,  o en el peor de los casos, se tenga que recurrir a obsequiar boletos para el relleno.

En lo particular, como un homenaje a lo que representaron estos artistas, algunos admiradores podrían hacer un sacrificio si el costo del boleto fuera justo, pero nunca cubrirían la cantidad que piden.  Muchos en su lugar, buscarán su éxitos en Youtube, en especial los que están remasterizados y escuchar de nuevo a aquel cautivador grupo cantar:  “En la plaza vacía, nada vendía el vendedor…” o bien a Manzanero:  “No, aunque me juraras que mucho has cambiado…”

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La bendita corrección política

 

Fue a mediados, finales tal vez, de los años noventa que comencé a notar cierta proliferación del término “corrección política”, mismo que se refería, entre otras cosas, a la necesidad de utilizar un lenguaje que evitara las ofensas o formas discriminatorias hacia personas pertenecientes a grupos, dijéramos minoritarios, que tradicionalmente habían estado en situaciones de desventaja.  Claramente el concepto se extendía también a las actitudes que pudieran considerarse excluyentes.  Sentí que era el preludio hacia un nuevo orden de cosas que caracterizaría al tercer milenio que estaba por llegar.

Era indudable que la virtud de la tolerancia sería el nuevo reto en los tiempos venideros, considerando a esta como la armonía en la diferencia, pero ante todo el reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás.

Nací en la propia mitad del siglo XX y por ende tuve una formación llena de prejuicios e intolerancia, de tal manera que al igual que muchos coetáneos, la tarea de dejarme llevar por los vientos del cambio fue hasta cierto punto titánica, sin embargo a estas alturas del partido siento que salvo alguno que otro resabio, me siento mucho más tolerante y por lo tanto, aunque con ciertas reservas, comencé a adherirme a los dictados generales de la corrección política.  Sin embargo, con el tiempo, dicha “corrección” ha caído en el extremismo de la exageración y se ha convertido en una camisa de fuerza que tiene tantos amarres que amenaza con coartarnos completamente la libertad fundamental de expresión.

Como decían antes de que floreciera las estadísticas y las encuestas: para muestra un botón.  A continuación les presento algunos ejemplos que pueden ilustrarnos respecto a los dislates que se han cometido en nombre de la corrección política.

Después de llegar al convencimiento total de que cada ser humano tiene la libertad de hacer de su cuerpo o cualquier rincón de su humanidad, lo que quiera, desde un membráfono hasta un barrilete, cometa o papalote, vino el problema de nombrar al respectivo colectivo o comunidad, de tal manera que fuese satisfactorio para la corrección política.  Se inició con el término homosexualidad, que cubría de manera exacta, respetuosa y sin ninguna exclusión a todos aquellos ciudadanos, hombres o mujeres, que tenían preferencias sexuales hacia personas de su mismo sexo.  No obstante, algún iluminado consideró que lo anterior sonaba a procesión y que debía de denominarse con las respectivas distinciones, gay a los hombres homosexuales y lesbianas a las mujeres con dicha preferencia; surgiendo de esta manera la comunidad Lésbico gay (ladies first), pero cuando ya se estaba comenzando a utilizar este concepto, saltó otro iluminado que propugnó que deberían estar plenamente diferenciados los bisexuales y de la misma manera levantaron la mano los transexuales pidiendo ser parte de lo que ahora parece ser una sopa de letras a la que se han unido toda una pléyade de diversas preferencias, mezclas de ellas y por lo tanto denominaciones.  De tal manera que ahora no solo basta con ser plenamente tolerantes y aceptar y respetar las particulares preferencias sexuales de cada quien, sino que la corrección política pretende que el ciudadano común tenga que estudiar y aprenderse cada una de estas categorías para no cometer la incorrección de discriminar por omisión a uno de estos colectivos y cuando se cree que ya tiene completo todo el panorama salta alguien proclamando que es pansexual., de tal suerte que ahora al tratar de completar todas las siglas del colectivo se corre el riesgo de invocar al duende enemigo de Superman.  Tan fácil que era antes cuando para sustituir al manido etcétera simplemente se agregaba “y otras hierbas aromáticas que ni el cabro macho las come”.

Por muchos siglos, a las personas que están privadas de la vista se les llamó ciegos.  En ningún momento fue un vocablo con un sentido peyorativo o que atentara contra la dignidad de este colectivo, sin embargo la corrección política comenzó a considerarlo como discriminatorio y exigía que se les llamara invidentes, aunque otras corrientes proponían no videntes y otros por su parte, discapacitados visuales.  En qué aprietos habrán puesto a Don José Saramago.  Lo cierto es que los que padecen ceguera no consideran discriminatorio el término ciego, es más, tanto en Nicaragua como en muchos otros países, se encuentran agrupados en la Organización Nacional de Ciegos.  Encontramos pues, que muchos de los que se indignan al escuchar el término ciego, no son ciegos y de igual forma sucede con otros términos acuñados por la corrección política que no son alentados por las personas que tienen dichas condiciones, sino por gentes que por angas o por mangas han desarrollado la sensibilidad al extremo de tal forma que se irritan, enfadan u ofenden por términos ajenos a sus circunstancias.  Como decía mi abuelo: – son más papistas que el Papa, o como decía mi abuela: – sudan calentura ajena.

En mi caso particular, al llegar a juntar setenta tacos de almanaque como diría Pérez Reverte, no me inquieta, incomoda o mucho menos ofende la manera cómo me puedan denominar:  viejo, adulto mayor, persona mayor, persona de edad avanzada, persona de la tercera edad, incluso anciano; tal vez adulto en plenitud está más fregado, pues Plenitud es la marca de una ropa interior desechable.  Lo que realmente me molesta es que concluyan a priori que tengo mis facultades disminuidas, encerrándome en ciertos estereotipos y tiendan a elevarme la voz,  explicarme asuntos realmente obvios o a hablarme en un tono cantadito y en diminutivos.  En este caso, más que la corrección política en cuanto a la forma de denominar a este segmento se requiere la plena conciencia de que en la tercera edad también hay diversidad y que cada vez existen más personas de edad avanzada que optimizan sus oportunidades de salud, participación y seguridad y propenden a una adecuada calidad de vida y por lo tanto hay que eliminar todos las condiciones, mecanismos o procesos que nos restrinjan la libertad de participar activamente en la vida social, económica y política.

En cuanto a la cuestión racial, pues la cosa se complica.  En Nicaragua, se estima que el 84.35 % de la población, como precisaría El Firuliche, es mestiza.  Este mestizaje abarca la mezcla de las razas mongoloide, negroide y caucásica, de tal manera que quien no tiene de dinga lo tiene de mandinga.  En este sentido la corrección política en cuanto al lenguaje a utilizar al respecto, topa con pared, pues aunque se pretenda utilizar los conceptos comandados por la misma, hay una extrema abundancia de áreas grises.  Si se utilizaran los términos amerindio o pobladores autóctonos, está el problema de que solo una minoría pertenece a enclaves puros, lo mismo sucede con el vocablo afrodescendientes, que cubriría a las poblaciones negras puras o con una marcada mulatidad.  El problema es con el resto del mestizaje, pues los fenotipos son tan diversos que a veces resulta imposible determinar su composición genética y solo un análisis de ADN podría revelar la realidad del mestizaje, misma que sorprendería a muchos.  Así pues en este sentido, la corrección política debe enfocarse a la plena aceptación y es más, enorgullecimiento del mestizaje en toda la población, que conlleve a desterrar para siempre la discriminación de conciudadanos por sus rasgos físicos, pues siempre está presente la posibilidad de una pareja con la estampa de Robert Redford y Meryl Streep, con tres angelitos rubios y al llegar un cuarto niño, el destino o las leyes de Mendel, les hagan una jugarreta genética que venga a revivir el cuento de Capullo y Sorullo.

Antes de la corrección política, para cualquier trastorno mental y en una amplia gama de contextos, se ocupaba indistintamente el término locura.   Sin embargo, la corrección política consideró peyorativos los términos locura y loco, dejando en la cuerda floja a Erasmo con su elogio.  Por mucho tiempo aquellos que padecían de estos trastornos no se sentían ofendidos o discriminados, obviamente porque su condición los mantenía en otra dimensión o bien porque consideraban que era un estado hasta cierto punto romántico, tal como lo afirmaba Javier Solis:  “ …si me llaman el loco, porque el mundo es así, la verdad sí estoy loco, pero loco por ti…”  En la actualidad, quienes padecen de condiciones de esta naturaleza se han vuelto más sensibles y se ofenden si los llaman enfermos mentales o psicóticos como pretende la bendita corrección y poco a poco nos van empujando a convertirnos en expertos para diferenciar los diversos trastornos involucrados en estos padecimientos.  Así pues se necesita cursar un par de semestres de nosología psiquiátrica para poder dominar cada uno de los trastornos involucrados y no caer en el error de revolver el sebo con la manteca.  Hay que saber cuándo se trata de un trastorno neuro cognitivo, cuando un trastorno de ansiedad, cuando un caso de depresión, trastorno bipolar o de la personalidad o bien trastornos psicóticos.  En los niños, es menester saber diferenciar un TEA de un Asperger o de un TDA.  Cualquier equivocación o ignorancia puede traernos serias consecuencias, como es el caso tan común de llamarle bipolar a alguien que simplemente tiene malas pulgas o de calificar de sociopatía a la simple hijueputez.

Así pues estimados lectores, esa iniciativa que en sus inicios perseguía el objetivo de evitar las ofensas a los grupos indefensos y frágiles, poco a poco fue convirtiéndose en una tiranía que desde los extremos pretende controlar nuestra libertad de expresión.  Por lo tanto, lo más indicado es actuar siempre con el respeto que los demás merecen y si en determinado momento desde la corrección política algunos ultrasensibles tratan de condenarnos, con todo el dolor del mundo hay que mandarlos donde la sexoservidora que los dio a luz.

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La música es mucho más fuerte que nosotros

 

La vida, la mayoría de las veces, es como un camino, no tanto cuesta arriba, sino más bien lleno de obstáculos, como si fuera una carrera con vallas, que debemos saltar una a una, sin perder el equilibrio en la caída y con la mirada fija hacia adelante porque inexorablemente aparecerá otra valla y habrá que superarla.  Y si a nuestra propia realidad le sumamos toda lo que significa nuestro afán por estar inmersos en lo que sucede en nuestro entorno, hay una presión adicional, principalmente al darnos cuenta de que el mundo se encuentra revolcado por olas de violencia, de irresponsabilidad, de mentiras y de cinismo, de tal forma que llega un momento en que nos sentimos al borde, tal vez no de un ataque de nervios, pero sí de un estrés, imperceptible quizá, pero que en forma sostenida va socavando nuestra salud.  Es en ese momento en que hay que hacer un alto en el camino y traer un poco de paz a nuestro ser.  Cada quien tiene su manera de matar pulgas, así que existen diversas recetas para lograrlo, sin embargo, en lo particular creo que la música es la mejor forma de recobrar el aliento para seguir adelante.  No obstante, no es cualquier clase de música la que se necesita para este efecto, pues un reguetón, un rap o un merengue, más bien nos despeñarían al precipicio del estrés o peor aún, de la depresión.

Entre la música que me ayuda a recobrar la calma, una de mis favoritas es la del compositor francés Francis Lai.  Conocí su música allá por el año 1967 cuando tuve la oportunidad de mirar la película Un hombre y una mujer, en donde el excelente trabajo del director Claude Lelouch y de los actores Jean Luis Trintignant y Anouk Aimée se ve complementado magistralmente por la música de este compositor.  En aquella ocasión me impresionó el entorno que creaba el tema principal y en particular, la innovación de no agregar ninguna letra al mismo, sino que las voces se limitaban a tararear un bien logrado dabadabadá.   Con el tiempo llegué a saborear otro de los temas del film, El amor es más fuerte que nosotros, que nos ayuda a captar en toda su dimensión la belleza de aquel rostro tan impresionante de Anouk Aimée, tan propio de los años sesenta.  Poco tiempo después pude ver otra película de Lelouch, con la banda sonora de Francis Lai, Vivir por vivir, cuyo tema después nos llegó con el órgano melódico de Juan Torres.

Hay otra banda sonora de Lai, que en su momento no llegó a conocerse ampliamente, ya que fue compuesta para un documental realizado para registrar los Juegos Olímpicos de Invierno de 1968 en Grenoble, Francia y para cuyo tema principal el cual el compositor volvió a retomar la técnica de utilizar la voz humana como instrumento musical y para eso involucró a la notable cantante francesa Danielle Licari, quien había doblado la voz de Catherine Deneuve en el musical Los paraguas de Cherburgo y que luego se luciera con el Concierto para una voz, de Saint Preux.  Lai y Licarí nos regalaron un tema por demás impresionante llamado 13 días en Francia.

En 1970, Francis Lai nos trajo una banda sonora que perduraría por muchos años en nuestra memoria.  Fue para el film de Arthur Hiller con la actuación de Ryan O´Neal y Ali Mc Graw, Love Story, basada en la novela de Erich Segal y que impactó a todas las audiencias y en donde la música de Lai, nos llevaba de la mano por la historia para deleitarnos de principio a fin.  Este trabajo le dio a Lai, no solo el Oscar a la mejor banda sonora, sino también un Globo de Oro.  El tema cantado por Andy Williams alcanzó un tremendo éxito en las listas de popularidad en todo el mundo.  No obstante, hay un  tema de esa banda sonora, que yo prefiero y es Snow Frolic, que muchas veces se traduce al español como Jugueteando en la nieve, en una versión en donde Francis Lai vuelve a hacer mancuerna con Danielle Licari para lograr un tema de una delicadeza extrema, en especial su intermedio un tanto barroco que nos regresa al tema principal y que en su conjunto nos hace disfrutar de aquella sonrisa tan especial de Ali Mc Graw y recordar aquella frase: “Amor significa nunca tener que pedir perdón”.

Entrados los años setenta, cobró un inusitado auge el cine erótico, especialmente con la aparición de los films Emmanuelle y La historia de O.  En este cine que rompía todos los esquemas del género, con su inusitado atrevimiento, la música jugaba un papel determinante.  Así fue que en 1975 Lai se encargó de la banda sonora de la segunda entrega de Emmanuelle, con una música un tanto sugestiva pero sin perder la delicadeza que caracteriza a este compositor.  El tema principal en una de sus versiones bajo el nombre de L´amour d´aimer es interpretado por la propia actriz de Emmanuelle, la recordada Sylvia Kristel (Que de Dios goce) que le imprimió una sensualidad tremenda.  Años después, en 1977, cuando el fotógrafo inglés David Hamilton se embarcó para dirigir el drama erótico Bilitis, seleccionó a Francis Lai para que se encargara de la banda sonora, quien compuso una serie de temas que se adaptaban al concepto del film, caracterizado por aquel estilo fotográfico de Hamilton, que parecía difuminar las imágenes, creando un ambiente sumamente sugestivo y erótico.

Francis Lai falleció en noviembre de 2018, pero dejó un enorme legado musical, con más de cien bandas sonoras e infinidad de temas musicales.  La lista anterior solo recoge una pequeña muestra de su inmensa obra, sin embargo, es posible a partir de ella elaborar una lista de reproducción que en los momentos difíciles nos ayude a recobrar la paz interior que esta abrupta cotidianeidad nos arrebata con tanta frecuencia.   Así pues, amables lectores, les invito a que la próxima vez que sientan un desasosiego en su interior, tomen su reproductor (de música) póngase los audífonos y comience a escuchar, digamos el tema L´amour est bien plus fort que nous de Un hombre y una mujer en su versión jazz y verá que tan solo con los primeros acordes del tema, su corazón comenzará a ralentizar sus latidos, su respiración comenzará a tranquilizarse y todo su ser comenzará a sentir una paz extendida.  Para un efecto más contundente, puede acompañarse de un trago de whiskey en las rocas o cualquier licor de su preferencia y siéntase como si fuera a bordo de un Ford Mustang y su acompañante de viaje es Anouk Aimée o Jean Luis Trintignant, según sea el caso y entonces sabrá que La musique est bien plus fort que nous.

 

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Y chocoplós…

 

Al igual que Jourdain, el personaje de Moliere, que después de cuarenta años de hablar se dio cuenta que lo hacía en prosa; al llegar a estudiar las onomatopeyas en la gramática española, me sorprendí al saber que yo había utilizado algo con un nombre tan rimbombante desde que comencé a hablar.  Al ir descubriendo el mundo que nos rodeaba, las onomatopeyas eran fundamentales para ayudarnos a conocer tantas cosas, en especial a los animales, al asociar el guau con los perros, el miau con los gatos, el paca paca con los caballos o bien aprender aquella primera canción de los pollitos dicen pio, pío, pío, cuando tienen hambre, cuando tienen frío.

Alrededor del mundo, en todos los idiomas, la onomatopeya siempre ha sido un recurso muy utilizado; con sus variantes, tal vez, pero siempre han reforzado al lenguaje hablado.  Así pues, por muchos años, el habla nicaragüense se vio salpicada de toda suerte de onomatopeyas que le daban vida a una narración e ilustraban cualquier acción, algunas de carácter universal, otras muy propias de la región.

De esta manera, al escuchar hablar a los mayores nos envolvía un vocabulario con abundancia de estos recursos, de tal forma que nos acostumbramos a utilizarlas en profusión.  Asimismo, cuando aprendimos a leer y nos adentramos en el mundo de los paquines, encontramos que ahí la onomatopeya jugaba un papel relevante e indispensable para el desarrollo de las historias y aquel cúmulo de recursos, algunos extranjeros, nos vino a ampliar enormemente nuestro acervo, así que cuando jugábamos a correr en un automóvil, usábamos screach para acompañar a un frenazo, roarrr, para la aceleración, así como slam, para un portazo, gulp, para un susto, snif, para un suspiro, ja-ja, para la risa, muac para un beso o bu-bu, para el llanto.

Indudablemente los golpes, cualquiera que fuera su índole, acumulaban el mayor número de onomatopeyas, tratando de describir las diferentes formas e intensidades: pipó, pipá, juas, plas, juácatelas, bimbón, pipoco, bangán, pas, bimbanga, pliqui placa, chumbulún, ra-flá, esta última la utiliza Ge erre ene en La papalina, en el sentido de golpe que aplasta, sin embargo, se utiliza mucho para dar a entender la rapidez en algo.  Algunas de las anteriores se usaban para la descripción de un acto sexual, sin duda con altas dosis de exageración y acompañadas con las respectivas expresiones no verbales:  -Y era aquel: bimbanga bimbanga.

Cuando se trataba de una acción que se repetía se utilizaba: fiqui fiqui, riqui riqui, fliqui fliqui, riquifliqui, jequere jequere, chun chun.  Generalmente acompañaba a la descripción de oficios como serruchar, limar, cepillar, aunque también para describir actos sexuales menos pretenciosos.

De la misma forma, los instrumentos musicales se hacían acompañar con sus respectivas onomatopeyas, como el tararán tararán del tambor, el tu tu tú, de la trompeta, el pirirín del piano, el fififí del violín, el chirringui chingui  o charranga changa de la guitarra, el  pliqui pliqui de la marimba.

Una de las más floridas se utilizaba para acompañar a la zambullida o el chapaleo en el agua y era chocoplós, misma que luego fue extendiéndose a cualquier tipo de caída.  Asimismo se utilizó para ayudar a describir los tipos de gordura, pues habían gordos chocoplós y gordos chumbulún.

Cuando un chisme o cuento se regaba entre mucha gente se decía que se hizo el burumbunbún, de la misma forma, cuando se escuchaba un rumor indeterminado se decía el güere güere o güiri güiri; a cualquier tipo de enfrentamiento se le denominaba rifi rafa, asimismo, la onomatopeya del teletipo pipiripipí, utilizada luego como preámbulo para los flash noticiosos se extendió para acompañar a la descripción de una persona chismosa.

También existían algunas onomatopeyas relativas al cuerpo humano, por ejemplo para la tos:  tuju, tuju, cuj, cuj, para las tripas cuando rugen:  churru-churrú, al beber glú glú o trucutú, el oído zumbando fiiiiiiii o chirrriiiiii, el achús del estornudo, las flatulencias tan explícitas con su prrrrrr o trrrrrr,  el vómito con el guaca o guácala, la micción: chorrrroooó (siempre que no hubiese afectación de la próstata) y aquella que dio origen al nombre de la letrina: pon pon.  Algunas onomatopeyas de animales se aplicaban a los humanos como era el caso de alguien que moría súbitamente y ni pío dijo, o bien, no dijo ni cuío.

Actualmente ya casi no se usan aquellas onomatopeyas, es más la genta ya casi ni platica.  Ahora dos personas pueden estar a tiro de conversación y sin embargo, se envían mensajes de texto y complementan sus mensajes pletóricos de faltas de ortografía con emoticones.  De esta manera poco a poco se va perdiendo la riqueza del lenguaje, es más, nos estamos privando de aquel enorme placer de conversar, mientras nos balancéabamos riqui riqui riqui, en una mecedora.

 

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El que va para viejo

CUENTO

ORLANDO ORTEGA REYES

La muchacha observaba detenidamente a las personas que salían de Movistar, para detectar algún posible cliente en busca de una cubierta, unos audífonos o cualquier aditamento para celulares.  De pronto miró que con paso cansado venía un ciudadano mayor con una bolsa transparente, que parecía contener una caja con un celular nuevo.  Esperó a que se acercara y sus ojos se desorbitaron cuando notó que la caja blanca tenía unas letras que decían:  SAMSUNG, GALAXY S 10.  Era un celular que arañaba los mil lolos.    Cuando se acercó le ofreció muy solícitamente una cubierta protectora para el aparato, a lo cual, el señor, un tanto malhumorado le dijo: – Esta porquería no merece nada.  La muchacha le dijo, un tanto dubitativa: –  Es un buen teléfono inteligente.  – ¿Para qué quiero yo, un teléfono inteligente? –Agregó el anciano, – Yo sólo ocupo el teléfono para recibir las llamadas de mis hijos de los Estados, todo lo demás es babosada.  Además, el que va para viejo…  En su mente, la muchacha agregó: …va para pendejo y un tanto maliciosamente le propuso: – Y si yo le diera un teléfono de esos fáciles de usar y le doy cien dólares, ¿Me lo cambiaría?  El señor se quedó pensando un rato y expresó: -No sé, luego si se enteran mis hijos, no sé.  La muchacha un tanto indiferente, agregó como por no dejar: – A lo mejor ni se dan cuenta y así tendría usted un teléfono nuevo y cien dolaritos para sus medicinitas.  El ciudadano aquel, siempre con una expresión dubitativa le preguntó: -¿Seguro que me daría el celular y cien dólares por esta porquería?  Seguro –agregó la muchacha.  – Orraites caites, le contestó.

La muchacha sacó de una maleta una caja con un Alcatel 1041 nuevo, y de un motetito que tenía escondido en un zipper de la maleta, sacó subrepticiamente cinco billetes de veinte dólares y se los entregó al señor, quien como no queriendo le entregó la bolsa con la caja.  La muchacha volvió a ver a todos lados y un tanto nerviosa echó la bolsa en la maleta y la cerró rápidamente.   El hombre tomó el dinero y se lo metió en el bolsillo y con la caja con el celular en la mano, siguió su paso cansado hasta perderse en la calle.

Con la maleta en la mano, la muchacha se apartó del bullicio y ya a solas, abrió la maleta y con cierto deleite sacó la caja de la bolsa y la abrió.  ¡Oh, sorpresa! en la caja sólo habían papeles que envolvían un Nokia 1100, con mejores ayeres.  La muchacha no podía dar crédito a sus ojos y al final se limitó a gritar: -¡Viejo hijuelagranputa!

Al doblar la esquina, el individuo aquel empezó a caminar bien erguido y con paso seguro, llegó hasta un viejo Datsun, lo abrió, arrancó y se perdió entre las calles de la ciudad repitiendo: -Viejos los caminos.

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