Archivo mensual: abril 2020

Funeral por protocolo

Entierro de pobre, ya sabes amigo,

no quiero que vengan, los otros conmigo.

Azarías H. Pallais.

 

Uno de los rituales más enraizados en el ser humano desde tiempos inmemoriales es sin duda alguna el funerario.  Todos los sentimientos en torno a la muerte, desde sorpresa, negación, ira, llanto, tristeza, de acuerdo a cada cultura fueron transformándose en ritos que acompañaban a ese ineludible acontecimiento.

De mi infancia viene a mi memoria aquel grito desgarrador que llegaba a romper la paz que respiraba el pueblo y que anunciaba que alguien había pasado a mejor vida.  Su deudo más cercano, invariablemente una mujer, debía de anunciar el deceso con gritos desconsolados y los vecinos debían hacerse presentes para unirse al  duelo, haciendo preguntas perogrullescas, ofreciendo el apoyo en todos los sentidos y de manera un tanto informal se organizaba un comité que se encargaría del acto central del rito que era la vela, el momento indicado para recibir las muestras de condolencia.  Con el tiempo entró en escena la “barata”, perifoneo para los elegantes, que anunciaba a los cuatro vientos los detalles del deceso y la invitación de la familia doliente para los actos funerarios, con el  horario y la respectiva dirección.   En horas de la tarde, los empleados de la funeraria llegaban con el ataúd, colocaban al finado vestido para la ocasión y aprovechaban para aplicar una pasada final con barniz para que el féretro luciera impecable sobre su catafalco, también de madera.  Se colocaba una cortina de color negro o blanco, de acuerdo al gusto de los dolientes, detrás del féretro, con una cruz y cuatro cirios, que luego fueron sustituidos por luminarias.

En la cocina de la casa se observaba un enorme perol en el que hervía agua para el café que se repartiría en la vela.  Algún acomedido insistía en que no debía escatimarse el gasto en guaro, tan necesario para disolver las penas por aquella irreparable pérdida.  Muchos de estos gastos salían del peculio de los deudos y en algunos casos, algunos vecinos contribuían con cigarrillos, pan dulce. Las amistades de recursos holgados, entregaban una cooperación en efectivo con la mayor discreción posible.   Otros un tanto más previsores, compraban unos cuatro mazos de naipes, porque en aquellos tiempos había que velar al muerto por toda la noche y el mayor contingente abandonaba el local con las primeras luces de la mañana y el juego hacía más llevadero aquel desvelo.  En ciertos casos cuando debía esperarse a algún familiar por encontrarse lejos del pueblo, se preparaba al finado para velarlo por dos noches seguidas.  Alguien cercano se hacía cargo de conseguir una botella de las grandes de Agua de Florida, de Lanman & Kemp, que se utilizaba para reanimar a todos los deudos, féminas generalmente, que en los momentos más álgidos del evento, se “atacaban” como se decía antes, es decir, sufrían un ataque de nervios que las hacía, en el peor de los casos, caer de un solo platanazo.  Así pues el recinto en donde se velaba al finado tenía un aroma mezcla del barniz del ataúd con las naranjas dulces, lavanda y clavo de olor del Agua de Florida que recibían en profusión las atacadas.

Ya en mis tiempos no se acostumbraban las plañideras, quienes por una módica suma, lloraban durante toda la vela y por unos centavos más, hasta se atacaban.  La vela se calificaba en el pueblo de acuerdo a la cantidad y calidad del café, guaro y comida que se ofrecía, así como el tamaño del contingente que amanecía.  En algunos casos se calificaba también lo gracioso de los chistes que ahí se contaban, todo para  mantener despiertos a los concurrentes.

Al día siguiente, se efectuaba el entierro, que en la mayoría de los casos incluía una misa de cuerpo presente, incluyendo dobles de campana para la ocasión.  Luego el cortejo fúnebre en donde, ante lo inminente de la despedida, el llanto iba en crescendo.  El féretro por lo general iba cargado por los deudos o amigos más cercanos.  Al momento de cerrar la tumba no había ningún rito como tirar flores o un puño de tierra, simplemente más llanto o la finta de alguien de querer tirarse al fondo de la tumba, ante lo cual amigos muy alertas lo evitaban, sujetando firmemente a quien lo intentaba.

Con el tiempo, estos ritos fueron cambiando un poco, coexistiendo algunas nuevas con las costumbres de antaño.  Todavía una gran proporción de las velas se llevan a cabo en las casas de habitación de la familia doliente y en algunos casos se sigue invitando a través de una “barata”.  Otros más modernos lo hacen a través de las redes sociales.  En una considerable proporción la familia doliente, por sus pistolas, cierra la calle de su domicilio e instala un par de toldos, ya sean institucionales o comerciales, de acuerdo a los conectes de la familia.  Es muy extraño escuchar gritos de parte de los dolientes y salvo raras excepciones hay personas atacadas y en esos casos una alprazolan de 0.5 mg. resuelve más que el Agua de Florida. Siempre existe la solidaridad para el café, pan dulce y otros bocadillos que se ofrece a la concurrencia.  Ya es muy raro que repartan guaro o licores y menos cartas para el  juego, aunque se mantienen los chistes.  En muchos casos, la vela no se extiende hasta el amanecer, sino que prudentemente a media noche se abre un impase hasta el entierro.

El entierro se realiza más o menos en los mismos términos que antes, tal vez es más usual el uso de la carroza fúnebre y una caravana de vehículos, por las distancias a recorrer.  Siempre hay un servicio religioso previo y por lo general prevalece la ecuanimidad.

Cada vez es más usual la realización de las velas en alguna capilla de una empresa funeraria que ofrece, por alguna friolera, el ataúd, el alquiler del local y bocadillos, refrescos y café, limitados.  Generalmente se establece un horario durante el cual se recibirá el duelo y se provee un  libro de  registro para los asistentes.  En caso en que se sobrepase la cantidad de bocadillos y bebidas establecidos en el contrato, los adicionales los cobran a precios del Serendipity 3.

Todo esto se ha ido al traste con la llegada de la pandemia del COVID-19.  En un arranque de estulticia, las autoridades nacionales se anticiparon a la llegada de la enfermedad con un protocolo, obviamente tomado de otro país y luego mediante una laboriosa labor de copy/paste, encima fueron cambiando las medidas por acciones opuestas.  En donde decía restringir pusieron abrir, en donde decía permitir, pusieron prohibir y así por el estilo.  Parecía que el encargado de esta preparación fue Bizarro.  Lo que dejaron igual fue el riguroso protocolo para el manejo de los cadáveres de las víctimas del COVID-19.  Las mismas, cuando al  MINSA  se le antojara declararlo así, se entregarían en ataúdes sellados (sin especificar quién pagaría por los mismos) y deberían enterrarlos de inmediato, con una asistencia máxima de cinco personas.  Nada de velas.

El caso es que ahora, al igual que nadie quiere enfermarse por temor a asistir a una clínica u hospital en donde contagiarse es tan fácil como que le abran la cartera en una ruta, de la misma forma, nadie quiere morirse, aunque en estos tiempos es tentador, pues parte de ese protocolo se aplicaría, debido a que una enorme proporción de la población, que desde luego no se chupa el  dedo, se ha auto impuesto una cuarentena.   Así pues, en virtud que nadie sabe a ciencia cierta de qué falleció determinado ciudadano y muy pocos creen en las estadísticas del MINSA, para el resto, todo finado cae en la categoría de la pandemia, aunque hubiese sido de una tripa retorcida.   Por otra parte, asistir a una vela en donde difícilmente se cumplirán las normas de alejamiento y quienes reparten el café y el pan dulce, no usan barbijos, está difícil, por muy apreciado que haya sido el finado.  Muchos pedirán una vela por Zoom o algo parecido.

Así pues, ya el dilema no es : Ser o no ser, sino, Morir o no morir, pues es triste irse de este mundo alejado del afecto y aunque no se dieran los gritos desgarradores de antaño, sentir la cercanía de alguien con el dolor a flor de piel, atenúa esa sensación de perderse en el infinito.

De la misma forma en que después de la pandemia, quienes sobrevivan van a enfrentarse un mundo diferente, en donde el estilo de vida que prevalecía hasta 2019, va a quedar en el olvido y de la misma forma en que los saludos tan afectuosos de antes, al igual que las golondrinas que aprendieron nuestros nombres, no volverán, de la misma forma, el último adiós para un ser querido, será indudablemente muy diferente a todo lo que vivimos, o más bien morimos.

 

 

 

 

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Por mis padres, bohemios

 

 

 

Vivimos días tenebrosos, en donde la poca sabiduría que he acumulado en estos setenta tacos de almanaque, me obliga a poner los pies en la tierra y barruntar un futuro casi apocalíptico, en donde las opciones son tan crudas que obligan a pensar que si no morimos del COVID-19, moriremos de hambre.  Entonces, las palabras de aliento de nuestros seres queridos y amigos cercanos no se hacen esperar.   Puede ser que ellos tengan temores aún mayores, pero las obras de misericordia dictan que hay que animar al atribulado.  Mi hermano menor, optimista por excelencia me dijo: -Hermano, has pasado por los trances más difíciles que alguien se puede imaginar y los has superado.  No pude más que contestarle: -Sí, pero no es lo mismo “Los tres mosqueteros” que “Veinte años después”.

Ya por las noches, en el insomnio que provoca el intenso calor mezclado con los vapores de alcohol del 70 que pulula en el aire, repaso aquellos acontecimientos que marcaron mi vida y de pronto recuerdo un episodio, un tanto escondido en el disco duro, en el cual  estuve en aislamiento, con el fondillo a dos manos, pero con dos gigantes a mi lado.

El año de 1964 fue aciago en extremo.  A finales de mayo, a la edad de 45 años, falleció de un infarto fulminante mi tío Emilio, mi “Papá Emilito”.  Fue un acontecimiento que cimbró hasta sus cimientos a nuestra familia.  En nuestra casa se respiraba un profundo dolor y por primera vez, miré el temor en el rostro de mi padre, médico internista que de pronto vislumbró un escenario fatal en su vida que ya no era tan descabellado.

Cursaba yo el tercer año de secundaria en el Instituto Pedagógico de Diriamba y ya sentía el rigor del estudio de la física y la matemáticas.  En aquel tiempo los exámenes de medio año se realizaban en septiembre,  justo antes de las fiestas patrias, de tal manera que después del desfile del 14 y  de la lectura del acta de la Independencia el 15, iniciaban unas vacaciones de dos semanas.

Me presenté a los primeros exámenes tranquilamente, sin embargo en el penúltimo examen, de literatura, si mal no recuerdo, comencé a sentirme mal.  Sentía dolor en el cuerpo y una profunda nausea.  Por la tarde cuando llegó mi padre le expliqué mis malestares y como era natural en él, de entrada le echó la culpa a algún exceso en la comida.  Por la mañana le comenté que no aguantaba el  malestar y muy espartano me dijo que aguantara y me fuera al  colegio, pues era el último examen, física y no podía faltar.   Haciéndole un poco al Gerald Butler, agarré fuerzas y me fui al examen.  Medio recuerdo que me inventé la mayor parte del examen y con el último hálito regresé de arrastradas a mi casa directo a la cama, pues no podía mantenerme en pie.    Cuando llegó mi padre me examinó, esta vez con más cuidado y comencé a ver esa expresión de preocupación en su rostro.   Me revisaba los ojos y me tocaba el vientre y me parecía adivinar que negaba con su cabeza algo que no quería imaginarse.  Por la mañana, tomó una jeringa y me sacó una muestra de sangre y se la  llevó a Managua, no sin antes ordenarme reposo absoluto.

Cuando regresó a medio día, noté que no pasó directo a mi cama, sino que se quedó conversando con mi madre un buen rato y luego llamaron a mis hermanos.  En ese momento, como decía su Eminencia:  – Se me fueron los pulsosmmm.  Cuando llegó mi padre a verme, echándole producto de gallina, me atreví a preguntarle qué tenía.  Mi padre era muy acertado, pues invertía buena parte de su tiempo y de su dinero en actualizarse, trayendo los últimos números de la literatura médica, pero era muy reservado para discutir y expresar sus diagnósticos.  Pensaba que la tranquilidad del paciente era básica para su recuperación.  En el caso de sus hijos, era peor, pues le era fácil contestar ante cualquier dolor de garganta que se debía a que andábamos descalzos. En esa ocasión, después de pensar un rato respecto a mi pregunta, me contestó que era el hígado, pero si me cuidaba todo iba a salir bien.  Me quedé más tranquilo.

Así pues, me resigné a quedarme en cama por un buen rato, pero me extrañó que mis hermanos, que siempre me buscaban para armar cualquier relajo, se mantuvieran alejados de mí.  Llegaban por la noche y cada quien a su cama, sin acercarse a la mía.  No podía ir al comedor y la comida me la llevaba mi madre a la cama.  Nada de grasa, pero lo que empecé a notar es que mis cubiertos tenían una seña marcada con pintura de uñas, lo mismo que los platos.  Mi vaso siempre fue individual, de aluminio, dorado.

Mi madre me miraba con una ternura inigualable y lo primero que hizo fue asignarme el único radio de la casa, para que no me aburriera.  Regularmente hacía sus rondines para ver cómo estaba.  Me preguntaba qué se me antojaba y siempre le pedía un pudín Royal de vainilla.  Me encantaba el sabor de aquel  postre, además que traían de regalo una miniatura de automóviles clásicos.

Pasaba escuchando radio todo el día.  Recuerdo que en aquel tiempo salieron varios éxitos de The Beatles: A hard day´s night, Can´t buy me love, entre otros, pero la que más se me quedó grabada por lo triste fue Blue Winter (Invierno triste) de Connie Francis.  Recuerdo también que mi madre vino a verme y me pidió que tratara de recordar algo que hubiese comido en las últimas semanas que se saliera de lo normal.  Comenzamos a repasar y al final dimos con algo que sin ser concluyente pudo haber sido la causa de mi mal.

Unas semanas antes de caer enfermo, nos reunimos los condiscípulos del pueblo, Sergio Zepeda, Arturo Pérez, Pablo Vargas y yo, para estudiar física principalmente.  Nos reuníamos donde Sergio,  pues la casa de los Ortega Robleto, quedaba enfrente y ahí llegaba Toño Ortega, que siempre estaba anuente a ayudarnos y los problemas que se nos hacían imposibles, él en un dos por tres los resolvía.  La mamá de Sergio, doña Chon, nos recibía siempre con mucho cariño y en una ocasión nos llevó una gran pana de nancites.  Como todo chavalo, les caímos como si fuera tarea.  A pesar de que ninguno de mis compañeros se enfermó, mi padre coincidió con mi madre que tuve la mala suerte que un solo nancite pudo estar infectado y fue lo que me provocó mi enfermedad.

Día de por medio mi padre me sacaba sangre por la mañana y a su regreso se quedaba conversando con mi madre.  Así pasé todas las vacaciones de septiembre, más de dos semanas, considerando que ya no fui al  desfile ni a la lectura del acta de la Independencia.  Al  final, antes de darme de alta, mi padre me dijo que había sido una hepatitis, lo más probable por haber comido aquella fruta sin desinfectar.

Cuando me levanté apenas podía mantenerme en pie.  Fui al espejo y miré un rostro demacrado hasta cierto punto amarillento y mis ojos parecían de vampiro, además sentía cierta hinchazón en la parte derecha del abdomen.   Mis hermanos poco a poco se fueron acercando a mí y ya a mediados de octubre todo había vuelto a la normalidad.

Cuando recibí las calificaciones en el colegio no fue sorpresa para mí, encontrar un seis en física.  Al mostrarle el  boletín a mi padre, quiso montar en cólera, pero le expliqué que aquel era el examen al que me había mandado de arrastrada.  Le pedí que fuera hablar con el hermano Felipe (el Zorro) para que de alguna manera ajustara la nota por las circunstancias, pero me dijo que mejor levantara esa calificación en el resto del año.  Sentí que me quiso decir que no me valiera de esas desgracias para conseguir algo.   Al final, logré levantar la nota y con un promedio modesto, pero lleno de entereza, logré aprobar la materia.

Por si fuera poco lo que había vivido ese año, a inicios de diciembre falleció el tío Armando, un primo de mi padre que diagnosticado con cáncer, se había refugiado con su hermana, la tía Leticia en lo que fue la farmacia de mi abuelo.  Le llegamos a tener un gran aprecio por su estoicismo ante su suerte y haber mantenido su sentido del humor hasta el último momento.  En medio de la triste noticia, mi padre tomó su maletín y me pidió  que lo acompañara a la farmacia, en donde le ayudé a inyectar de formalina el cuerpo inerte del tío Armando.  En ese momento no entendí aquello, pero con el tiempo llegué a comprender que mi padre estaba preparando a su primogénito para un futuro que temía fuera convulso.

Para el año siguiente, el color de los ojos poco a poco logró volver casi a la normalidad.  El hígado no me volvió a dar problemas, tampoco yo llegué a abusar de él (no gran cosa).  El tema de la hepatitis, quedó por ahí, entre las lecciones de vida que conforman el carácter y no fue sino hasta 1987 cuando volvió a salir a la luz.

Estaba yo en el Hospital Infantil de México “Federico Gómez” siguiendo el protocolo de trasplante para poder donar mi riñón a mi hijo Orlando Emilio.  Después de haberse realizado el análisis de histocompatibilidad y resultar que el muchacho era casi un clon mío, siguieron varios exámenes más así como un interrogatorio a fondo, mismo que fui superando hasta que me preguntaron si alguna vez había padecido una serie de enfermedades entre las cuales estaba la hepatitis.  Había aprendido que en esos interrogatorios no se puede mentir y les dije que en efecto, había padecido hepatitis.  Los médicos se levantaron y fueron a consultar al Jefe de Nefrología, me imagino que dispuestos a cancelar el proceso.  En ese momento me levanté yo también, salí al corredor en donde había un teléfono público y llamé a mi padre.  Le comenté lo que había sucedido y él sin perder la compostura me dijo:  -Tranquilo, decíles que te hagan la prueba del antígeno Australia.  Regresé a la sala y cuando regresaron los médicos, uno de ellos con una cara por demás circunspecta quiso empezar un discurso cuando  le dije: – Sería prudente que me hicieran la prueba del antígeno Australia.  Se quedaron como cuando los doctores de la ley escucharon a Jesús hablarles de las escrituras y se volvieron a ver,  salieron de nuevo y regresaron con un tipo del laboratorio que me sacó una muestra de sangre y asunto resuelto.  El proceso siguió su curso y el trasplante se realizó, por cierto con éxito.

Así pues, repasando, podría tener razón mi hermano, he salido airoso de algunos trances, de otros no, pero como dice Pablo, el tiempo es implacable, al hacer un recuento ya nos vamos.  Además, poco a poco la vida se nos va llenando de vacíos. Parece mentira que Pablo, Arturo y Sergio se me adelantaron, al igual que doña Chon, Toño Ortega y el  hermano Felipe.

Un día como hoy precisamente, hace 28 años, mi padre nos dejó.  Me tocó verlo en una cama de hospital, intubado, sufriendo a más no poder, plenamente consciente de que la pancreatitis que tenía lo había condenado a muerte, desesperado por terminar aquel martirio y yo sin poder hacer nada, más que observar lo injusta que era la vida.  Cuando le dije que le agradecía todo lo que había sido para mí, solo parpadeo. La madrugada siguiente su corazón se apiadó de él y se detuvo.

Coincidentemente, en esta misma fecha, hace diez años, mi madre falleció. Ya no me dio tiempo de llegar a acompañarla.  Hablé con ella por teléfono y sentí que pronto nos dejaría.  En ese momento no dimensioné su partida,  simplemente sentí que los sufrimientos de su enfermedad finalizarían y solo con el tiempo pude sentir el tremendo vacío que dejó en mí, ese constante ejercicio de echar de menos aquella dulzura vertida en mi amargura y en tantas noches de mi vida, estrella, como diría Aguirre y Fierro.

Al final de cuentas, ya no es relevante si ahora podré superar lo que se viene, lo que realmente es vital es en este día levantar una copa, real o virtualmente y hacer un brindis especial, por aquellos que me dieron vida y un rumbo en la misma y lo hicieron con todo el amor del mundo.

Por mis padres, bohemios.

 

 

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Hoy es Viernes Santo

Me he despertado hoy en medio de una quietud impresionante.  Generalmente la avenida en la que vivo no descansa y mantiene un tráfico considerable, con sus consabidas intensidades, las veinticuatro horas.  Pero hoy se sentía un silencio un tanto acojonante, como dirían en la madre patria.  De pronto, en medio de la confusión que produce la inactividad del aislamiento parcial autoimpuesto, me doy cuenta que hoy es Viernes Santo, así en mayúsculas los dos, para que no se preste a relacionarlo con el chistorete de Santo y Santa.   No puedo evitar recordar las semanas santas de mi infancia en San Marcos, en donde el silencio caía densamente sobre nuestras vidas, ya fuera por el recogimiento de los fieles o por la acción de algunos desventurados que colocaban troncos de árboles en los cuatro puntos cardinales del pueblo a fin de que ningún vehículo se atreviera a circular en esos días en que Jesús estaba en el suelo.

Debo de admitir que en aquella época no sentía recogimiento alguno, sino que como todo mozalbete pueblerino, lo que primaba era la ilusión del estreno.  Era una costumbre muy arraigada que había que estrenar ropa por lo menos jueves y viernes santo y de alguna manera asistir a los oficios de eso días para lucirla.   De esta forma, desde la semana anterior, los padres de familia debían de apechugar y proveer dichos estrenos.  Con los varones era más fácil, pues con dos pantalones Nomar y un par de camisas Record, ya resolvíamos, sin embargo, las féminas debían de ajustarse a los cánones de la moda del momento y a fuerzas debían de buscar a una costurera que elaborara sus prendas.  Me extrañaba que mis padres por su parte no siguieran esa costumbre de estrenar.  Mi abuelo cerraba su farmacia jueves y viernes, por respeto a sus clientes, aunque todos sabían que ante alguna emergencia siempre atendía la demanda.  Salvo algunos casos de emergencia, mi padre no iba al hospital esos días y disfrutábamos de su presencia en la casa, generalmente escuchando música clásica, salvo el viernes que no encendía su equipo de sonido.

Ese día el silencio era roto por el sonido de unas matracas gigantes que sustituían a las campanas, quienes callaban esos días, anunciando los oficios diarios, que iniciaban cerca de las diez de la mañana con la Vía Sacra.  Yo no entendía por qué las procesiones de los viernes de cuaresma se llamaban viacrucis y la del Viernes Santo debía llamarse Vía Sacra.  Tal vez porque era más solemne y más concurrida.  Siempre era acompañada por música de viento en vivo, generalmente la banda de los Hermanos Ramírez de Masatepe quienes interpretaban marchas fúnebres.  Ese día se miraba en la procesión a personajes del pueblo radicados en otros lados y que regresaban exclusivamente para asistir a la misma, por devoción, costumbre o por alguna promesa.  La mayoría lucía sus estrenos, compitiendo por lucir lo más a la moda posible, en especial las damas, quienes todavía cubrían sus cabezas con mantillas en señal de sumisión.

Frente a la farmacia de mi abuelo estaba la segunda “estación” de la procesión, me imagino que tal vez correspondía estar ubicada donde mi abuelo, pero su marcado agnosticismo, provocó esta otra ubicación.  Generalmente, salvo la abuela y la tía Leticia que con sus respetivas sombrillas se resguardaban del inclemente sol, el resto de la familia permanecíamos en la casa, limitándonos a observa a la procesión y sus  asistentes, incluyendo a los promesantes que competían por hacerse el mayor daño posible.  El almuerzo en esa fecha era de lujo, pues a pesar de las restricciones de ayuno y abstinencia dictadas por la doctrina, el gusto de mi abuelo y de mi padre dictaba menús más relajados.

Después del atracón del almuerzo comenzaba la tensión que poco a poco se incrementaba en mi interior, al acercarse las tres de la tarde, hora en que según los evangelios falleció en la cruz Jesucristo.  Me parecía que al igual que en aquella ocasión ocurrirían cataclismos y demás reacciones de la naturaleza ante aquel hecho ocurrido hacía casi dos mil años atrás.  Con el corazón a tambor batiente daban las tres de la tarde y no ocurría nada y yo respiraba tranquilo.  Fue muchos años después que llegué a la conclusión de que las tres de la tarde en Jerusalem era como las seis de la mañana en Nicaragua.  Para empezar, pues.

Luego de aquella tensión había que esperar las matracas que anunciarían la salida de la procesión del Santo Entierro.  Para darle más solemnidad a dicha procesión, muchos varones asistían de traje completo, de los más diversos estilos y colores, pues ahí estaba más difícil andar al dernier crie.  La banda de los hermanos Ramírez reservaba para esa ocasión las marchas más dramáticas y a dicho compás, el féretro de madera sólida con cristales alrededor, se chiqueba lentamente por todas las calles del pueblo, ocurriendo frecuentemente el cambio de los cargadores quienes debían poner una cara compungida para estar acordes con aquella solemnidad.

Años más tarde, cuando mi padre dejó el agnosticismo que le había dejado mi abuelo, me pidió que lo acompañara a cargar al Santo Entierro y como nunca fue mi afición contradecirlo le dije que sí y ataviados con un par de diseños exclusivos de los Mejores Trajes Gómez ahí estábamos esperando un turno para cargar aquel féretro.  Ahí entendí el por qué del chiqueo y lentitud con que se desplazaba. No sé qué clase de madera le habrían puesto, pero pesaba más que un mal matrimonio y de ahí la cara compungida.  El problema fue que la estatura de mi padre y la mía hizo que se diera un considerable desnivel con relación al otro lado, cuyos ocupantes recibieron la mayor parte del peso y a cierta distancia clamaron con tétrica voz el relevo correspondiente.  Anduve un par de días con dolor en todo el esqueleto.

Aquellos viernes terminaban con el profundo silencio.  Al día siguiente las cosas se relajaban, mi abuelo abría su botica y mi abuela todavía amenazaba a los niños que deseaban regresar a sus desmanes, diciendo que había que esperar a que se cantara Gloria.  Yo le decía que lo cantáramos pues, a lo que recibía una mirada de reprobación que calaba.

El sol, inclemente, que se ensaña en nosotros, me regresa a este año de la peste.  La avenida trata a cuentagotas, de recobrar su movimiento mientras pienso que a pesar de todo, el tiempo pasado fue mejor y extraño a los desventurados que colocaban troncos en todos los accesos del pueblo, para que todos se quedaran en sus casas.  Siempre me encuentro con el fondillo a dos manos, no por el cataclismo de las tres de la tarde, sino por la incertidumbre de lo que nos va a pasar y recuerdo a Machado:  ¡Oh no eres tú mi cantar! ¡no puedo cantar ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!

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