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Los aromas de los tiempos perdidos

 

Marcel Proust además de ser un consagrado escritor, incursionó por los abruptos terrenos de la psicología, cuando en su magnífica obra “En busca del tiempo perdido”, en la parte  “Por el camino de Swann”, expone magistralmente la asociación entre lo sensorial y la capacidad de recordar, creando lo que se conoce como el efecto de la “magdalena de Proust”.  Aquí cabe aclarar que “magdalena” no es una mujer, sino un bollo o bizcocho.  En ese pasaje, este autor describe magistralmente su experiencia cuando toma un trozo de la magdalena empapada en té e inmediatamente se transporta a su niñez, a la casa de su tía, quien le ofrecía té con ese bizcocho, además de todos los detalles de aquel pueblo.

En mi caso particular, el sentido del gusto no tiene un gran efecto sobre los recuerdos, sin embargo hay una enorme correlación entre la música y muchos momentos específicos de cuando escuchaba determinadas melodías.  Es un ejercicio que se me facilita al encontrar en el ciberespacio tantos temas que de otra manera sería imposible rescatar y de esta forma puedo viajar en el tiempo a voluntad.

No obstante, otro banco de sensaciones que tengo atesorado en mi memoria es el relativo a los aromas.  Aquí es más difícil y a veces imposible conseguir los detonantes del caso y me limito a veces a tratar de reproducir en mi memoria aquellas especiales sensaciones.

Como he comentado en anteriores ocasiones, mi niñez transcurrió en el mágico mundo de la botica de mi abuelo.  Ahí, a pesar de las constantes prohibiciones para acercarme a los productos que ahí se manejaban, siempre me acompañó la curiosidad y a su lado la cautela, pues nunca llegué a ingerir ninguna sustancia que atentara contra mi salud, salvo tal vez, el episodio del Maná de Palermo (ver artículo El maná que no cayó del cielo).

En la sección de cosméticos resaltaba en primer lugar la crema Hinds, que tenía un característico aroma de almendras que la hacían inconfundible.  Hace relativamente poco, tuve la oportunidad de encontrar dicho producto y en realidad no ha sufrido cambios sustanciales en su aroma e inmediatamente me transportó unos sesenta años atrás.  En aquel tiempo el perfume más socorrido de los que estaban al alcance de las damas del pueblo, era Heno del Campo, que fabricaba la casa Dralle y que aparentemente era una imitación de un producto llamado Heno de Pravia de la perfumería Gal.  Tenía un color beige y en un paisaje de la campiña resaltaba un pájaro color rojo con la cabeza negra.  Tenía un aroma dulce y penetrante y en los grandes acontecimientos del pueblo parecía impregnar todo el ambiente.    No lo he vuelto a ver, pero en mi mente logro capturar la sensación de aquel particular perfume.   En ese mismo mostrador, se encontraba el Talco Mavis, que venía en una lata roja, con un óvalo blanco en el centro con la marca de dicho producto.  Tenía un aroma inconfundible y todavía lo recuerdo con muchas señoras de aquellos tiempos y de algunos compañeros recién bañados que subían al autobús escolar.

El Agua de Florida era asunto aparte, tenía un aroma atractivo, sin embargo, estaba ligado a situaciones dramáticas, pues era de rigor aplicarlo con un paño en la frente a las personas, por lo general féminas, que se “atacaban”, es decir sufrían un soponcio o patatús, ante algún suceso de extrema gravedad.  Este aroma está íntimamente relacionado en mi mente con la vela de algún difunto, en donde se mezclaba con el penetrante olor del barniz o “maque” que se aplicaba a última hora al ataúd, así como con el llanto que se derramaba en profusión.

La brillantina Glostora, líquida o sólida tenían un perfume característico que la distinguía de la brillantina vendida a granel y que preparaba mi abuelo con vaselina simple, aromatizante y algún colorante para darle un toque amarillento.

La mayoría de las pastillas eran inodoras, salvo tal vez unas llamadas Serafón, recomendadas para afecciones pulmonares severas y que tenían un penetrante olor debido a la mezcla de guayacol, yodoformo y eucalipto.   Por su parte, las pastillas Valda, que contenían eucalipto y mentol, tenían un olor hasta cierto punto atractivo y su color verde invitaba a correr el riesgo de comerse una o varias, pues su sabor era refrescante.  Por ese mismo camino estaban las pastillas Penetro y Vick, estas últimas con diferentes sabores y aromas, como las de limón y las de cereza.

En la sección de jarabes y demás fluidos, estaba una botella que tenía una prohibición especial, me imagino por lo tóxico y que llevaba una etiqueta que decía Alcalí.  Tenía un olor tan fuerte, que la curiosidad apenas daba para abrir un segundo el tapón y darse un ligero llegue de aquel penetrante aroma.  Me imagino que era el mismo amoniaco.  El jarabe de Tolú y el aceite Eléctrico no tenían un aroma tan fuerte, al igual que el laxol o aceite de ricino y de la misma forma el aceite fino, que me imagino que era de oliva pero a granel.   Un frasco que siempre atraía era el del extracto de vainilla, preparado por mi abuelo y que a través de medios químicos lograba su similitud con el original obtenido directamente de las vainas de las orquídeas del mismo nombre.  También estaba el espíritu de frambuesa, que no llevaba nada de la fruta en cuestión, pero tenía un aroma dulcete que daba sabor y aroma a muchos refrescos, entre ellos la chicha de maíz.  Mi abuelo decía que había otro espíritu, el de contradicción, manejado magistralmente por la tía Mélida, su cuñada, amante de llevar la contraria a todo.

En tiempos en que no había salido el Pine Sol y otros compuestos similares, la creolina se utilizaba como desinfectante para pisos y para excusados (pon pones). Su aroma, derivado de la creosota que contenía, le pegaba a uno hasta el hipotálamo y rápidamente cubría cualquier otro aroma al aplicarse a cualquier superficie.  Algunos desalmados bañaban a sus perros con este producto.

El caso de los alcoholes era algo aparte.  Llegué a diferenciar mediante el olfato (hasta ahí no más) el alcohol industrial o metílico del alcohol puro o etílico, es decir, guarón.  Este último tenía un aroma inconfundiblemente atractivo y era el mismo que se sentía cuando uno pasaba por el depósito de doña Cheya Jara o en la Renta de Jinotepe.

En el extremo oriente de la botica había un mueble de madera con gavetas que guardaba la sección de especias y similares que se vendían a granel, empacados en papel de envolver.  Ahí se podía sentir el aroma picante de la pimienta negra o dulcete de la pimienta de Castilla, o bien, el atractivo aroma de la canela, en raja o en polvo.  También se sentía el aroma del tomillo, el eneldo, el romero o la manzanilla.  Otros sin embargo, eran inodoros como el bórax, el albayalde u óxido de zinc, el ruibarbo.  La goma arábiga, que venía en un especie de piedras, tenía un olor salobre.  La Tizana La India, venía en una bolsa celeste que no tenía aroma alguno, sin embargo, cuando con agua hirviendo se hacía la infusión, despedía un aroma relajante y que invitaba a tomarla, a sudar la calentura y dormir como un bebé.

También tengo muy grabado el alcanfor, que era una especie de tableta cuadrada de color blanquecino y con un aroma muy penetrante, acre y que generalmente se combinaba con alcohol y era un remedio eficaz para picaduras de insectos, en especial de aradores en la temporada de corte de café.  Lo mismo ocurría con las bolas de naftalina, cuyo aroma era una patada de mula y que se usaba para ahuyentar las polillas de la ropa.

Entre los ungüentos, destacaba por su olor la Numotizine, que era una cataplasma utilizada para dolores musculares y en donde la mezcla del guayacol con el salicilato de metilo y quién sabe qué más, le daban un olor característico y a mi gusto, desagradable, además de un color medio solidario.  Por su parte el Mentolato, el Vaporub y el Bengay, tenían un aroma un tanto más pasable.  En un envase elegante, incluyendo una caja externa, se vendía el Linimento Sloan, en donde aparecía un retrato de un tipo con un bigote extravagante, que parecía pariente de Rigoberto Cabezas.  En un inicio era un analgésico muscular para caballos y luego lo comercializaron para uso humano y que en un slogan publicitario un tanto desafortunado para mi gusto, decía: “Mata todo dolor en hombres y bestias”.  Tenía un olor que ofrecía una patada de bestia, pues entre sus principios activos estaban entre otros una esencia de chile, alcanfor, amoniaco, trementina y esencia de pino.

Por el rumbo de la gaveta del dinero estaba un frasco de cristal, cilíndrico y de tamaño inusual, llamado Picrato de Butesín, de los laboratorios Abbott, que tenía un color amarillo intenso y que invitaba a olerlo, pero que tenía un aroma un tanto acre. No obstante, era lo mejor para todo tipo de quemaduras.

Un aroma difícil de olvidar es el del jarabe Dayamin, que fue de los primeros multivitamínicos pediátricos y que debido a mi esbeltez, considerada en aquellos tiempos como indicador de mala salud, me atipujaron a diestra y siniestra.  Tenía un aroma dulzón con un toque a naranjas y su sabor no era repulsivo.  Afortunadamente, este multivitamínico había sustituido a la Emulsión de Scott, que tenía un olor a pescados podridos y un sabor me imagino por ese tenor.

Un producto que siempre me llamaba la atención era el Extracto de Malta con Hemoglobina.  Lo malo era que estaba ubicado en la parte más alta del estante y venía en un frasco ancho y con una etiqueta blanca con letras del mismo color del frasco.   Además de su estratégica ubicación estaba el hecho de que la tapa parecía haber sido cerrada con producto de gallina, por lo tanto no era factible una incursión.  Sin embargo, en cierta ocasión se la prescribieron a mi hermano para hacerlo más resistente a un asma recurrente.  Ahí fue donde pude observarlo y en realidad tenía un aroma entre avainillado y achocolatado, su consistencia era melcohosa, así que  corrí el riesgo y lo probé y su sabor era mejor aún, parecía una cajeta de coco negra.

En los años cincuenta llegó como la panacea para la diarrea el Kaopectate, preparado a base de caolín y pectina.  Se ofrecía en frascos y también a granel.  Su aroma es difícil de describir, pues llegaba a un punto en la profundidad del olfato, sin ser desagradable.  Hace poco me encontré este producto, pero nada que ver.  Por alguna razón desconocida desterraron al caolín y a la pectina y los sustituyeron por una nueva fórmula.

Así pues, mi infancia transcurrió en aquel fascinante mundo, en donde la experimentación era el pan de cada día.  Para muchos, habré corrido con una enorme suerte, al no haberme intoxicado con alguna sustancia o en el más leve de los casos ponerme motorolo con alguna aspiración.  Algunos que mantienen incólume la fe, como una vela encendida en medio del huracán Irma, dirán que mi ángel de la guarda era Seal o Spetsnaz.  Lo cierto es que todavía la llevo rolando y en algunas ocasiones, me distraigo recreando en mi mente aquellos aromas de los tiempos perdidos.

 

 

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El caso del alcohol puro

Botica.  Imagen tomada de Internet

Mi abuelo paterno, tenía una visión comercial un tanto particular en el manejo de su botica.  A pesar de ser un agnóstico declarado, algunas veces manejaba ciertos criterios morales que lo hacían ver, en cierta manera, como un mojigato.  Pudo haber sido cierta influencia de mi abuela, devota católica, quien en ciertos momentos le torcía el brazo en algunas decisiones que debían haber sido puramente comerciales.  Por ejemplo, en esa botica, tal como lo he comentado en otros artículos, no se vendían condones, con la particularidad que mi abuelo de la manera más tranquila expresaba que no los expendía, mientras que mi abuela y la tía Leticia montaban en cólera cada vez que un ingenuo comprador osaba preguntar por dicho producto.  También se rehusó a vender en la sección de revistas algunas de contenido picaresco y lo más atrevido que llegó a vender fue una revista llamada Luz, que con bases científicas ofrecía una atrevida educación sexual ilustrada a los curiosos de la época, por la friolera de dos córdobas (40 centavos dólar).

En esa botica, entre muchos productos, se vendía alcohol bajo dos formas.  El alcohol metílico, procesado a partir de la madera y que era conocido como alcohol metílico o alcohol desnaturalizado, que se empleaba como antiséptico, es decir exclusivamente de uso externo, pues su ingesta produce severos daños al sistema neurológico, incluso la muerte.  De la misma manera se vendía el alcohol etílico, que generalmente se obtenía de la destilación del fermento de caña de azúcar y que alcanzaba un nivel alcohólico de 96 grados.  A este alcohol en la farmacia se le conocía como alcohol puro y su precio era superior al desnaturalizado.  En rigor era el mismo guaro o guarón de las cantinas en su forma más pura, sin ningún tipo de adulteración.  De cualquier forma, su expendio en la farmacia era con fines culinarios, es decir para la elaboración de algunos alimentos, especialmente postres, se utilizaba también como solvente, para casos como la anilina soluble de grado superior.

En cierta ocasión, no podría precisar las causas, el suministro del guaro sufrió una terrible escasez, de tal manera que ni en la Renta de Jinotepe, ni en el expendio de doña Cheya Jara, quien tenía la concesión exclusiva en el pueblo, había existencia del vital líquido.  Después de cierto tiempo, los afectos al culto del dios Baco, empezaron a sentir los rigores de la abstinencia.  Resulta que mi abuelo, que siempre le gustaba tener un inventario bastante amplio, tenía en su poder una buena dotación de alcohol puro.  Alguien con espíritu investigativo se dio cuenta del inventario existente en la botica y de manera disimulada comenzó a comprar en pequeñas cantidades.

En algún momento mi abuelo se percató que la demanda de aquel producto se había disparado respecto a la tendencia histórica, de tal manera que descubrió que su alcohol se estaba destinando al consumo humano directo.  No le gustó la idea de estar fomentando ese execrable vicio y comenzó a restringir la venta del espíritu aquel.  Algunos consumidores muy avezados comenzaron a querer vacilar a mi abuelo comprando primero anilina soluble en alcohol para luego pedir el alcohol puro.  No sabían que para alguien que madruga siempre hay alguien que se acuesta vestido, así que no hubo forma de sacar el líquido con esas triquiñuelas.

En cierta ocasión, un ciudadano que trabajaba en labores administrativas en un trillo de arroz en Jinotepe, pero que de vez en cuando se abandonaba en los brazos de Dionisio, sintió el antojo de echarse sus rielazos y se le hizo fácil enviar a su hijo a comprar dos cuartas de alcohol puro a la botica.  Mi abuelo lo conocía bien, así como su desmedida forma de beber y lo violento que se ponía cuando se emborrachaba, al punto que arremetía con extrema violencia  contra su mujer y sus hijos.  De esa forma, cuando llegó el muchacho a solicitar la venta del producto a la botica, mi abuelo tranquilamente le dijo que no había.

Al llegar el muchacho a su casa con la noticia del falso flete, el tipo aquel volvió a enviar a su hijo con el mensaje de que su papá sabía que mi abuelo tenía alcohol puro en existencia y que le dijera la razón por la que no se lo quería vender.

Al recibir el mensaje, mi abuelo con la misma tranquilidad le dijo que no se lo vendía porque sabía que se lo iba a beber y luego empezaría a maltratar a su familia.  Se fue el rapaz.

Al rato se apareció el individuo aquel en la botica.  Mi abuelo se encontraba en su mecedora leyendo un libro.  Apartó sus ojos de su lectura y volvió a ver al tipo que con actitud amenazante se apostó enfrente de él.  Mi abuelo no se inmutó.  De joven había peleado en la guerra y fue torturado por los conservadores, de tal manera que nunca mostraba temor alguno ante ninguna circunstancia, por grave que fuera.  Con toda la tranquilidad del mundo se limitó a decir: -¿Qué se le ofrece don Fulano?

El tipo aquel, tragándose su enojo, trató de recuperar la calma y buscando lo más florido de su lenguaje le conminó a que le dijera en su cara el por qué no le había querido vender el alcohol puro.  Mi abuelo, conservando su ecuanimidad, le repitió exactamente lo que le había dicho al hijo.

El sujeto se puso casi morado, como un higo, sin embargo, sacó fuerzas para recobrarse del resuello y aclarándose la garganta le dejó ir un discurso.  Le dijo que él en su casa podía hacer lo que le viniera en gana, sin que nadie tuviera la autoridad para criticar lo que su derecho fundamental le confería en ejercicio de su libertad.   Que si él tomaba, lo hacía con su dinero y que su borrachera era de él y de nadie más.  Que si en algún momento, con razón o sin razón le pegaba a su mujer o a sus hijos, tenía todo el derecho del mundo como jefe de la familia.  Así que absolutamente nadie tenía que echarle en cara lo que hacía, ejerciendo sus derechos y quien lo hiciere estaba invadiendo su privacidad.  Estoy seguro de que ei hubiera estado en estos tiempos, le hubiese achacado el calificativo de “injerencista”.

Mi abuelo, un tanto sorprendido por la elocuencia del sujeto, procuró sacar un rescoldo de cortesía y le dijo: -Mire don Fulano, si lo pone de esa manera, tiene usted toda la razón.   Las leyes de este país, le confieren una plena libertad en sus actos y aunque me ofenden sus actitudes, debo admitir que no son de mi incumbencia.  Le pido disculpas por atreverme a juzgar su proceder.

El tipo aquel, enganchándose en el vagón del cinismo, le dijo: -Entonces, ¿me va a vender el producto?

Mi abuelo, tratando de ser todavía más cortés, le dijo: – De acuerdo a lo que usted argumenta, debo de inferir que ese mismo derecho que usted esgrime, asiste a mi persona para ejercer una plena libertad en mi negocio.  Por lo tanto, yo puedo vender o no vender lo que se me venga en gana, al precio que se me ocurra y a quien a mí se me pegue la gana.  ¿Es eso cierto, don Fulano? Aquel ciudadano un tanto sorprendido no tuvo más remedio que responder: -Pues sí, don Emilio. Entonces fíjese que en estos momentos no se me antoja venderle el alcohol, ¿Cómo lo ve?

El sujeto aquel comprendió que se había enredado en su propio mecate, así que no le quedó más remedio que mascullar entre dientes: -Muchas gracias, dando la vuelta sin esperar a escuchar cuando mi abuelo le dijo: -Que le vaya bien.

Después de algunas semanas, el alcohol puro volvió a expenderse de manera regular y ya no hubo ocasión de buscarlo de manera subrepticia en la botica.  El sujeto aquel, nunca volvió a poner un pie en el negocio de mi abuelo, ni envió a su hijo a comprar nada y siguió con su costumbre de emborracharse y agredir violentamente a su familia.

Años más tarde, el tipo aquel falleció, según algunos parientes, del hígado.  En aquellos tiempos, todos los entierros pasaban invariablemente por la calle en donde estaba la botica.  Cuando el cortejo fúnebre se acercó, mi abuelo se acomodó su sombrero, salió a la puerta y con una enorme solemnidad se descubrió la cabeza al paso del ataúd.  Agachó la mirada y esperó a que al llegar a la casa de los Herrera, enrumbara hacia el cementerio, entonces, colgó su sombrero, regresó a su mecedora y continuó leyendo.

 

 

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Los secretos de La Capitalina

Farmacia.  Imagen tomada del internet

 

Gran parte de mi niñez, casi ocho años, la viví en la botica La Capitalina de mi abuelo, en San Marcos.  El recuerdo que guardo de aquel tiempo es tan colorido que pareciera formar parte de una novela de Alejo Carpentier.  Es obvio que con el paso de los años, algunos recuerdos poco a poco se van difuminando, sin embargo, en mis ratos de meditación, cierro los ojos y trato de recorrer aquel local lleno de colores, olores y sabores, desde los estantes de los cosméticos hasta la galería de las especias.  Después de tanto tiempo, todavía puedo traer desde la memoria el olor de la crema Hinds, del talco Mavis, de las pastillas Serafón, del álcali, del jarabe de Tolú, de la pimienta de Chiapas o el sabor de la magnesia calcinada, del maná, de las pastillas Valda o de las de soda y menta.  Ni se diga el color del Merthiolate, del azul de metileno, del ruibarbo, del aceite eléctrico o del picrato de butesín.

No obstante, cuando crecí, aquel mundo que me parecía mágico, adquirió una nueva dimensión para mí y pude realizar una serie de conexiones de eventos que en su momento me parecieron intrascendentes.   Hasta donde mi memoria alcanza a llegar, mi abuelo de 68 años, limitaba sus actividades a programar y efectuar las adquisiciones, realizar los preparados farmacéuticos y supervisar la parte operativa.  Generalmente si no estaba en su bodega, estaba sentado en una salita en la entrada de la botica, leyendo un libro o el periódico.  Quien llevaba la mayor parte del despacho en la botica era la tía Leticia, sobrina de mi abuela, mientras que esta última se encargaba de coordinar las actividades domésticas y ocasionalmente ayudaba en la botica.

La tía Leticia tenía treinta años en ese entonces y fue adoptada por mis abuelos cuando tenía nueve y desde ese tiempo ayudaba en el despacho en la botica.  Dominaba toda la farmacopea de la época, así como el precio de todos los productos que se ofrecían.  Asimismo, conocía a todo el pueblo.  Todo lo anterior, ayudaba al hecho de que, siendo su carácter muy sensible, reflejara en su rostro las reacciones ante el despacho de determinado producto, cosa que no sucedía con mi abuelo, cuyo rostro no se inmutaba.

Así pues, cuando ella despachaba picrato de butesín que era lo más recomendado para todo tipo de quemaduras, su rostro reflejaba el dolor ante el sufrimiento ajeno.  Estas manifestaciones bajaban en intensidad cuando se trataba de bálsamos como el Bengay, el mentolatum o bien los analgésicos como aspirina, divina, anacín, entre otros.

Por disposición de mi abuela, en la botica no se vendían preservativos y cuando algún ciudadano ignorante de aquella restricción los demandaba, tal vez murmurando entre dientes, la tía Leticia montaba en cólera y le espetaba un rotundo no, como si respondiera a las asechanzas del Maligno, llegando a la ira extrema cuando el individuo preguntaba en voz alta por el  adminículo, cambiando de color, de chota, chota, como ella decía, a morada, advirtiéndole de la manera más agria: -Señor, cuídese la lengua.  No me imagino cuál hubiese sido la política en esa botica si en ese tiempo hubiese salido la Viagra.

No obstante, no se le negaba ningún antibiótico a nadie y cuando algún individuo, a lo mejor el mismo del episodio anterior, llegaba solicitando una benzetacil de 1.2 millones de unidades, se le despachaba, tratando de ocultar una sonrisa entre pícara y maliciosa y descubriéndola (la sonrisa) cuando el pobre se alejaba con el medicamento caminando como John Wayne y bajando con sumo cuidado las gradas de la puerta.  Sin embargo, cuando intuía que el antibiótico era para otro tipo de dolencias, en especial pediátricas, mostraba una expresión de conmiseración.

Cuando llegaban a comprar Esencia de Coronado y Argirol, ella mostraba un gesto de congratulación, mezclado con cierta dosis de preocupación, puesto que la mencionada esencia, que venía en unos pequeños frascos forrados en papel kraft, era un coadyuvante para el parto y el Argirol era un compuesto de vitelinato de plata que prevenía las infecciones oftálmicas en el recién nacido y que provocaban no pocos casos de ceguera.  Había ciertos casos aislados, en que alguien llegaba a comprar la citada esencia, sin el colirio, provocando una extraña desazón en la tía Leticia.  Mucho tiempo después descubrí que la esencia mezclada con ciertas substancias y mediante una serie de malabarismos, podía provocar un aborto.

En la botica se vendía dos tipos de alcohol.  El que se conocía como alcohol a secas, que era metílico o industrial y que se utilizaba como antiséptico o solvente y el “alcohol puro” que no era otra cosa más que guaro y que se utilizaba en ciertos preparados o para algunas recetas de cocina como el Pío V o la sopa borracha y que ciertas personas encontraban más cómodo comprarlo en la farmacia que en la cantina.  El precio del primero era más bajo que el del segundo y en algunos casos, algunos bazukeros, desesperados e ignorantes de sus letales efectos, se atrevían a buscarlo.  La tía Leticia tenía un colmillo para detectar esas intenciones y con un gesto grave de desaprobación negaba el producto.

En aquella época salió como buena alternativa para estados diarreicos el Kaopectate, que no era otra cosa que la mezcla de caolín y pectina, que se vendía tanto en frascos sellados, como a granel, por cucharada.  En esos casos, la tía Leticia hacía un esfuerzo por mostrar una expresión seria y neutral, como una deferencia hacia el cliente y que éste no se sintiera incómodo.

La modernidad nos había llevado en esos tiempos las toallas sanitarias, cuyo monopolio ostentó por mucho tiempo la marca Kotex y que ofrecía su producto en unas cajas de cartón de tamaño poco discreto.  Cuando alguna fémina se acercaba a la tía Leticia y le susurraba algo al oído, ella mostraba una expresión de complicidad y si yo estaba cerca, me mandaba a preguntar algo a la abuela.  La curiosidad me alentaba a ir y regresar en un abrir y cerrar de ojos, momento en el cual ella ya había empacado cuidadosamente la caja en papel de envolver, como si fuera un regalo.  Las veces que llegué a preguntarle sobre el uso de aquel producto, arrugó la cara y se limitó a callar.

El Agua de Florida tenía un uso cosmético, pues era utilizado en muchos casos como una eau de toilette, sin embargo, ella tenía una tremenda intuición para detectar los casos en que se utilizaba como un mitigante, un tanto simbólico a mi modo de ver, en caso de personas “atacadas”, es decir que pasaban del borde de un ataque de nervios al colapso total, ya fuera por alguna decepción  o en el peor de los casos en caso de fallecimiento de algún ser querido.  Ella entonces mostraba una expresión de solidaridad, de la buena desde luego.

En la galería de las especias, había una extraña mezcla de productos y en la distancia pienso que el factor común era que se trataba de productos que se vendían a granel y que ya estaban previamente medidos y empacados.  Ahí convivían las especias con otros productos un tanto distantes como el albayalde. Ahí estaba entre otros el alumbre.  Era un producto con diversos usos, uno de ellos era el de constituir un rudimentario y a veces efectivo desodorante y ciertos caballeros también lo utilizaban como un primitivo after shave.  No obstante en algunos casos  la tía Leticia mostraba una expresión de desconcierto, un tanto entre la duda y el misterio, debido a que ciertas personas, féminas según escuché después, la utilizaban como un poderoso astringente que restituía en cierta medida la doncellez perdida.  Algunos recordarán a aquella muchacha de la capital que era conocida como la Virgen del Alumbre.

Por muchos años los inhaladores nasales se vendieron sin segundos pensamientos, pues era un agente, no muy efectivo desde mi punto de vista, para las congestiones nasales.  Había de dos marcas Vick y el otro de nombre un tanto cuanto bandido, alburero: Penetro.  No eran baratos, sin embargo, tenían una demanda no despreciable.  La tía Leticia los vendía sin mayor emoción.  Sin embargo, en cierto momento corrió el rumor que uno de los ingredientes activos del inhalador era una droga.  Aunque el debate respecto a si la desoxiefredina era o no igual que la metanfetamina nunca llegó a conclusiones contundentes, siempre permanecía la duda de que si el consumidor del producto padecía de una sinusitis crónica o de cierta adicción.  Así pues un enorme signo de interrogación se dibujaba en el ceño de ella cada vez que le tocaba despachar un inhalador.

Lo más interesante del caso es que mi abuelo había impuesto un estricto código de discreción y a pesar de no haber juramento, estilo hipocrático de por medio, nada de lo que ocurría, se escuchaba, se observaba o se  deducía, salía de la botica.  Algo así como What happens in La Capitalina, stays in La Capitalina.  A la fecha, la mayoría de los actores principales de este relato ya duermen el sueño de los justos y se llevaron a la tumba muchos secretos que de haberse revelado, hubiese ardido Troya.  Para ser sincero, mis esfuerzos de observación en esos días se centraban en los productos, sus colores, olores, sabores y en las expresiones de la tía Leticia.  De las personas que llegaban y provocaban sus reacciones, realmente no me acuerdo.

 

 

 

 

 

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Me purgué con sal de fruta

Cancionero Picot.  Imagen tomada de Mercado Libre

 

Ya han aparecido en el horizonte los Magos de Oriente y es la fecha y todavía muchos se debaten entre los legados del año viejo y los propósitos para el nuevo. Lo crítico es que más que una chiva, una burra negra, una yegua blanca o una buena suegra, como cantaba Tony Camargo, lo que perdura son los estragos en los sistemas digestivos de la gente, que sin medir consecuencias cometieron considerables excesos, principalmente en la comida y en la bebida, así que antes que otros propósitos prioritarios en el arranque del año, incluso el de perder algunas libras resultantes tanto del carácter sibarita en el mes de diciembre, más lo acumulado a lo largo de todo un año de incumplimiento de las metas propuestas en enero del año pasado, se encuentra el propósito de traer la paz y la calma al aparato digestivo, región hepática, biliar y anexos.

Muchos conciudadanos que sobrepasan el medio siglo recordarán que la panacea para estos malestares fue por mucho tiempo la sal de fruta. Este producto fue inventado a mediados del siglo XIX por el farmacéutico inglés James Crossley Eno. El principio de este producto es la combinación del bicarbonato de sodio con el ácido cítrico y en algunos casos ácido tartárico, que actúa neutralizando el ácido clorhídrico en el estómago. Estas sales de fruta fueron el antiácido más popular de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Desde luego, la primera marca conocida y que dominó el mercado por muchos años fue la sal de fruta ENO, que tenía ventas importantes en el mercado nicaragüense, hasta los años setenta. A la fecha, la sal de fruta ENO sigue en el mercado, ahora producida por la transnacional GlaxoSmithKline (GSK) y está compuesta básicamente por el bicarbonato de sodio y el ácido cítrico.

Tal vez, la marca de sales más popular en América Latina fue sin duda alguna la sal de uvas Picot. Este producto fue lanzado en México por el empresario puertorriqueño radicado en aquel país, Joaquín Villafañe. Se llamaba sal de uvas porque inicialmente, al igual que otras sales contenía ácido tartárico que se deriva de la uva. Lo que hizo popular este producto en el período entre los años treinta y sesenta fue, parece mentira un cancionero. En aquella época en donde no se tenía la facilidad de teclear en Google el título o algunas palabras de cualquier canción para que aparecieran cientos de páginas ofreciendo la letra de dicho tema, la forma en que los aficionados al canto tenían a la mano la letra de sus canciones preferidas era un cancionero. Los laboratorios de Villafañe tuvieron el gran tino de promover la sal de uvas a través del Cancionero Picot, que combinaba la letra de las canciones de moda con las historias de una familia “típica” del campo mexicano compuesta por Chema Tamales, un charro que vivía de exceso en exceso en la comida y la bebida y era consolado sistemáticamente por su esposa, quien se llamaba, obviamente, Juana. Chema encontraba el alivio de las más fieras gomas en un vaso burbujeante de sal de uvas Picot, ofrecido por su fiel y complaciente esposa Juana. Era de observar, que quien cometía todos los excesos era Chema y por lo tanto el único que tomaba el producto, limitándose Juana a comprender el carácter sibarita de su esposo y ayudarle a superar sus malestares. Recuerdo que a la botica de mi abuelo llegaba regularmente un camioncito, si mal no recuerdo, el mismo de la Mejoral, a dejar el codiciado cancionero que era esperado como el agua de mayo por la población. A finales de los años ochenta, el gigante farmacéutico Bristol Myers-Squibb de México adquirió los derechos de la sal de uvas Picot y continúa fabricándola, ahora sin incluir el ácido tartárico, así que de uvas sólo le quedó el nombre y el cancionero sólo permanece como artículo de colección, alcanzando precios interesantes en el mercado de internet.

Otro producto similar que tenía mucha demanda a nivel nacional era la sal de Andrews, producida en el Perú y que era una mezcla de bicarbonato de sodio con sulfato de magnesio. Gracias a campañas sostenidas en la floreciente televisión nacional, llegó a incrementar considerablemente sus ventas y alcanzar un sitio cimero en el mercado nacional, muchos recordarán el slogan: “Lista al instante para actuar al instante”. Este producto continúa produciéndose por los laboratorios Medifarma de Perú.

Así pues, en los tiempos en que la medicina y la farmacología eran cosas sencillas, los malestares sencillos tenían su cura en productos también sencillos. Las agruras, tal como se conocía a los distintos tipos de acidez estomacal encontraban en la sal de fruta una respuesta satisfactoria, así como las acostumbradas purgas en los cambios de estación, siempre que no se quisiera recurrir ni al aceite de ricino que le sacaba a uno hasta al angelito de la guarda o bien la hígado sanil que era para valientes, la sal de fruta tenía una aplicación de lo más socorrida. Aquellos que tuvieron contacto con el folklore popular recordarán la parodia que con base en la sal de fruta se hizo de la canción infantil Tengo una vaca lechera.

Hay que aclarar que la sal de fruta tenía su rival en el mercado y era la Alka Seltzer. Inicialmente producido por laboratorios Miles y luego absorbido por Bayer, originalmente era una mezcla de aspirina con los componentes de la sal de fruta, de tal manera que actuaba como un analgésico moderado y como un antiácido a la vez, lo que lo hacía ideal para las gomas. Su permanencia en el mercado se debió a las costosas campañas publicitarias que por muchos años manejaron, muy eficientemente sus distribuidores.

En estos dorados tiempos, pareciera que conviven dos mundos completamente diferentes. Uno de ellos, en donde prevalece la automedicación como la única alternativa para hacer sostenible el mantenimiento de la salud. Aquí todavía la sal de fruta es una salida para los problemas estomacales y muy inteligentemente las trasnacionales mantienen esa línea “popular” ofreciendo los sobrecitos de Picot, Andrews o Eno, a precios al alcance de las mayorías. Tienen que competir con los antiácidos un poco más modernos como las tabletas a base de hidróxido de aluminio e hidróxido de magnesio, así como la hidrotalcita, mismos que todavía podrían estar al alcance de muchos bolsillos. Por otra parte, están las clases de mayores ingresos que no corren el menor riesgo con su salud y para estos trastornos tan cotidianos acuden a un médico que receta de buena farmacia y ahí entran los antiácidos de tercera generación y protectores del sistema digestivo, como la ranitidina, omeprazol o la pantoprazol, que llegan a costar un ojo de la cara. Así pues hay gomas que se curan con Pantecta 40 que cuesta cada tableta el equivalente a dos dólares. De la misma forma, es espeluznante ver que los procedimientos estándares de hospitales supuestamente con “responsabilidad social” incluyen administrar vía intravenosa el famoso Pantecta para “prevenir” cualquier efecto de parte del tratamiento de cualquier ingresado, independientemente de su padecimiento. Es inconcebible que los enormes equipos de investigación de las gigantes farmacéuticas, en vez de desarrollar medicamentos inocuos para el sistema digestivo, desarrollen en forma paralela un medicamento para paliar los efectos del resto de sus fórmulas.

Así pues, estimados lectores, como decían antes: “Al averno los pastores, que la Pascua terminó”, hay que arrancar el año nuevo con un renovado ímpetu y es menester hacerlo en el mejor estado de salud, así que con el medicamento de su preferencia, lleve la armonía a su estómago y sistemas anexos. Un último brindis por todos aquellos que después de tanto tiempo han aprendido la virtud de la templanza.

 

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Mis vocaciones perdidas

Breaking Bad.  Foto tomada de internet

 “No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas.  Arrastro tras de mí los cadáveres de todas mis ilustraciones, de todas mis vocaciones perdidas”  Julio Ramón Ribeyro.

 

Me parece admirable el hecho de que muchas personas aseguran que han seguido fielmente su vocación en la vida, misma que en muchos casos se manifestó desde su infancia.  Será que soy un poco sordo, pero lo cierto es que no recuerdo haber escuchado ningún llamado de ninguna naturaleza.

De pequeño, mis padres soñaban con que fuera la reencarnación de Chopin y muy pequeño me compraron un piano y contrataron las clases correspondientes en el Instituto Pedagógico de Diriamba y así mientras mis compañeros iban a jugar despreocupadamente en el recreo de las once, yo tenía que pasar una hora practicando bajo la tutela de un exigente profesor.  Yo le decía a mi madre que me gustaba más ser el que se situaba al frente de la orquesta y que con sólo mover una varita hacía sonar a todos.  Ella sonreía y me explicaba que ese era el oficio más difícil, pues había que dominar todos los instrumentos y tener sólidos conocimientos de música para poder dirigir.  Al final de cuentas, el profesor de música, en vez de abandonarse en los brazos de Ceres o Calíope, lo hizo en los de Baco, de tal forma que agarró una papalina que le impidió seguir dando clases de música, así que para mi fortuna o mi desgracia (nunca lo sabré), tuve que abandonar la música.

En el colegio, en las clases de religión siempre insistían los ínclitos hijos de La Salle en que había que estar atentos ante el llamado del Señor, pues había que seguir esa vocación fielmente.  Yo paraba la oreja pero jamás escuché absolutamente nada, así que asumí que no estaba destinado a abrazar la vida religiosa, sino que mi ser propendía hacia otro tipo de abrazos.

Todo el mundo habría pensado que siendo el mayor de mis hermanos me correspondía seguir la misma profesión de mi padre que era médico, sin embargo, nunca me llamó la atención esa carrera, pues me parecía muy triste que en las ocasiones especiales de la familia, cumpleaños, navidades, entre otros, mi padre tenía que hacer turnos en el hospital donde trabajaba y él por su parte tampoco me animó a seguir su profesión.   Reflexionando al respecto, pienso que si se hubiesen dado las condiciones, yo hubiera sido un buen médico internista, sin embargo, no me miro convertido en un agente de las gigantes farmacéuticas y a lo mejor hubiese sido una piedra en el zapato para ellas, al buscar tratamientos de acuerdo a las posibilidades de cada paciente, en fin, siento que hubiera seguido el juramento hipocrático al pie de la letra.

Tendría yo unos siete u ocho años cuando mi padre me regaló una cámara Kodak Brownie Fiesta con el propósito de que me aficionara a la fotografía, oficio que me gustó mucho y aprendí a tomar buenas fotos y a tener la paciencia para lograr las mejores tomas, sin embargo, aparte de un curso por correspondencia, de esos que anunciaban en los paquines, no tuve ninguna preparación formal, así que se quedó en una afición que  todavía mantengo.

Ya en la adolescencia, no recuerdo de quién salió la idea de que yo debería estudiar farmacia para hacerme cargo de la farmacia de mi abuelo.  En la distancia me parece que aquello era una base más frágil que una cáscara de huevo, pues no se necesitaba ser profeta para saber que el destino de dicha farmacia estaba escrito y con resultados para nada halagüeños.  En un inicio, como dicen por acá “agarré la vara” pues el mundo que observaba en el establecimiento de mi abuelo me parecía misterioso y cautivante, así cuando comenzaron a preguntarme: – ¿Qué vas a estudiar? con la convicción de Agustín de Hipona ante San Ambrosio respondía: -Farmacia, a lo que el interlocutor emitía un –Mmmmmmm aprobatorio.  En los principios de Química, encontraba una materia fascinante, sin embargo, más adelante cuando llegaron las fórmulas y los diferentes modelos moleculares, la cosa se puso color de hormiga y entonces saqué de mi mente la idea de seguir aquella carrera.  De la misma forma, en la distancia y el tiempo reflexiono sobre si hubiera seguido esa profesión y debo de admitir que siento que mi vida sería una tremenda frustración.  Estoy seguro que echándole muchas ganas hubiese llegado a dominar los intrincados caminos de las fórmulas químicas, así como los principios de la farmacología y me hubiese graduado al fin, sin embargo, la práctica de esa carrera me hubiese hecho sumamente infeliz.  Tengo algunos amigos farmacéuticos y con el respeto y aprecio que les profeso, debo de ser muy claro sobre lo que a mi modo de ver actualmente representa la práctica de esa profesión.  Al haber tenido la farmacia de mi abuelo un fin más trágico que el Hindemburg, al final hubiese tenido que buscar trabajo como regente de otra farmacia y aunque el título ese suena a Gobernador, en realidad me hubiera aburrido como una marmota al no tener el mínimo valor agregado en un  negocio en donde desaparecieron los preparados específicos y la totalidad de los medicamentos, como decían en el pasado, son “de patente”, por otra parte, el farmacéutico no puede recetar, ni siquiera puede sugerir al paciente cambiar la dosis y los galenos montan en cólera cuando un farmacéutico se atreve a sugerir un medicamento genérico para sustituir el elegante y caro que recetó.  Tal vez si hubiese tenido mi propia farmacia, además de “regentearla”, con algunas clases de mercadeo y finanzas hubiese buscado como diseñar una oferta de medicamentos con el mayor mercado y los mejores márgenes de ganancia, contratando a un médico para que recetase en la propia farmacia.   De haber trabajado en un laboratorio, me hubiera limitado a la clonación de medicamentos ya patentados, pues la investigación y desarrollo en la industria local están limitados por la falta de recursos.

Ya por bachillerarme, sentía que la carrera que más me llamaba la atención era Publicidad, pues sentía que podía desarrollar una creatividad increíble, aunque no lo suficiente para ver alternativas para estudiarla pues no se ofrecía en Nicaragua y mi padre era demasiado orgulloso como para gestionar una beca para ir a estudiar a otro país.   Pienso que tal vez esta carrera hubiese sido lo más cercano a mi vocación y al analizar el sector publicitario regional, modestia aparte, siento que hubiese tenido propuestas mucho más creativas que las que actualmente se manejan.

Al final de cuentas, analizando una serie de alternativas que tenían que ver más que nada con la realidad y factibilidad en varios órdenes, llegué a la conclusión de que estudiaría Economía, pues la carrera se ofrecía en Managua, en mi ignorancia creía que no requería nada de matemáticas y con la reciente creación del Banco Central de Nicaragua, se observaba un campo interesante para iniciar una carrera.  De esta forma, cuando en el pueblo seguían preguntándome qué estudiaría, respondía: -Economía, ante lo cual, algunos emitían un Oooooooohhhh, al estilo Capulina y otros más conocedores me animaban a buscar como tutor a Don Juan Mercado, una persona famosa en el pueblo por su avaricia a tal grado que después de leer La Prensa iba a la pulpería a cambiarla por un huevo.  En estos dorados tiempos creo que nadie daría un huevo por el periódico.

Así fue que a inicios de 1967 me presenté a la Facultad de Economía de la UNAN y después de un examen de admisión que aprobé sin problema, me matriculé en la carrera y cuando conocí el programa de estudios me di cuenta que comprendía cinco semestres de matemáticas.  Huelga decir que caí como Condorito: ¡Flop!.  Pero como decía Anita Ekberg: -Al hecho, pecho, así que cursé la carrera, graduándome, sin excelencia pero con dignidad, recibiendo mi título de manos del Rector Magnífico Dr. Carlos Tünnermann  Bernheim.   En el año 1973 inicié mi carrera profesional en el Banco Nacional de Nicaragua y por cuarenta años la he ejercido en campos que tal vez están más orientados a la administración, pero que al fin y al cabo son dos disciplinas que no pueden separarse por completo.  Los últimos dieciocho años los he trabajado en el sector educativo, lo cual le da un sentido un tanto gratificante a la labor que desempeño, aunque la misma está más bien orientada a los aspectos administrativos y no académicos, aunque de vez en cuando introduzco mi cuchara; metiche que es uno.

A pesar de que nunca tuve ninguna vocación de escritor, un día, allá por 2006 se me ocurrió empezar a escribir, cansado de tanto reporte técnico y su aséptico estilo, encontrando en el blog un medio en el cual libremente podía dar rienda suelta a ese entusiasmo que crecía cada día más en mi interior.    Debo de admitir que nunca anteriormente un oficio me había cautivado tanto como escribir.  Cuando me desempeñé en mis diversos cargos, realicé un trabajo altamente satisfactorio, sin embargo, nunca encontré la pasión que encierra para mí el escribir.  Así que me pregunto ahora si esta sería mi verdadera vocación que siempre se mantuvo silente y que brotó espontáneamente.  Sin embargo, no creo que si hubiese sentido ese llamado en mi juventud, el oficio se me hubiese presentado como una alternativa para sobrevivir.

La verdad es que al final de cuentas, tal como dice el gran escritor peruano Julio Ramón Riveyro “arrastro tras de mí los cadáveres de mis vocaciones perdidas”, sin embargo, de cada una de ellas he tomado un poco para sobrevivir.   Echo mano de la medicina para diagnosticar situaciones analizando los síntomas y demás evidencias a fin de buscar el remedio para el problema,  con la ayuda de la farmacología busco los ingredientes exactos que necesito mezclar para lograr un preparado eficaz para determinado problema,  con una gran dosis de creatividad busco el camino correcto para librar una situación y con el orden y disciplina de la economía y la administración logro manejar adecuadamente mis actuaciones.  Siempre está presente la música en todos los momentos de mi vida y al escribir comparto con mis amigos recuerdos, sueños y experiencias, que se han grabado en mi mente como aquellas fotos que tomaba con mi Kodak Brownie Fiesta.

 

 

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El quinto jinete

Es la típica sala de espera de un consultorio médico, varias sillas alrededor de la sala, una mesita al centro con viejas revistas desechadas hace un buen rato por la esposa del doctor y en una esquina un escritorio en donde una recepcionista mira al icaco mientras sale el paciente en turno.  De pronto se abre la puerta de la sala y entra una mujer.  Es joven, de unos 28 años, mide aproximadamente 5´8´´ y su cuerpo guarda una medidas no del todo mal:  87-63-91.  Viste elegantemente un traje sastre con una minifalda que resalta sus bien torneadas piernas y sus zapatos con un tacón intermedio, le añaden elegancia a su atuendo.   Trae consigo un maletín enganchado en una carriola que desluce con su vestimenta.  Saluda efusivamente a la recepcionista, cual si fuera una amiga de la infancia y disimuladamente le entrega un paquetito, diciendo: -Tu encargo.  La recepcionista sonríe y le pide que se siente, mientras busca la primera oportunidad para ingresarla con el médico.  Sin volver a ver al resto de pacientes, que valga la redundancia, pacientemente esperan su turno, la joven se sienta y saca de su maletín una Tableta Android, en donde comienza a realizar malabarismos, fingiendo que revisa su agenda.

Para los que no han adivinado todavía, a pesar que haciendo a un lado el maletín cualquiera pudiera confundirla con una Pussycat Doll, se trata de una promotora farmacéutica a nivel cuerpo médico, oficio que tradicionalmente se ha conocido como “visitador médico”, título que no revela los alcances del mismo y que en el caso de mujeres, admitidas en las últimas décadas en ese oficio, plantea un dilema en cuanto a manejar “visitadora médica” o “visitadora médico”.  Se trata de médicos, farmacéuticos, químicos e incluso egresados de turismo que han pasado un riguroso proceso de selección y entrenamiento, con sueldos y beneficios que algunos profesionales envidian.

El tiempo pasa y la visitadora sigue tranquilamente traveseando su tableta, hasta que la recepcionista la llama para que ingrese al consultorio.  El doctor abre la puerta y recibe a la joven, quien siguiendo el protocolo le extiende la mano y le saluda con un apretón que denota firmeza pero que permite adivinar la suavidad de la bien manicurada mano.  El médico la invita a sentarse y ella disimuladamente retira unos centímetros hacia atrás el sillón hasta calcular que el campo de visión del doctor sea el correcto para sus propósitos.  Se sienta suavemente y cruza sus piernas de tal suerte que la minifalda se contrae unos centímetros hacia arriba.  El médico le lanza una furtiva mirada y en su interior se produce un imperceptible quejido tirándole a ronroneo.  Su extensa carrera de cardiólogo le señala que su frecuencia cardiaca ha aumentado de 65 a77, pero no le da importancia.  La visitadora, le clava la mirada mientras recita de memoria el saludo que el laboratorio para el cual trabaja ha preparado de antemano y con la entonación de un vendedor de seguros le informa al galeno que trae una excelente noticia para él y sus pacientes hipertensos.  Como si anunciara la cura para el cáncer, introduce el nuevo medicamento de los laboratorios fulanitos, producto de largas, profundas y costosas investigaciones de los más renombrados científicos en la materia y que se convertirá en el mejor coadyuvante para el control de la hipertensión arterial, con resultados asombrosos y mínimos, casi inexistentes, efectos secundarios.  No menciona para nada el producto predecesor que en breve perderá su licencia de exclusividad para los laboratorios y que significa una reducción de millones de dólares en ventas.  La visitadora continúa con su perorata que incluye la fórmula del nuevo producto y que a fuerza de varias noches de estudio ha logrado memorizar, al igual que la farmocinética y la farmodinamia, además de toda la información pertinente del nuevo medicamento.

Al finalizar su cátedra, le extiende al médico un folleto en papel couché con la literatura del medicamento y una buena dotación de muestras que él guarda inmediatamente en una gaveta de su escritorio.  Por su parte, la joven guarda su circunspección y se relaja en el sillón y comienza a juguetear con sus piernas al estilo Sharon Stone en Basic Instinct, mientras le pregunta al médico qué le parece el producto.  El doctor, que para ese momento siente que la frecuencia le ha subido a 83 y en su mente empieza a sonar aquella canción: “Azúcar y pimienta, clavitos de olor, se muere Micaela, que llamen al doctor”, sin embargo se aclara la garganta y le dice que le parece fabuloso y que la clave de todo está en probarlo.  La visitadora se relaja aún más y comienza a hablarle de música al galeno, quien entusiasmado, pero preocupado por los pacientes que esperan, le manifiesta su gran gusto y afición por la música y entonces la joven como un prestidigitador que saca un conejo de la chistera, de su maletín extrae una cajita y taraaaán, se la entrega al doctor quien presurosamente la abre y se da cuenta que es un Apple Ipod-nano, en su estuche original, obsequio de los laboratorios en cuestión.  El doctor emocionado le agradece a la muchacha, quien se levanta del sillón y le extiende la mano acompañada de una amplia sonrisa.  Cual si estuviera en una pasarela atraviesa la sala de espera, se despide rápidamente de la recepcionista que se prepara a ingresar a un paciente al consultorio y sale a la calle.

Este podría ser uno de los capítulos escondidos del drama que viven los nicaragüenses que desafortunadamente están en manos de los laboratorios farmacéuticos, quienes con la ayuda y complicidad de algunos galenos, le exprimen el bolsillo a un considerable segmento de la población.  Aquí los visitadores médicos, ahora en una gran proporción pertenecientes al sexo femenino, constituyen la influencia básica en el cuerpo médico para orientar sus hábitos de prescripción.  De esta forma los laboratorios se aseguran que sus ventas alcancen cifras estratosféricas.  Uno solo de estos laboratorios alcanza ventas en un año, cuyo valor es el doble del Producto Interno Bruto de Nicaragua.  Los laboratorios en total gastan la nada despreciable suma de 19,000 millones de dólares en promoción de sus productos, así pues se dan el lujo de repartir cerca de 9,000 millones de dólares en muestras médicas y sus visitadores médicos obsequian a los galenos con regalitos por un valor total de 65 millones de dólares anuales.  Mientras las grandes corporaciones, por ejemplo la industria automotriz, tienen márgenes de ganancia de un 5%, las industrias farmacéuticas arañan el 19%.  El salario anual real de los presidentes y ejecutivos de estas grandes corporaciones farmacéuticas tiene más ceros que un examen de admisión parala UNI, de tal forma que el salario del Presidente del Banco Central o del Grupo Pellas, frente a estos gigasalarios pareciera una limosna y no se trata de científicos connotados, sino de estrategas comerciales al servicio de los intereses de los accionistas.  Muchos dirán que todo esto lo resalto de pura envidia, pero no, el problema serio es que todo ese dinero sale del bolsillo de los consumidores, léase enfermos, de todo el mundo.

Horas más tarde, regresando al doctor de Micaela, una señora entra a consulta y lo primero que hace el galeno después de revisar someramente los resultados de los exámenes de laboratorio es tomarle la presión y mientras el baumanómetro registra las cifras sistólica y diastólica, arruga la cara, para demostrar que hay algo preocupante.  No le dice el resultado a la señora, sino que chasquea repetidamente con la lengua y le dice que tendrá que cambiarle el tratamiento para su hipertensión.  Toma un recetario y mirando de reojo la literatura que le entregó la visitadora, copia el nombre de la nueva medicina para la hipertensión, disimuladamente mira la posología recomendada, la plasma en la receta, advirtiéndole a la señora que la revisará de nuevo en un mes, para observar la acción del medicamento.  La señora le agradece al médico, sale del consultorio y se dirige al escritorio de la recepcionista en donde entera el equivalente a 40 dólares, haciéndolo en una mezcla de billetes de 500 y de 100 córdobas, en su mayoría arrugaditos, que revelan el gran esfuerzo de la señora para juntarlos.

Cuando la señora va a la farmacia para adquirir el nuevo medicamento, la dependiente le espeta el precio de un blister para 14 días y la señora siente que se le aflojan las piernas, se le pega un dolor de cabeza en la parte anteroposterior del cráneo y los oídos perciben un fiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, sostenido, como de olla express, todo ello indicativo que la presión arterial se le fue, como la deuda con Venezuela, a la estratosfera.  Treinta dólares para el tratamiento de dos semanas, es decir que en un mes, tan solo de esa medicina se le irían un poco más de sesenta dólares.  Si suma el tratamiento para la diabetes y otras más que le había endosado el médico como ipegüe, es probable que no podría costearlo.

En Nicaragua, cerca de 533,218 personas como precisaría acertadamente El Firuliche, padecen algún tipo de diabetes y más de 1.25 millones de personas, tienen algún desorden de la presión arterial.  Una gran parte de esta población fallecerá como consecuencia de estos padecimientos.  En este caso, la investigación de los laboratorios farmacéuticos nunca ha estada orientada a la cura de estas enfermedades, sino al desarrollo de medicamentos para controlarlas hasta cierto punto, es decir que tienen que tomarlos de por vida.  Todas esas empresas están enfrascadas en una carrera hacia descubrir nuevas moléculas, como les llaman, que superen en algo a las actuales, toda vez que en algún momento perderán la patente de exclusividad y el mercado estará abierto a la producción de genéricos, con un precio muy inferior al que actualmente manejan.  Por otra parte, un ingreso per cápita de 2,700 dólares anuales, es decir, 225 lolos mensuales, nos da un panorama de la capacidad real de los nicaragüenses para atender sus necesidades de salud.

Ante esta situación, los médicos deberían jugar un papel diferente ante sus pacientes, considerándolos como seres humanos que tienen una situación de salud y por otra parte tienen una capacidad financiera limitada.  Así pues, el médico debería estudiar a fondo la enfermedad del paciente y de acuerdo a sus posibilidades, presentarle una alternativa de tratamiento que sea costo efectiva, es decir que logre el mayor beneficio al menor precio y discutirla con él.  Hay casos en que un simple diurético podría controlar una hipertensión o una buena dieta bajar los niveles de glucosa en el organismo. Sin embargo, aquí intervienen algunas asociaciones de médicos, de seguro financiadas por estas corporaciones farmacéuticas, que se han dedicado a bajar los índices de normalidad en estas enfermedades, reduciendo por ejemplo de 116 a 100 el nivel de glucosa normal, con el fin de etiquetar al mayor número posible de ciudadanos como diabéticos y del mismo modo las cifras normales de presión arterial con el mismo fin.  Asimismo, los médicos deberían de abandonar esa actitud de rechazo hacia los medicamentos genéricos, ofreciendo a sus pacientes esta alternativa, sin pensar lo que dirán los laboratorios que fueron dueños de la patente.  Aún en el mito de que las medicinas que han sobrepasado su fecha de caducidad, deberían dejar de ser tratadas como veneno, pues se ha comprobado que ciertas medicinas ha mantenido su principio activo 15 años después de su fecha de caducidad.

Deben pensar los médicos que al etiquetar a un determinado paciente como hipertenso o como diabético, de entrada le produce un stress que provocará un círculo vicioso que irremediablemente redundará en una mayor propensión a las enfermedades, agregándole el stress producido por el costo de controlar esas dolencias.  Los médicos deben de dejar de ser agentes de esos laboratorios y recordar aquella parte del juramento hipocrático que dice: “En cualquier casa donde entre, no llevaré otro objetivo que el bien de los enfermos”.

Nos ha tocado vivir tiempos aciagos, en donde una catástrofe mundial nos amenaza a cada instante y penden sobre nuestras cabezas negras predicciones, profecías mayas y soplan vientos apocalípticos, que traen el eco del galopar de los cuatro jinetes y cada quien, de acuerdo a la concentración de THC en su organismo le dará el significado que quiera. Sin embargo, en medio de todos, un quinto jinete, en un hermoso caballo, así como los que tiene Ismael Reyes, en una montura con adornos de plata y alforjas Gucci, vestido de Armani, destaca entre los otros.  Se trata de la industria farmacéutica quien lanzando una sonora carcajada nos dice: “Es la economía, estúpido”.

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El curandero del Cerro de la Cruz

Durante la conquista de América, uno de los propósitos fundamentales planteados por la Corona, fue arrancar cualquier vestigio de la cultura indígena, en especial su religión y de esta forma, a sangre y a fuego, se sustituyó al panteón indígena por un dios invisible y único, pero que con su corte celestial alcanzaba para reemplazar toda la pléyade de deidades de nuestros antepasados.  Sobre las ruinas de los templos indígenas se levantaron los nuevos templos católicos y lo que no se logró terminar de arrancar durante la conquista, la Santa Inquisición se ocupó de hacerlo.

No obstante lo anterior, algunas manifestaciones propias de los indígenas no pudieron ser erradicadas por completo y se mantuvieron, un tanto encubiertas, dentro de la vida de los entonces cristianos conversos.  Uno de estos aspectos, estaba relacionado con la medicina.  Ante el casi imposible acceso de la población a los exiguos servicios de salud que podían ofrecer los conquistadores, se mantuvo la tradicional práctica médica de los nativos, caracterizada por el uso de una mezcla del herbolario con prácticas mágicas a través de chamanes o curanderos.

Esta práctica de curación se ha mantenido hasta nuestros días y es sorprendente la cantidad de personas de diferentes estratos sociales que recurren a la atención de parte de curanderos.

El episodio más célebre de los últimos tiempos relacionado con la actuación de un curandero ocurrió a inicios de la década de los setenta en el departamento de Jinotega, específicamente en el lugar conocido como Cerro de la Cruz o bien Peña de la Cruz, muy cerca de Jinotega, la ciudad de las brumas.  Fue una verdadera paradoja que el hecho ocurriera en este lugar, en donde se dice que en el año 1705 el fraile franciscano español, Antonio Margil de Jesús, mandó a instalar una cruz en la cima de ese cerro, con el fin de alejar a los espíritus de los ancestros que según los lugareños, habitaban en ese lugar.  Además, predijo que con la instalación de la santa cruz, el cerro iba a empezar a crecer hasta llegar hasta el cielo.

En las cercanías de ese cerro, alrededor de 1970 cobró fama el curandero llamado Bernardo Gadea Chavarría, mejor conocido como Nando, quien con el tiempo se convertiría en una verdadera leyenda.  Cuentan que en su juventud, Bernardo llevó una vida licenciosa, al igual que todos sus coterráneos, sin embargo, ya en su madurez a finales de los años sesenta, al ser afectado por una dolencia en la piel, se dedicó a rescatar las propiedades del herbolario tradicional de la región, habiéndose retirado como un asceta y convirtiéndose con el tiempo en un curandero muy acertado.

Poco a poco la fama de Nando se fue difundiendo por todo el territorio nacional y el Cerro de la Cruz se convirtió en un verdadero santuario de peregrinación en donde gentes de todos los lugares, incluyendo El Salvador y Costa Rica, acudían a ese lugar en busca de alivio a sus dolencias.  Los pacientes, que en este caso le hacían honor a su nombre, tenían que subir una empinada cuesta hasta el cerro y hacer filas que con el tiempo se hacían kilométricas, con el fin de obtener la cura de parte de Nando, que de acuerdo a cada padecimiento buscaba algunas hierbas o cáscaras y se las daba al enfermo, quien recibía además escupitajos y una larga jerigonza de parte del curandero y que según muchos llevaba milagrosamente al alivio de sus males.

Nando no cobraba ningún emolumento por sus servicios, sin embargo, los pacientes agradecidos le dejaban una ofrenda en metálico de acuerdo a sus posibilidades.  El curandero no le prestaba atención a lo anterior y se concentraba únicamente en el padecimiento de cada paciente, mientras lo envolvía de una nube de humo que salía de sus pulmones, producto de un puro chilcagre que manejaba con singular maestría y que hubiera sido la envidia de Clint Eastwood.

En las largas filas de pacientes podía observarse desde gente humilde de los alrededores, hasta encopetadas damas del centro y según se cuenta, en una ocasión aterrizó ahí un helicóptero que llevaba a la esposa de un alto tiliche del gobierno, según algunos de un militar, que le compró el turno al primero de la fila en una buena suma de dinero y pasó a consulta con Nando.

Por mucho tiempo, Nando fue el centro de atención para todos aquellos que hablaban del tema de salud, enfermedades y curas.   Fue en septiembre de 1998 a la edad de 102 años, que Bernardo Gadea Chavarría dejó este mundo.  Aparentemente su hijo Porfirio Gadea Castro, aprendió de su padre, la ciencia de la herbolaria y actualmente continua con la misión de su padre, atendiendo a todos aquellos que se desplazan hasta Jinotega en busca de un alivio a sus padecimientos, con la diferencia que Don Porfirio atiende en el cementerio local, pues aunque todavía habita en las inmediaciones del Cerro de la Cruz, se desplaza en un caballo hasta su improvisado consultorio.

De la misma manera, a finales de la década de los setenta, otro caso relacionado con esta práctica fue muy comentado, aunque esta vez con mucho sigilo por las implicaciones que tuvo.  Cuentan que allá por 1977, cuando el furor por Nando había menguado, que de pronto se puso de moda un curandero que atendía en la ciudad de Diriamba.  Aparentemente se trataba de un ciudadano de origen desconocido que se estableció en esa ciudad y empezó a publicitar un tanto a sotto voce, sus capacidades curativas.  Lo extraño en este caso, es que la clientela del curandero era exclusivamente femenina.  Mantenía el sujeto en cuestión una discreción absoluta, sin embargo, en pueblo chico, infierno grande, de alguna manera se empezó a manejar que el tratamiento del curandero, iniciaba con un ritual en donde las féminas, algunas de ellas señoras encopetadas, se desnudaban y el sujeto les pasaba un sapo por todo el cuerpo.   Otra cosa que se llegó a manejar fue que el curandero en cuestión llevaba una bitácora secreta en donde consignaba todas sus actuaciones del día.   Aparentemente, una de las pacientes era la esposa de un alto funcionario del gobierno, ligado al ejército, quien a través de sus servicios de inteligencia descubrió el tratamiento del que era objeto su esposa y cuentan que una noche, un jeep llegó al domicilio de curandero de donde descendieron  varios hombres que lo sacaron a la fuerza y se lo llevaron en el vehículo y nunca nadie volvió a saber de él ni de su bitácora.  Como en ese tiempo no existía el CSI (ahora tampoco) el caso nunca se resolvió y quedó dentro de los misterios sin resolver.

En estos dorados tiempos en que el internet se ha convertido en una panacea para quienes padecen de cualquier dolencia y mediante una exploración en Google, logran encontrar un diagnóstico y tratamiento, que acertado o no, les ayuda por lo menos en la parte psicosomática, si no es que les sale la venada careta al automedicarse.  A pesar de lo anterior, todavía en muchos lugares, dentro de la más grande clandestinidad, se encuentran los famosos curanderos, que tienen una clientela cautiva, que guardan la fe de los antepasados y encuentran en ellos la única salida a sus padecimientos.

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Los cofaleados hijos de Eva

Las postrimerías del siglo XIX trajeron una verdadera revolución en el ramo farmacéutico.  Con la aparición de nuevos laboratorios con un enfoque industrial, empezó a menguar la medicina tradicional basada en complejos preparados que requerían de un alquimista que combinara en las proporciones adecuadas las sustancias medicinales.  De esta manera, aparecieron en el mercado mundial nuevos productos ya preparados como el caso de la aspirina que surgió como una panacea para el dolor, la fiebre y la inflamación.  Así mismo, el mundo vio el surgimiento de reconstituyentes como la Emulsión de Scott, tónicos como al inicio fue la Coca Cola, así como una amplia gama de productos diversos que se vendían ya preparados y envasados industrialmente para el consumo masivo.

En la última década del siglo XIX aparecieron en el mercado, casi de manera simultánea dos productos dirigidos a aliviar las molestias del resfriado bajo la presentación de ungüentos.  Uno de ellos fue el Mentholatum fabricado por la empresa del mismo nombre fundada por Albert Alexander Hyde en Wichita, Kansas, EE.UU., quien había ensayado la manufactura de productos como jabones y cremas para afeitar y luego se aventuró con un jarabe para la tos.  El Mentholatum se basa en las propiedades del mentol, el alcanfor, acompañados por el petrolato, combinación de donde se deriva su nombre. Pocos años más tarde, Lunsford Richardson fundó en Greensboro, North Carolina, EE.UU., la empresa Vick Family Remedies Company, habiendo escogido el nombre Vick de su cuñado.  Estos laboratorios fabricaban un medicamento compuesto por eucalipto, trementina, alcanfor, nuez moscada, mentol y vaselina llamado Vicks Vaporub.

A inicios del siglo XX se dio en Nicaragua una considerable expansión en el comercio de productos farmacéuticos industrializados, que en aquellos tiempos se llamaban “de patente” para diferenciarlos de los medicamentos recetados por los médicos y preparados por los “farmacéuticos”.  Fue un tanto difícil la aceptación de parte de la población el ingerir con confianza alguna tableta fabricada en Alemania o Estados Unidos, mediante el nuevo ejercicio de hacerla pasar con un trago de agua.  Un poco menos difícil fue la aceptación de los tónicos o jarabes a los que había que apartar el mal sabor que tenían, como es el caso de la Emulsión de Scott y fue más fácil la adopción del uso de pomadas y ungüentos, tal vez debido al uso extendido de las aplicaciones tópicas de los exponentes del herbolario indígena.

Así pues, se hizo de rigor la aplicación de estos ungüentos en los casos de molestias respiratorias por el resfriado en un inicio y extendiéndose luego a un sinfín de usos, incluyendo la aplicación en los ojos para fingir lágrimas de cocodrilo.  Había la facilidad de que estos medicamentos se vendían además de los frascos de 50 gramos, en unas latitas pequeñas con unos 12 gramos, a precios que estaban al alcance de todo el mundo.  Con el tiempo, se hizo indispensable la existencia de una buena dotación de estos productos en el botiquín de cada hogar.  Se conocían estos productos como Mentolato y Vaporub o bien Pupurrú, para quienes no dominaban el inglés.

Poco tiempo después, en Oklahoma, EE.UU., el Dr. Samuel Gotcher desarrolló la fórmula de un ungüento específico para el alivio de la neumonía, preparado a base de guayacol, creosota de la Haya y salicilato de metilo, el cual patentó con el nombre de Numotizine, que después fue extendido su uso para bronquitis, resfriados y demás padecimientos, utilizándose a manera de cataplasma.  El Numotizine también encontró una gran aceptación entre los nicaragüenses quienes lo utilizaban para padecimientos mayores y era de rigor para el tratamiento de la “topa” (parotiditis) acompañado de las hojas de higuera y collares de carrizo.  Lo que distinguía a este medicamento era su particular color, que se asemeja al rosado chicha mezclado con lila y el característico olor que le daba la creosota.

En los años sesenta, entraron al mercado centromericano dos productos que competirían con los clásicos ungüentos:  el Cofal, fabricado por el laboratorio Cofala, S.A. de Costa Rica y el Zepol, fabricado por los laboratorios del mismo nombre, también de Costa Rica.  Ya para ese tiempo, por lo accesible de sus precios y el poder adquisitivo de la población, se utilizaba más el frasco de 50 gramos.  Entre ambos productos, lograron quitarle una gran parte del mercado al Mentolato y al Vick Vaporub.

En la década de los ochenta, cuando escasearon los vasos y demás recipientes de vidrio, supuestamente para envasar los ríos de leche y miel, se empezó a utilizar los envases de Zepol para el expendio del guaro, por lo que se empezó a llamar Zepolazo al trago de guaro y en muchos lugares todavía se utiliza este vocablo aunque ya el envase no provenga de ese ungüento.  Así mismo, a los guardas de seguridad conocidos como C.P.F (ce-pe-efe), por ser las siglas de Cuerpo de Protección Física, se les ha llamado Zepol, remoquete que no les entusiasma mucho.

El Cofal por su parte, vino a dar su nombre a un verbo que ahora se ha extendido y forma pare del léxico nicaragüense: Cofalear.  No hay que confundir con el uso que le dan los ticos a este verbo y que es sinónimo de golpear.  Resulta que después de muchos años del uso extendido del Mentolato y el Vaporub, se hizo costumbre de muchas personas de cubrirse el cuerpo del ungüento, cada noche antes de ir a dormir.  Esta costumbre está tan arraigada en algunas personas que se les hace imposible conciliar el sueño si no están embadurnados del producto.  Con la entrada al mercado del Cofal, empezó a utilizarse cofalear o cofalearse, al acto de embadurnarse de Cofal u otro producto similar.  Aunque se atribuye esta práctica a las personas de la tercera edad, en la realidad personas de todas las edades incurren en la misma.  Es muy común escuchar a alguien decir que no puede salir de su casa pues ya está cofaleado.

En las últimas décadas las cremas y ungüentos han sido desplazados por el gel y la aparición de nuevas fórmulas de analgésicos y antinflamatorios, han venido a reducir significativamente el uso de los ungüentos clásicos del pasado, pues además de que el gel desaparece después de su aplicación, a diferencia de la sensación grasosa que dejaban aquellos, el olor de los nuevos productos es más tolerable.  De esta forma, los gel de diclofenaco o incluso mentolados son preferidos ante los mentolatos.

En estos días cuando tiende a olvidarse la cortesía de anunciar anticipadamente una visita, si al llegar a una casa después del ocaso y al momento en que se dispone a tocar la puerta siente un fuerte aroma que se cuela del interior del inmueble, que da la sensación de estar en medio de un equipo de beisbol, lo más prudente es abstenerse de tocar, pues la persona a quien buscamos o su compañía está debidamente cofaleada, con los ojos llorosos y pronta a ponerse en los brazos de Morfeo.

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Aquel indiscreto olor

No me canso de insistir que el nicaragüense puede tener muchos defectos, pero no puede decirse nada en contra de su pulcritud.  A veces hasta exagera en su higiene personal, aunque las excepciones vienen a confirmar esta regla.  Cuando abordé este tema en mi post Ese vicio de bañarse a diario, me centré exclusivamente en el uso de agua y jabón, sin embargo, considero que hay un elemento extra en la higiene personal que no puede pasarse por alto y es el control de los olores que emanan de su cuerpo, en particular de sus axilas.

En un clima como el de Nicaragua, las glándulas sudoríparas, en especial las epocrinas, generan copioso sudor que con la acción de las bacterias provocan malos olores que llegan a ser desagradables en extremo.  Aunque dicen que en gustos se rompen sacos, pues Napoleón cuando iba a llegar a su casa, avisaba con antelación para que su esposa no se bañara por lo menos desde tres días antes de su llegada, para así disfrutar de sus efluvios.

En general, provoca consternación la presencia de alguien que ha descuidado su higiene personal y más aún su ingreso en algún local cerrado, seguido del característico olor de las bacterias haciendo de las suyas en las axilas.  Lo primero que genera es un auto cuestionamiento entre los presentes quienes se preguntarán como Pedro:  -¿Seré yo, Maestro?, sin embargo, muy pronto se detecta al culpable y la subsiguiente reacción es apretar los brazos para proteger el área de las axilas, pues existe la firme creencia de que ese olor se contagia, como si fuera la bacteria del cólera.  Luego invade a la concurrencia un sentimiento de vergüenza ajena que los limita a la proliferación de indirectas, a veces un tanto directas.  -Qué hombre más fuerte, dirá alguien, -de los sobacos, agregará al instante.  -Clase de saíno, dirá otro, en una clara alusión al pequeño mamífero paquidermo (pecari tajacu) que tiene una glándula en el lomo que despide un fétido olor.  -Consíganle un mecate, susurrará otro, -para amarrar al chancho, y qué pues, rematará.  En desuso están las exclamaciones: -Al bate Trucutrú, o Popy, popy, popy, tomados ambos de comerciales de los sesenta. Eso sí, muy difícilmente alguien se atreverá a espetarle en la cara su situación.

Es por eso que el desodorante constituye un artículo de primera necesidad y elemento indispensable en la higiene diaria del nicaragüense.  Es muy difícil tratar de precisar cuándo inició el uso de sustancias desodorantes en Nicaragua, pues hay que considerar que uno de los elementos que permiten la proliferación del mal olor de las axilas es el pelo que cubre esa área y por otra parte, nuestros antepasados indígenas eran lampiños por naturaleza, por lo tanto el problema relacionado con el sudor de las axilas era menor que en el caso de los europeos.  De cualquier forma, en la época del mestizaje se observa la utilización de agentes naturales para evitar el mal olor de dicha sudoración, al igual que lo hicieron los egipcios miles de años antes.  Uno de estos agentes fue el llamado alumbre, piedra alumbre o alunita, que es una sal mineral (sulfato doble de aluminio y potasio) encontrada en la naturaleza que regula la sudoración y elimina las bacterias, teniendo además cualidades cicatrizantes y astringentes.  Esta última cualidad le dio una gran utilización en partes por demás inverosímiles.  También fue muy utilizado el limón, así como la hierbabuena, otros combinaban el limón con bicarbonato de soda y otros le atribuían a la leche de magnesia propiedades efectivas en contra del mal olor del sudor.

El desodorante como tal, apareció en Nicaragua a mediados de la década de los treinta y su nombre comercial era Mum.  Se vendía únicamente en farmacias y al inicio se consideraba como un artículo suntuario.  Mum es un vocablo que en inglés significa silencio y se utiliza como una orden para callar o no decir algo, término muy apropiado considerando que el tema de los olores corporales era considerado tabú.  Este desodorante cuya primera presentación era en crema y se aplicaba con la yema de los dedos, había sido inventado en Philadelphia a finales del siglo XIX; en 1931 la empresa Bristol-Myers adquirió la patente y parece ser que borró todos los vestigios respecto a su inventor original, que al final quedó en el olvido.  El desodorante contenía como ingrediente activo el zinc.  Ante el éxito logrado por el desodorante Mum, pronto encontró competencia y fue la marca Odorono quien libró una feroz batalla para arrancarle el mercado a Mum, presentándose como antiperspirante.  La publicidad fue clave para el dominio del mercado, aunque en aquella época la discreción era requerida en todos los comerciales y cualquier atrevimiento era causa suficiente para la censura.

A finales de los años cuarenta, llegó a Nicaragua el desodorante Mennen para hombres, que como gran adelanto se ofrecía en spray.  Cabe la aclaración que no era en aerosol, sino que un envase de hule, con un pequeño orificio en la tapa, rociaba en minúsculas gotas el desodorante mediante presión en el frasco.

El siguiente invento que conocimos a comienzo de los sesenta, cuando ya presumíamos de adolescentes y por lo tanto requeríamos el uso de desodorante, fue la barra.  La primera marca que llegó fue Lander y el producto venía en unos frascos de vidrio con tapa de rosca metálica que traían adentro un tubo plástico en donde estaba el desodorante en barra cilíndrica, la cual era empujada hacia arriba con un tapón en el fondo del cilindro.  El mayor ingrediente parecía ser el alcohol y si se echaba uno más de dos pasadas, le irritaba las axilas de tal forma que pasaba todo el día como Charles Atlas.  Luego en este mismo formato llegó el de la marca Breck, un poco menos irritante y también otro de la marca Palm Beach, que la gente pronunciaba Pal Bich y que dio origen a la anécdota de alguien que llegó a una farmacia y preguntó que si había desodorante Pal Bich y la dependienta le respondió que sólo para los sobacos.

El siguiente gran invento en materia de desodorante fue el roll-on.  A Nicaragua llegó a finales de los años sesenta, aunque en los Estados Unidos había sido desarrollado por un investigador de Mum a finales de los años cuarenta, basándose en el principio del lapicero o bolígrafo.  Este lapicero llegó a Nicaragua a inicios de los cincuenta y asombró a todo el mundo por su mecanismo basado en una pequeña esfera en donde antes estaba una plumilla y tenía el nombre de Pluma Atómica.  El desodorante en roll-on llegó a revolucionar la industria del desodorante y hasta la fecha es una de las presentaciones más socorridas.  Aquí se vale mantener el nombre en inglés de roll-on y no hay que tratar de traducirlo, pues si se pide desodorante de bola, se lo pueden vacilar.  Mum sacó este desodorante bajo el nombre de Ban y tuvo un enorme éxito a nivel mundial.  Para esa época se ofreció también el desodorante en aerosol, con ventas menores debido a su precio más alto y con grandes críticas pues uno de sus componentes afectaba la capa de ozono.

En la actualidad la oferta de desodorantes está en manos de los grandes consorcios internacionales que poco a poco fueron devorando a las empresas tradicionales de productos de belleza.  La Colgate Palmolive quien compró a Mennen, ofrece la línea de Speed Stick y Lady Speed Stick; Procter and Gamble que engulló a Bristol-Myers, Shultton y Gillette ofrece Mum (en algunos países), Old Spice y Gillette;  Unilever que adquirió a Rexona ofrece Axe, Rexona y Dove.

Ante una demanda en franca expansión, estas marcas se disputan la mayor proporción del mercado a través de agresivas y originales campaña publicitarias, como es el caso de Axe, que pregona que no hay mujer que se resista ante el hombre que lo usa o el de las aventuras de Bárbara Blade, heroína de los anuncios de Lady Speed Stick que puede rasurarse las axilas con un puñal al estilo Gary Cooper, pero que no suda por ahí gracias a la poderosa y delicada acción de ese desodorante.  No obstante, hay un creciente movimiento en contra de los desodorantes comerciales, por una parte por los naturistas que abogan por regresar al uso de elementos naturales como el alumbre y otros más radicales que simplemente han eliminado el uso de cualquier tipo de desodorante, como es el reciente caso de la actriz Julia Roberts, que a favor del medio ambiente ha dejado de usarlo.

Lo cierto es que nuestro clima no permite hacer a un lado el uso del desodorante, además que en nuestra cultura el indiscreto olor de las axilas motiva al rechazo.  Un claro ejemplo de lo anterior lo constituyó la animadversión que obtuvieron los miles de cooperantes, brigadistas y voluntarios llamados internacionalistas que al venir de países de clima frío y no acostumbrados a utilizar desodorante y a veces ni al baño diario, provocaban afectación a las narices nacionales mayor que los beneficios de su voluntariado.

Así que apreciables lectores, sin caer en los cantos de sirena de los comerciales de desodorante, adquieran la marca y presentación que mejor se adapte a sus bolsillos y le ofrezca una protección efectiva de al menos 12 horas.  Así podrá levantar sus brazos con toda confianza, para saludar, reclamar, bailar, sin temor a causar una conmoción entre sus semejantes.

 

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A mí no me dieron Emulsión de Scott

No cabe duda que el Facebook se está convirtiendo en una caja de Pandora.  Nadie sabe a ciencia cierta todo lo que encierra y cada día descubrimos cosas que lo dejan a uno patitieso.  Dentro de tantas cosas estrambóticas, se encuentra una infinidad de páginas con los temas y títulos más sorprendentes sobre cosas que le gusta a la gente, o que odian, o que le provocan ser fan o aquellas creadas por empresas que han estudiado la manera de aprovechar la red social para incrementar sus ventas y para ello recurren a las más atrevidas estrategias.

Hace poco descubrí que existe en Facebook una página llamada “A mí también me dieron Emulsión de Scott”, en donde una considerable cantidad de personas expresan desde el simple “A fulano le gusta esto” (que de repente suena a albur) a las más diversas experiencias con el famoso producto.

En mi caso, la Emulsión de Scott inmediatamente trae a mi memoria el recuerdo de mi abuelo Emilio, pues era un producto de trascendental relevancia en su farmacia, que contaba con una demanda considerable en el pueblo, así como la relación tan cercana de mi abuelo con sus distribuidores quienes le patrocinaba el sello de la Botica La Capitalina, que a un lado lucía el clásico logotipo del producto con el legendario pescador con un enorme bacalao a tuto.

Por varios siglos el aceite de hígado de bacalao se consumió en Islandia y los países escandinavos extendiéndose luego su uso al resto de Europa y a los Estados Unidos, como un coadyuvante para prevenir enfermedades tan diversas como la tuberculosis, raquitismo, neumonía, difteria, etc.  A finales del siglo XIX Alfred Scott y Samuel Bowne se asociaron para formar una empresa farmacéutica que entre otras cosas comercializaba desde Nueva York un nuevo producto a base de aceite de hígado de bacalao llamado Emulsión de Scott, cuya fórmula original incluía además del mencionado aceite, los hipofosfitos de lima y soda.  La casa comercial Scott & Bowne aprovechó que en esa época no existían normas de regulación para la propaganda relativa a los productos farmacéuticos, para lanzar campañas publicitarias en donde exageraban los beneficios del producto, llegando a utilizar fotos de niños robustos y rosados y lemas que proclamaban que la Emulsión de Scott generaba vitalidad, carnes, fuerza y garantizaba la salud para personas de todas las edades.  Muy pronto se hizo popular el logotipo clásico de la Emulsión de Scott en donde un hombre con un gorro de pescador cargaba a cuestas a un enorme bacalao. La fama de las propiedades del producto se extendió en todos los Estados Unidos y de ahí a toda Latinoamérica, en donde la ausencia de medicamentos específicos para todas las enfermedades que aquejaban a la población, contribuyó a que la Emulsión de Scott fuera un elemento básico en todos los hogares para prevenir y curar un sinfín de padecimientos.

En Latinoamérica existen muchas anécdotas interesantes alrededor de este tradicional producto por ejemplo dicen que cuando le preguntaron a la madre de Gabriel García Márquez a qué creía se debía el ingenio literario de su hijo, Doña Luisa respondió que a la Emulsión de Scott.  En 1929 el gran compositor, dramaturgo y cineasta argentino Enrique Santos Discépolo, compuso un tango llamado Victoria, que desde luego cantó el Zorzal Criollo, Carlos Gardel y que apartándose de lo trágico se lanza por el lado cómico, narrado la historia de un hombre que abandonado por su mujer, se alegra y canta “victoria” porque sentía la carga del matrimonio como la del bacalao de la Emulsión de Scott, haciendo alusión al logotipo de este producto, expresando en una de sus estrofas:  …Gracias a Dios, que me salvé de andar toda la vida atao, llevando el bacalao de la Emulsión de Scott… Fue por ese tango, tal vez, que en Nicaragua como en muchos países, era muy común referirse a una persona que lleva una carga descomunal sobre sus hombros, que ya estaba como el de la Emulsión de Scott.

En 1951 llegamos a la casa del abuelo Emilio, mi madre, mi padre recién graduado de médico y yo de año y medio, era por lo tanto candidato ideal para ser un consumidor más de la Emulsión de Scott, sin embargo en esos momentos ya estaban saliendo al mercado los suplementos vitamínicos, como el Dayamin de los laboratorios Abbot, así que mi padre echó por el suelo las aspiraciones de los abuelos de que yo consumiera una caja o dos de botellas de Emulsión de Scott, al recetarme el moderno multivitamínico.  De la misma forma me salvó de la sana costumbre de ese entonces de purgar con aceite de ricino a Raymundo y todo el mundo dos veces al año, cuando entraba y cuando salía el invierno, pues según las investigaciones más recientes, los purgantes lo único que hacían era irritar el sistema digestivo.

Así pues conocí a la Emulsión de Scott solamente de vista y de olfato, pues en mis cotidianos recorridos por la farmacia de mi abuelo realizaba mis propias investigaciones y una de ellas era olfatear algunos productos que a priori sabía que eran “patada” como el álcali, la creosota y la Emulsión de Scott.  Este último además de venderse en su envase original de vidrio, ovalado y en su reluciente caja con su logotipo, se expendía al menudeo, así que había una botella abierta para ese efecto y de vez en cuando hacía el “golpe” con aquella mezcla de pescado con podredumbre, con la tranquilidad de que no sería obligado a ingerirla.

Para esos tiempos, la Emulsión de Scott todavía seguía siendo uno de los productos más demandados en la farmacia del abuelo y ni siquiera los famosos laboratorios Lamman & Kemp, lograron quitarle la supremacía, cuando estos últimos sacaron una versión propia del aceite de hígado de bacalao.

Con el tiempo, las teorías sobre las vitaminas y sus beneficios sobre la salud han variado y de pronto, las bondades de la Emulsión de Scott volvieron a resaltarse, en especial cuando en los años setenta el médico danés Jorn Dyerburg relacionó las dietas basadas en pescados grasos de agua fría como el bacalao, con una baja incidencia en enfermedades coronarias, alentando investigaciones posteriores sobre todos los beneficios de los ácidos grasos Omega 3.   Así que ni cortos ni perezosos los laboratorios Glaxo-Smith-Kleine, propietarios actuales de la patente de la Emulsión de Scott, volvieron a la ofensiva enarbolando las bondades de su producto en especial lo relativo a los efectos de los ácidos grasos Omega 3, aunque ahora entre la fórmula que presentan en el mismo está: Retinol (Palmitato de Vitamina A), Colecalciferol (Vitamina D3), Calcio y Fósforo, además de fabricarlo con sabores de cereza, naranja, además del sabor natural, seguramente para utilizarse como castigo.

Así pues, este producto ha sabido sortear el tiempo de manera sorprendente, pues lleva más de un siglo en el mercado y es increíble la cantidad de niños y adultos que todavía lo consumen.  Pero es más interesante saber que es mucho mayor la cantidad de personas que voluntariamente se convierten en émulos de aquel famoso hombre con el bacalao a cuestas.

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