Marcel Proust además de ser un consagrado escritor, incursionó por los abruptos terrenos de la psicología, cuando en su magnífica obra “En busca del tiempo perdido”, en la parte “Por el camino de Swann”, expone magistralmente la asociación entre lo sensorial y la capacidad de recordar, creando lo que se conoce como el efecto de la “magdalena de Proust”. Aquí cabe aclarar que “magdalena” no es una mujer, sino un bollo o bizcocho. En ese pasaje, este autor describe magistralmente su experiencia cuando toma un trozo de la magdalena empapada en té e inmediatamente se transporta a su niñez, a la casa de su tía, quien le ofrecía té con ese bizcocho, además de todos los detalles de aquel pueblo.
En mi caso particular, el sentido del gusto no tiene un gran efecto sobre los recuerdos, sin embargo hay una enorme correlación entre la música y muchos momentos específicos de cuando escuchaba determinadas melodías. Es un ejercicio que se me facilita al encontrar en el ciberespacio tantos temas que de otra manera sería imposible rescatar y de esta forma puedo viajar en el tiempo a voluntad.
No obstante, otro banco de sensaciones que tengo atesorado en mi memoria es el relativo a los aromas. Aquí es más difícil y a veces imposible conseguir los detonantes del caso y me limito a veces a tratar de reproducir en mi memoria aquellas especiales sensaciones.
Como he comentado en anteriores ocasiones, mi niñez transcurrió en el mágico mundo de la botica de mi abuelo. Ahí, a pesar de las constantes prohibiciones para acercarme a los productos que ahí se manejaban, siempre me acompañó la curiosidad y a su lado la cautela, pues nunca llegué a ingerir ninguna sustancia que atentara contra mi salud, salvo tal vez, el episodio del Maná de Palermo (ver artículo El maná que no cayó del cielo).
En la sección de cosméticos resaltaba en primer lugar la crema Hinds, que tenía un característico aroma de almendras que la hacían inconfundible. Hace relativamente poco, tuve la oportunidad de encontrar dicho producto y en realidad no ha sufrido cambios sustanciales en su aroma e inmediatamente me transportó unos sesenta años atrás. En aquel tiempo el perfume más socorrido de los que estaban al alcance de las damas del pueblo, era Heno del Campo, que fabricaba la casa Dralle y que aparentemente era una imitación de un producto llamado Heno de Pravia de la perfumería Gal. Tenía un color beige y en un paisaje de la campiña resaltaba un pájaro color rojo con la cabeza negra. Tenía un aroma dulce y penetrante y en los grandes acontecimientos del pueblo parecía impregnar todo el ambiente. No lo he vuelto a ver, pero en mi mente logro capturar la sensación de aquel particular perfume. En ese mismo mostrador, se encontraba el Talco Mavis, que venía en una lata roja, con un óvalo blanco en el centro con la marca de dicho producto. Tenía un aroma inconfundible y todavía lo recuerdo con muchas señoras de aquellos tiempos y de algunos compañeros recién bañados que subían al autobús escolar.
El Agua de Florida era asunto aparte, tenía un aroma atractivo, sin embargo, estaba ligado a situaciones dramáticas, pues era de rigor aplicarlo con un paño en la frente a las personas, por lo general féminas, que se “atacaban”, es decir sufrían un soponcio o patatús, ante algún suceso de extrema gravedad. Este aroma está íntimamente relacionado en mi mente con la vela de algún difunto, en donde se mezclaba con el penetrante olor del barniz o “maque” que se aplicaba a última hora al ataúd, así como con el llanto que se derramaba en profusión.
La brillantina Glostora, líquida o sólida tenían un perfume característico que la distinguía de la brillantina vendida a granel y que preparaba mi abuelo con vaselina simple, aromatizante y algún colorante para darle un toque amarillento.
La mayoría de las pastillas eran inodoras, salvo tal vez unas llamadas Serafón, recomendadas para afecciones pulmonares severas y que tenían un penetrante olor debido a la mezcla de guayacol, yodoformo y eucalipto. Por su parte, las pastillas Valda, que contenían eucalipto y mentol, tenían un olor hasta cierto punto atractivo y su color verde invitaba a correr el riesgo de comerse una o varias, pues su sabor era refrescante. Por ese mismo camino estaban las pastillas Penetro y Vick, estas últimas con diferentes sabores y aromas, como las de limón y las de cereza.
En la sección de jarabes y demás fluidos, estaba una botella que tenía una prohibición especial, me imagino por lo tóxico y que llevaba una etiqueta que decía Alcalí. Tenía un olor tan fuerte, que la curiosidad apenas daba para abrir un segundo el tapón y darse un ligero llegue de aquel penetrante aroma. Me imagino que era el mismo amoniaco. El jarabe de Tolú y el aceite Eléctrico no tenían un aroma tan fuerte, al igual que el laxol o aceite de ricino y de la misma forma el aceite fino, que me imagino que era de oliva pero a granel. Un frasco que siempre atraía era el del extracto de vainilla, preparado por mi abuelo y que a través de medios químicos lograba su similitud con el original obtenido directamente de las vainas de las orquídeas del mismo nombre. También estaba el espíritu de frambuesa, que no llevaba nada de la fruta en cuestión, pero tenía un aroma dulcete que daba sabor y aroma a muchos refrescos, entre ellos la chicha de maíz. Mi abuelo decía que había otro espíritu, el de contradicción, manejado magistralmente por la tía Mélida, su cuñada, amante de llevar la contraria a todo.
En tiempos en que no había salido el Pine Sol y otros compuestos similares, la creolina se utilizaba como desinfectante para pisos y para excusados (pon pones). Su aroma, derivado de la creosota que contenía, le pegaba a uno hasta el hipotálamo y rápidamente cubría cualquier otro aroma al aplicarse a cualquier superficie. Algunos desalmados bañaban a sus perros con este producto.
El caso de los alcoholes era algo aparte. Llegué a diferenciar mediante el olfato (hasta ahí no más) el alcohol industrial o metílico del alcohol puro o etílico, es decir, guarón. Este último tenía un aroma inconfundiblemente atractivo y era el mismo que se sentía cuando uno pasaba por el depósito de doña Cheya Jara o en la Renta de Jinotepe.
En el extremo oriente de la botica había un mueble de madera con gavetas que guardaba la sección de especias y similares que se vendían a granel, empacados en papel de envolver. Ahí se podía sentir el aroma picante de la pimienta negra o dulcete de la pimienta de Castilla, o bien, el atractivo aroma de la canela, en raja o en polvo. También se sentía el aroma del tomillo, el eneldo, el romero o la manzanilla. Otros sin embargo, eran inodoros como el bórax, el albayalde u óxido de zinc, el ruibarbo. La goma arábiga, que venía en un especie de piedras, tenía un olor salobre. La Tizana La India, venía en una bolsa celeste que no tenía aroma alguno, sin embargo, cuando con agua hirviendo se hacía la infusión, despedía un aroma relajante y que invitaba a tomarla, a sudar la calentura y dormir como un bebé.
También tengo muy grabado el alcanfor, que era una especie de tableta cuadrada de color blanquecino y con un aroma muy penetrante, acre y que generalmente se combinaba con alcohol y era un remedio eficaz para picaduras de insectos, en especial de aradores en la temporada de corte de café. Lo mismo ocurría con las bolas de naftalina, cuyo aroma era una patada de mula y que se usaba para ahuyentar las polillas de la ropa.
Entre los ungüentos, destacaba por su olor la Numotizine, que era una cataplasma utilizada para dolores musculares y en donde la mezcla del guayacol con el salicilato de metilo y quién sabe qué más, le daban un olor característico y a mi gusto, desagradable, además de un color medio solidario. Por su parte el Mentolato, el Vaporub y el Bengay, tenían un aroma un tanto más pasable. En un envase elegante, incluyendo una caja externa, se vendía el Linimento Sloan, en donde aparecía un retrato de un tipo con un bigote extravagante, que parecía pariente de Rigoberto Cabezas. En un inicio era un analgésico muscular para caballos y luego lo comercializaron para uso humano y que en un slogan publicitario un tanto desafortunado para mi gusto, decía: “Mata todo dolor en hombres y bestias”. Tenía un olor que ofrecía una patada de bestia, pues entre sus principios activos estaban entre otros una esencia de chile, alcanfor, amoniaco, trementina y esencia de pino.
Por el rumbo de la gaveta del dinero estaba un frasco de cristal, cilíndrico y de tamaño inusual, llamado Picrato de Butesín, de los laboratorios Abbott, que tenía un color amarillo intenso y que invitaba a olerlo, pero que tenía un aroma un tanto acre. No obstante, era lo mejor para todo tipo de quemaduras.
Un aroma difícil de olvidar es el del jarabe Dayamin, que fue de los primeros multivitamínicos pediátricos y que debido a mi esbeltez, considerada en aquellos tiempos como indicador de mala salud, me atipujaron a diestra y siniestra. Tenía un aroma dulzón con un toque a naranjas y su sabor no era repulsivo. Afortunadamente, este multivitamínico había sustituido a la Emulsión de Scott, que tenía un olor a pescados podridos y un sabor me imagino por ese tenor.
Un producto que siempre me llamaba la atención era el Extracto de Malta con Hemoglobina. Lo malo era que estaba ubicado en la parte más alta del estante y venía en un frasco ancho y con una etiqueta blanca con letras del mismo color del frasco. Además de su estratégica ubicación estaba el hecho de que la tapa parecía haber sido cerrada con producto de gallina, por lo tanto no era factible una incursión. Sin embargo, en cierta ocasión se la prescribieron a mi hermano para hacerlo más resistente a un asma recurrente. Ahí fue donde pude observarlo y en realidad tenía un aroma entre avainillado y achocolatado, su consistencia era melcohosa, así que corrí el riesgo y lo probé y su sabor era mejor aún, parecía una cajeta de coco negra.
En los años cincuenta llegó como la panacea para la diarrea el Kaopectate, preparado a base de caolín y pectina. Se ofrecía en frascos y también a granel. Su aroma es difícil de describir, pues llegaba a un punto en la profundidad del olfato, sin ser desagradable. Hace poco me encontré este producto, pero nada que ver. Por alguna razón desconocida desterraron al caolín y a la pectina y los sustituyeron por una nueva fórmula.
Así pues, mi infancia transcurrió en aquel fascinante mundo, en donde la experimentación era el pan de cada día. Para muchos, habré corrido con una enorme suerte, al no haberme intoxicado con alguna sustancia o en el más leve de los casos ponerme motorolo con alguna aspiración. Algunos que mantienen incólume la fe, como una vela encendida en medio del huracán Irma, dirán que mi ángel de la guarda era Seal o Spetsnaz. Lo cierto es que todavía la llevo rolando y en algunas ocasiones, me distraigo recreando en mi mente aquellos aromas de los tiempos perdidos.