El azote de los marines

En los años veinte del siglo pasado, Managua todavía era un pueblón. Tendría a lo máximo 33,000 habitantes y se extendía de la costa del lago en el norte hasta la Loma de Tiscapa por el sur y de El Infierno en el este hasta el Centro Destilatorio en el oeste. A pesar de ser la capital de la República, la ciudad todavía mantenía costumbres provincianas y no dejaba de hablar sobre el famoso aluvión de octubre de 1876.

Sin embargo, más que el recuerdo amargo de aquel desastre que arrasó con vidas e inmuebles como nunca antes ningún fenómeno natural lo había hecho, salvo tal vez el que provocó las huellas de Acahualinca, había algo que agitaba la vida de muchos capitalinos y era la presencia de las tropas de marines de los Estados Unidos, que ocuparon el país de manera casi ininterrumpida de 1912 a 1933. Era una sensación de impotencia de parte de la población, ante la presencia de extranjeros que se creían amos y señores con todos los derechos del mundo.

Pero lo que producía el mayor malestar a los nicaragüenses eran aquellos compatriotas que buscando su beneficio personal, celebraban esta presencia y fomentaban un tratamiento especial para las tropas de ocupación. Así que en esa época había servicios que eran exclusivos para los marines, como por ejemplo las planchadoras, que no aceptaban encargo alguno que no fuera de los norteamericanos. De la misma forma, había billares en donde sólo podían ingresar los marines. Naturalmente también habían cantinas y prostíbulos que se instalaron para la diversión de estas tropas y en donde bajo ninguna circunstancia podían ingresar los nicaragüenses, salvo los trabajadores de dichos negocios.

El local más famoso en esa década estaba ubicado en el extremo oriente de la capital. A unas tres cuadras de El Infierno, en las inmediaciones de donde fue la plaza de El Caimito y posteriormente el Colegio Ramírez Goyena y a unas pocas cuadras de donde todavía está el Colegio Bautista, se encontraba La Maison Dorée. Su nombre podría sugerirnos una elegante sala de té parisina, sin embargo, detrás de un sugestivo rótulo en letras estilizadas y de una puerta abatible tipo “saloon”, una tropa de muchachas esperaba a los marines para interminables francachelas, desenfrenos y excesos, como se decía en esa época. Tal vez se esperaría que un negocio de esa naturaleza dedicado exclusivamente a las tropas norteamericanas tuviera un nombre en inglés y más sugestivo, como El Baby Doll, pero quizá el refinamiento de la propietaria motivó que utilizara el francés en su lugar.

La Maison Dorée estaba exactamente ubicada del extremo noreste del actual Colegio Bautista, dos cuadras al norte. En aquella época, la calle que luego atravesaba el Colegio Ramírez Goyena no existía, así que la calle que venía de El Hormiguero, fenecía en un tope en el Colegio Bautista. En la esquina norte de ese negocio estaba la famosa cantina llamada “La Flota” que era la más concurrida del oriente de la ciudad y la cual estaba abierta a los nacionales. En la casa vecina a La Flota, hacia el este, inició la familia Salvo su negocio de helados y sorbetes. Un par de cuadras al norte estaba el “negocio” de la Beatriz Cárdenas, que manejaba muchachas de corta edad. A pesar de que al constituir la periferia de la ciudad, fue el lugar propicio para este tipo de negocios, el barrio mantenía cierta tranquilidad y coexistían sin problemas casas familiares y otro tipo de negocios. En ese mismo sector vivió el Coronel de Artillería del ejército conservador Carlos Mairena y su esposa Joaquina Saballos quien tuvo un comercio floreciente al que posteriormente le integró un molino. También vivió la familia Frech Basil cuando recién había emigrado de Palestina.

La Maison Dorée tenía una pianola y desde tempranas horas de la tarde se observaba a los marines bailando con las muchachas los ritmos de moda de ese entonces, el Charleston y el Fox Trot. Los niños del barrio se sentaban en sus aceras para observar a través de la parte inferior de la media puerta, a las parejas que alegremente bailaban al compás de las notas que salían de la pianola.

La disciplina que guardaban los marines era férrea y existían lineamientos respecto a su interacción con la población de los territorios que ocupaban, sin embargo, los desmanes que cometían muy difícilmente eran castigados con el rigor que merecían, por lo que algunas veces se observaban abusos de parte de los uniformados para con la población y la mayoría quedaban impunes. Bueno, no todos.

Era una calurosa tarde de sábado de marzo allá por el año 1925. La cantina La Flota estaba en plena ebullición, una multitud de parroquianos conversaban bebiendo cerveza la mayoría y aguardiente otros. En una mesa, un joven departía alegremente con sus amigos. Su nombre era Silvestre Silva, rondaba entonces los treinta años y todos los sábados, después de finalizar su trabajo como mecánico en un taller que se ubicaba cerca de la estación de ferrocarril, pasaba por La Flota tomándose dos cervezas, ni una más. Luego, tomaba rumbo a su casa hacia el sur, en lo que era el camino hacia la laguna de Tiscapa.

El papá de Silvestre había muerto cuando éste apenas tenía ocho años, su madre lavaba ajeno y también falleció pocos años después, así que a muy temprana edad ingresó de aprendiz en el taller de don Julio Salgado, que forjaba ruedas metálicas para los coches. Así que desde pequeño Silvestre tuvo que trabajar duro y don Julio no tenía empacho en ponerlo a realizar tareas que demandaban la fuerza de un hombre maduro. Posteriormente ingresó a trabajar en el taller en donde reparaban la maquinaria del ferrocarril y cuando los obreros más rudos no podían con determinada tarea que demandaba fuerza, mandaban a llamar a Silvestre. A sus treinta años, Silvestre era un joven de estatura poco mayor que el promedio y su contextura no revelaba la fuerza descomunal que había desarrollado.

Al finalizar su segunda cerveza, Silvestre se despidió de sus amigos y salió para dirigirse a su casa. Iba por el tope de El Bautista cuando observó que dos marines que habían salido de la Maison Dorée, iban siguiendo a una muchacha que había ido a comprar tortillas donde doña Joaquina Saballos. La tenían acorralada cuando Silvestre les gritó que la dejaran en paz. Los marines acostumbrados a recibir órdenes sólo de sus sargentos, le soltaron una serie de maldiciones. Silvestre les gritó insistiéndoles que la dejaran ir, lo que provocó la ira de los uniformados. Uno de ellos se le fue encima y le lanzó un golpe que Silvestre esquivó sin problemas; cuando el marine recuperó el balance tenía un puño en su quijada que lo envió directamente al suelo. El otro marine decidió poner en práctica sus conocimientos de lucha libre y quiso aplicarle una llave en el cuello pero Silvestre lo lanzó por el aire y cuando trató de levantarse, un martillazo le cayó en la oreja derecha que lo envió también al suelo. Cuando todavía turulatos, los dos marines lograron incorporarse, Silvestre estaba frente a ellos en actitud desafiante, esperando a que la muchacha llegara a la casa donde trabajaba, contiguo a la familia Andino. Los marines, se alejaron mascullando algo en inglés. Un pelotón de curiosos observaba la acción desde la otra esquina, sin embargo, nadie se atrevió a darle parte a los otros marines que se encontraban en La Maison Dorée.

Como un reguero de pólvora la noticia recorrió toda la capital. Un muchacho había tumbado a dos fornidos marines. Entre los soldados norteamericanos empezó un clamor de venganza, de lo cual sus autoridades fingieron no saber nada. El sábado siguiente, en el tope del Bautista, se apostaron los dos marines vapuleados con un artillero a quien apodaban Long Harry y que era famoso por sus habilidades pugilísticas. Silvestre como todos los sábados, llegó a La Flota, bebió con sus amigos las dos cervezas de rigor y se dirigió a su casa sin imaginarse que una cuadra después lo estaban esperando. Cuando llegó Silvestre a la esquina, sus víctimas lo señalaron; Long Harry se rio de la figura menuda de Silvestre y le cortó el paso. Este le dijo al marine que no tenía deseos de problemas y como respuesta el norteamericano, que le sacaba unas cuatro pulgadas de estatura, le atravesó la cara con el revés de su mano, haciéndolo caer y provocando un leve sangrado por su boca. El nicaragüense se levantó y le repitió que no deseaba meterse a líos con él, pero el marine no le hizo caso y quiso asestarle un puñetazo en el rostro, pero falló por un pelo y antes que pudiera darse cuenta, Silvestre ya le había propinado un fuerte golpe en el estómago. Long Harry disimuló el dolor y se le lanzó encima a Silvestre quien lo esperó con un directo al hígado que hizo arquearse al norteamericano, lo que aprovechó Silvestre para enviarle un uppercut a la quijada, lo cual fue suficiente para que cayera como un tallo de chagüite. Luego, se dirigió a los otros dos marines quienes se quedaron con la boca abierta, pero estos le dieron a entender que no querían pelear, tomaron a su compañero y se lo llevaron a rastras.

Por la calle, una serie de curiosos que habían observado la escena, se acercaron a Silvestre y efusivamente le dieron la mano. Un tanto nervioso, el mecánico se dirigió a su casa y la siguiente semana en la capital no se hablaba de otra cosa que de la paliza que le habían propinado a Long Harry. De una manera discreta se emitió una orden de que debían darle su merecido al joven mecánico sin hacer mucha alharaca.

El sábado siguiente, Silvestre con más temor que otra cosa mantuvo su rutina y llegó a La Flota en donde la multitud de parroquianos lo ovacionaron y le invitaron a sus dos cervezas. Estaba finalizando su segunda cerveza cuando un muchacho que llegaba a lustrar zapatos a la cantina se le acercó y le comentó que su prima que trabajaba en la Maison Dorée le había contado que ese día lo iban a esperar con garrotes para darle una tunda. El joven mecánico se quedó en silencio un rato y le pidió al lustrador que fuera a donde don Julio Salgado y de su parte le pidiera prestado un cabo de hacha. Minutos después el lustrador regresó con el encargo.

Con el madero disimulado en su brazo derecho, Silvestre emprendió el camino hacia su casa y una cuadra al sur del Colegio Bautista, en un paraje entonces solitario, aparecieron ocho fornidos marines con sus respectivos garrotes. El joven mecánico tomó el cabo de hacha y se preparó para resistir el ataque. Durante diez minutos se escuchó en los alrededores un incesante: Trac, trac, trac, trac, que producía el choque entre los maderos, luego empezaron a escucharse quejidos de extremo dolor y al final apenas ciertos susurros. Los ocho marines quedaron en el suelo, maltrechos, con huesos rotos, contusiones y heridas. Silvestre recibió varios golpes, el más fuerte en las costillas aunque no llegaron a quebrarse, un refilón cerca del ojo que le abrió la piel y por donde salía abundante sangre y un golpe más en el antebrazo. Sin embargo, el dolor no era nada comparado con el susto al ver a un marine con la cabeza profusamente ensangrentada y completamente inmóvil. Creyó que estaba muerto, lanzó hacia el monte el cabo de hacha y corrió hasta su casa; en un saco de lona echó su ropa y las pocas pertenencias que tenía y salió de prisa hacia la estación. Llegó al taller y le pidió dinero prestado a su jefe, quien sin preguntarle nada, sólo viendo su aspecto le entregó unos pocos billetes. Salió el joven hacia el rumbo de la estación cuando se encontró con don Emilio Ortega quien llegaba con mercancías para su tienda en San Marcos. Ya se habían conocido en el pasado y el joven le pidió ayuda. Don Emilio indicó que lo acompañara y lo llevó primero a Masaya y luego a San Marcos. Ahí, le solicitó a un asistente que tenía, Manuel Escobar, que lo tuviera en su casa por un rato, mientras le consiguió trabajo en un beneficio de café en Jinotepe.

En Managua, todo el mundo comentaba en voz baja la tremenda paliza sufrida por los marines de manos de un mecánico. Nunca se mencionó el nombre del muchacho, lo cual le ayudó en su desaparición del mapa, pues de otra manera hubiera sido cazado por los marines, pues a pesar de que los ocho norteamericanos se recuperaron y las únicas cicatrices que nunca cerraron fueron las del orgullo, varios piquetes de uniformados patrullaban toda la capital en busca de Silvestre.

Al año siguiente que las tropas norteamericanas realizaron una breve retirada, Silvestre se aventuró a regresar a Managua. Consiguió de nuevo trabajo, pero todos los fines de semana regresaba a San Marcos en donde lo esperaba una muchacha de ese pueblo, con quien posteriormente se casó y formó una familia.

Silvestre continuó trabajando en Managua pero construyó su casa en San Marcos, en la salida al Barrio de La Cruz, en donde todavía vive su familia. Cuando llegaba de Managua, pasaba invariablemente por la botica de mi abuelo saludándolo. Yo llegué a conocerlo y recuerdo que a pesar de su edad mantenía una figura atlética, usaba siempre lentes oscuros, tal vez para ocultar una vieja cicatriz cerca del ojo. Cuando me saludaba, se sentía un par de tenazas haciendo presión sobre mi mano. Nunca comentaba sobre lo ocurrido en las inmediaciones de la Maison Dorée, sin embargo mi abuelo nunca se cansaba de relatar aquella valiente hazaña que un joven mecánico realizó en nombre de sus conciudadanos.

6 comentarios

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6 Respuestas a “El azote de los marines

  1. Hola, Orlando. Muy bonita e interesante historia la de este muchacho Silvestre. Salud♥s

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  2. oswaldo ortega

    Don Silvestre Silva fue un ciudadano probo y ejemplar como la paliza que se llevaron los marines. Una extraordinaria historia . Te felicito.

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  3. Alberto Blandon Silva

    Don Oswaldo, Soy nieto de Don Silvestre mi mamá es Nora Silva Alfaro, yo no conoci a mi abuelo pues naci en el 82′ y en realidad no conocia esta historia sabia de el que era una persona respetuosa con las personas, trabajadora y que queria mucho a mi abuelita, le gustaba todo Formal y que las cosas se hicieran a como se debian, le agradezco mucho por haber publicado esta narrativa sobre el, saludos.

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  4. Sergio Castillo Escobar

    Hola estoy trabajando en el arbol genealogico de los Escobar y cualquier informacion que tenga se lo agradeceria.

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  5. M J Arguello

    Parece ser que los marines americanos sufrieron mas de una reves en sus andanzas por nuestro tan pisoteado pais. Un articulo para la historia y para muchos jovenes de hoy que parecieran ser tan desinteresados y apaticos de lo que sucede en Nicaragua y de su realidades cotidianas. Hoy mas que nunca el pais esta necesitado de los nuevos Sandinos, Silvas o Lopez Perez para ensender la llama que lleve al pueblo a despertar y poder combatir lo que no funciona y poder tener opciones reales. Mas que nada, tener el derecho de poder sonar que existe un manana donde nuestros hijos si ninguna distincion puedan vivir en paz y con dignidad.

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  6. Milton G. Camacho Bonilla.

    Me llama la atención la fotografía, quisera saber quién es el autor, Y si es en Managua o en León, estoy interesado ya que me parece un lugar conocido en el Barrio el Laborío del que soy originario por generaciones, quisiera despejar la duda.

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