Archivo mensual: enero 2014

Cuando las flores podían hablar

Nelson Ned. Imagen tomada de internet

Tal vez ya no tenga la oportunidad de tomarme un espresso en el Caffé Florian de la Plaza de San Marcos en Venecia, recorrer el Museo Hermitage en Saint Petersburgo ni caminar por la Ciudad Prohibida en Beijing.  Sin embargo, puedo decir y vanagloriarme de haber conocido la vieja Managua y puedo expresar, como muchos, que fue una experiencia inigualable.  Con las suelas de mis zapatos resbalando en un asfalto que a veces parecía melcocha por el intenso calor, recorrí sus calles, de arriba a abajo y viceversa, e igualmente de la montaña al lago. Pude sentir el aroma que emanaba de sus entrañas temprano en la mañana, llegando el mediodía o bien al caer la noche.  Lo interesante es que ese íntimo contacto con aquel pedacito de paraíso ocurrió en los años anteriores a que cayera destruida por la furia de la naturaleza.   En mi memoria están fijas, de manera lúcida, vívidas postales de muchos rincones de la ciudad e invariablemente están ligadas a una determinada canción que escuché ahí por primera vez o bien que escuché muchas veces en ese sitio.

En ese tiempo me convertí en el asistente de mi padre, realizando labores de cobranza, gestiones diversas en bancos, tiendas y demás, sin embargo, el oficio más atractivo para mí era ser su conductor.  Mi padre realizaba varias visitas a pacientes en su domicilio y yo lo llevaba y lo esperaba pacientemente, pues en algunos casos, además de sus dolencias, sus enfermos le contaban sus cuitas, de tal manera que la visita, terapia incluida, se prolongaba por más de una hora.  La que batía todos las marcas de duración era la visita a Don Miguel G. Hernández, el Zar de las Roconolas, pues ahí nos llevábamos más de hora y media.   La casa de don Miguel estaba ubicada en la intersección de la calle que venía desde El Hormiguero hacia el Ramírez Goyena, con la cuarta avenida sureste.    Yo me estacionaba en la avenida, en la casa opuesta a la de don Miguel que era de unas tías del Dr. Gustavo Guerrero que fue Presidente del Banco Central y que colindaba al norte con la casa del Coronel Calderón de la FAN.  Era una casa antigua que estaba rodeada de un gran jardín.  Esta imagen está en mi mente ligada a la canción llamada Si las flores pudieran hablar en la voz de Nelson Ned.  En mi prolongada espera me acompañaba el radio de la camioneta en donde escuchaba los éxitos que trasmitían las principales radiodifusoras de la capital.

Sería a finales de 1971 o comienzos de 1972 cuando ese tema del brasileño empezó a ocupar los principales lugares del hit parade local.  La voz de aquel cantante era especial y le imprimía a sus canciones un sentimiento inigualable.  El tema Si las flores pudieran hablar salió casi de manera simultánea con la versión de Los Ángeles Negros, cuando contaban con la voz de Germain Lafuente.   A pesar de que la interpretación de Germain era un derroche de voz, algo tenía la versión de Nelson Ned que la otra no llegaba a superarla, pues mientras Germain cantaba con un culto a su propia voz, Nelson lo hacía con un alma, vida y corazón.  En esa época no conocíamos mucho de la vida de los cantantes, es más, no sabíamos que Nelson Ned era el compositor de la mayoría de sus canciones, ni mucho menos de su condición física.  Fue mucho tiempo después cuando comprendimos la dimensión de su sobrenombre “El pequeño gigante de la canción”, que entendimos de dónde venía aquella voz tan potente.

Pues bien, fueron muchas las veces que escuché aquella interpretación  del brasileño teniendo como fondo el jardín de la casa esquinera y reflexionando sobre el enorme romanticismo que representaba robarse las flores de un jardín para llevarlas a la persona amada.  Nunca me atreví a meterme furtivamente a la propiedad para sustraer algunas rosas, pero la canción se quedó clavada en mi memoria para siempre y cada vez que la escucho me transporto a la casita aquella y su jardín en donde más paciente que sus enfermos, esperaba a mi padre.

Para esa misma época salió, también simultáneamente con una versión de Los Ángeles Negros, Déjame si estoy llorando, tremendamente triste y que una vez más hizo que el dramatismo que le imprimía Nelson dejaba siempre atrás a la impresionante de voz de Germain.

Si mal no recuerdo, el gran éxito del brasileño Todo pasará, que le valió el primer lugar en un festival en Argentina en 1968, nos llegó primero en la voz de Matt Monro, quien logró un gran éxito con el tema en un álbum de éxitos en español, así como su versión en inglés All of a sudden.  Monro era un prestigiado cantante inglés que lo conocimos cuando interpretó el tema del film de James Bond From Russia with love; no obstante, a pesar de la calidad de Monro, la interpretación de parte de su autor era inigualable y aunque nos llegó mucho más tarde, fue su versión la se quedó grabada en nuestras mentes.

Así pues, esos últimos meses de la vieja Managua estuvieron llenos con la música de un joven que le imprimía una pasión extraordinaria a sus interpretaciones, como una forma de llevar a su corazón mucho más alto que el metro con doce centímetros de su estatura y estoy seguro que muchos amigos sexagenarios y sus alrededores, al escuchar su música invariablemente se transportarán a aquella Managua, la bella.

Cuando ya en 1974 nos estábamos recuperando del shock en que nos dejó el sismo, una nueva canción de Nelson Ned nos hizo recordar la profundidad de estas interpretaciones.  Tradicionalmente en la cultura nicaragüense, el rompimiento amoroso significaba una aniquilación completa de sentimientos y cualquiera de los dos fingía no conocer a su ex pareja en caso de encontrársela de nuevo, en el mejor de los casos y llegar en el otro extremo a expresar odio o desamor.  No obstante, con su interpretación Happy Birthday, my Darling, en donde el pequeño gigante presumía de una buena pronunciación del inglés, nos enseñaba que era posible mantener un sentimiento noble hacia la ex pareja. Aunque muchos no llegaron a asimilar esta actitud, la canción se convirtió en un verdadero éxito.  Fue la interpretación de este tema lo que le valió un nutrido aplauso cuando en ese año se presentó en el emblemático Carnegie Hall de Nueva York. Por ese tiempo apareció una de las canciones románticas más sentimentales del brasileño y tal vez de toda esa década.  Era un tema que inexorablemente conducía al deseo de tomar a la mujer de los sueños entre los brazos y bailar teniendo como fondo ¿Quién eres tú?

A finales de los setenta Nelson Ned aprovechando el sentimiento en sus interpretaciones nos envió una serie de éxitos románticos que no eran de su autoría.  La canción que causó sensación fue indudablemente la ranchera de Roberto Cantoral, El preso número nueve, que en estos dorados tiempos causaría escozor en muchas organizaciones no gubernamentales.  Este último tema superó incluso la sentida interpretación de Ned del clásico de María Grever, Júrame.  Aunque dicen que en gustos se rompen géneros y en petates me da la impresión que otras cosas, en lo particular prefiero, entre esos ajenos, el tema del argentino Oscar Kinleiner: Una aventura más.

A mediados de los ochenta Nelson nos volvió a impresionar con un tema que tenía un ritmo pegajoso, a pesar de lo dramático de la letra: Todavía duele, demostrándonos que todavía las podía.

Después de ese éxito, el brasileño cambió su producción musical para ser el protagonista de la naciente industria del “periodismo” de espectáculos que se dio gusto resaltando los excesos del cantautor, aunque para quienes disfrutamos de sus canciones lo importante fue aquel sentimiento que inspiraba con su voz, de la misma manera que cuando lo escuchábamos no le poníamos cuidado a su estatura.

El pasado 5 de enero se propagó la noticia de que Nelson Ned había fallecido víctima de una neumonía a la edad de 66 años.  Los believers y demás ni siquiera llegaron a saber de quién se trataba, sin embargo, los sexagenerios deploraron la noticia y obviamente pensaron que todavía estaba entero.  Otros reflexionaron más filosóficamente que al igual que su éxito, todo pasa, todo pasará y nada queda nada quedará, aunque pensándolo bien, algunas cosas pasan y otras quedan para siempre, como sucedió con la vieja Managua.  Tal vez ahora se distinga por ser un bosque metálico en donde flotan eslóganes al por mayor, sin embargo, gracias a la memoria de muchos, todavía vive aquella ciudad que tenía alma (sin mayúsculas) y más de alguno cuando escuche Si las flores pudieran hablar, venga a su recuerdo algún jardín de su querido barrio que provocó la tentación de robarle una rosa.

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Me purgué con sal de fruta

Cancionero Picot.  Imagen tomada de Mercado Libre

 

Ya han aparecido en el horizonte los Magos de Oriente y es la fecha y todavía muchos se debaten entre los legados del año viejo y los propósitos para el nuevo. Lo crítico es que más que una chiva, una burra negra, una yegua blanca o una buena suegra, como cantaba Tony Camargo, lo que perdura son los estragos en los sistemas digestivos de la gente, que sin medir consecuencias cometieron considerables excesos, principalmente en la comida y en la bebida, así que antes que otros propósitos prioritarios en el arranque del año, incluso el de perder algunas libras resultantes tanto del carácter sibarita en el mes de diciembre, más lo acumulado a lo largo de todo un año de incumplimiento de las metas propuestas en enero del año pasado, se encuentra el propósito de traer la paz y la calma al aparato digestivo, región hepática, biliar y anexos.

Muchos conciudadanos que sobrepasan el medio siglo recordarán que la panacea para estos malestares fue por mucho tiempo la sal de fruta. Este producto fue inventado a mediados del siglo XIX por el farmacéutico inglés James Crossley Eno. El principio de este producto es la combinación del bicarbonato de sodio con el ácido cítrico y en algunos casos ácido tartárico, que actúa neutralizando el ácido clorhídrico en el estómago. Estas sales de fruta fueron el antiácido más popular de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Desde luego, la primera marca conocida y que dominó el mercado por muchos años fue la sal de fruta ENO, que tenía ventas importantes en el mercado nicaragüense, hasta los años setenta. A la fecha, la sal de fruta ENO sigue en el mercado, ahora producida por la transnacional GlaxoSmithKline (GSK) y está compuesta básicamente por el bicarbonato de sodio y el ácido cítrico.

Tal vez, la marca de sales más popular en América Latina fue sin duda alguna la sal de uvas Picot. Este producto fue lanzado en México por el empresario puertorriqueño radicado en aquel país, Joaquín Villafañe. Se llamaba sal de uvas porque inicialmente, al igual que otras sales contenía ácido tartárico que se deriva de la uva. Lo que hizo popular este producto en el período entre los años treinta y sesenta fue, parece mentira un cancionero. En aquella época en donde no se tenía la facilidad de teclear en Google el título o algunas palabras de cualquier canción para que aparecieran cientos de páginas ofreciendo la letra de dicho tema, la forma en que los aficionados al canto tenían a la mano la letra de sus canciones preferidas era un cancionero. Los laboratorios de Villafañe tuvieron el gran tino de promover la sal de uvas a través del Cancionero Picot, que combinaba la letra de las canciones de moda con las historias de una familia “típica” del campo mexicano compuesta por Chema Tamales, un charro que vivía de exceso en exceso en la comida y la bebida y era consolado sistemáticamente por su esposa, quien se llamaba, obviamente, Juana. Chema encontraba el alivio de las más fieras gomas en un vaso burbujeante de sal de uvas Picot, ofrecido por su fiel y complaciente esposa Juana. Era de observar, que quien cometía todos los excesos era Chema y por lo tanto el único que tomaba el producto, limitándose Juana a comprender el carácter sibarita de su esposo y ayudarle a superar sus malestares. Recuerdo que a la botica de mi abuelo llegaba regularmente un camioncito, si mal no recuerdo, el mismo de la Mejoral, a dejar el codiciado cancionero que era esperado como el agua de mayo por la población. A finales de los años ochenta, el gigante farmacéutico Bristol Myers-Squibb de México adquirió los derechos de la sal de uvas Picot y continúa fabricándola, ahora sin incluir el ácido tartárico, así que de uvas sólo le quedó el nombre y el cancionero sólo permanece como artículo de colección, alcanzando precios interesantes en el mercado de internet.

Otro producto similar que tenía mucha demanda a nivel nacional era la sal de Andrews, producida en el Perú y que era una mezcla de bicarbonato de sodio con sulfato de magnesio. Gracias a campañas sostenidas en la floreciente televisión nacional, llegó a incrementar considerablemente sus ventas y alcanzar un sitio cimero en el mercado nacional, muchos recordarán el slogan: “Lista al instante para actuar al instante”. Este producto continúa produciéndose por los laboratorios Medifarma de Perú.

Así pues, en los tiempos en que la medicina y la farmacología eran cosas sencillas, los malestares sencillos tenían su cura en productos también sencillos. Las agruras, tal como se conocía a los distintos tipos de acidez estomacal encontraban en la sal de fruta una respuesta satisfactoria, así como las acostumbradas purgas en los cambios de estación, siempre que no se quisiera recurrir ni al aceite de ricino que le sacaba a uno hasta al angelito de la guarda o bien la hígado sanil que era para valientes, la sal de fruta tenía una aplicación de lo más socorrida. Aquellos que tuvieron contacto con el folklore popular recordarán la parodia que con base en la sal de fruta se hizo de la canción infantil Tengo una vaca lechera.

Hay que aclarar que la sal de fruta tenía su rival en el mercado y era la Alka Seltzer. Inicialmente producido por laboratorios Miles y luego absorbido por Bayer, originalmente era una mezcla de aspirina con los componentes de la sal de fruta, de tal manera que actuaba como un analgésico moderado y como un antiácido a la vez, lo que lo hacía ideal para las gomas. Su permanencia en el mercado se debió a las costosas campañas publicitarias que por muchos años manejaron, muy eficientemente sus distribuidores.

En estos dorados tiempos, pareciera que conviven dos mundos completamente diferentes. Uno de ellos, en donde prevalece la automedicación como la única alternativa para hacer sostenible el mantenimiento de la salud. Aquí todavía la sal de fruta es una salida para los problemas estomacales y muy inteligentemente las trasnacionales mantienen esa línea “popular” ofreciendo los sobrecitos de Picot, Andrews o Eno, a precios al alcance de las mayorías. Tienen que competir con los antiácidos un poco más modernos como las tabletas a base de hidróxido de aluminio e hidróxido de magnesio, así como la hidrotalcita, mismos que todavía podrían estar al alcance de muchos bolsillos. Por otra parte, están las clases de mayores ingresos que no corren el menor riesgo con su salud y para estos trastornos tan cotidianos acuden a un médico que receta de buena farmacia y ahí entran los antiácidos de tercera generación y protectores del sistema digestivo, como la ranitidina, omeprazol o la pantoprazol, que llegan a costar un ojo de la cara. Así pues hay gomas que se curan con Pantecta 40 que cuesta cada tableta el equivalente a dos dólares. De la misma forma, es espeluznante ver que los procedimientos estándares de hospitales supuestamente con “responsabilidad social” incluyen administrar vía intravenosa el famoso Pantecta para “prevenir” cualquier efecto de parte del tratamiento de cualquier ingresado, independientemente de su padecimiento. Es inconcebible que los enormes equipos de investigación de las gigantes farmacéuticas, en vez de desarrollar medicamentos inocuos para el sistema digestivo, desarrollen en forma paralela un medicamento para paliar los efectos del resto de sus fórmulas.

Así pues, estimados lectores, como decían antes: “Al averno los pastores, que la Pascua terminó”, hay que arrancar el año nuevo con un renovado ímpetu y es menester hacerlo en el mejor estado de salud, así que con el medicamento de su preferencia, lleve la armonía a su estómago y sistemas anexos. Un último brindis por todos aquellos que después de tanto tiempo han aprendido la virtud de la templanza.

 

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