La vejez en tiempos de la posverdad

… no me digas la verdad, no me mientas, 
ya me di cuenta que no es lo que era,
de eso se da cuenta cualquiera,
antes o después de las rosas,
ves a través de las cosas…

Marcelo Scornik

 

Nunca llegué a imaginar cómo podría ser mi vejez, tal vez porque en su momento, no creí llegar a viejo.  Cuando a los treinta y ocho años decidí donar un riñón, me advirtieron, incluso mi padre que era médico, que mi esperanza de vida podría reducirse en cerca de diez años.  No vacilé y expresé: ¡Veinte que fueran!  Luego, con la calma del deber cumplido, me puse a analizar aquella sentencia y tomando en cuenta que la expectativa de vida promedio en América Latina era en ese entonces de aproximadamente 75 años, al restarle aquellos diez años, podría llegar, con suerte, a los 65 años, que para muchos es apenas el umbral de la tercera edad, por lo tanto nunca alcanzaría la vejez y sin mayor drama, estuve resignado a ese hecho.

De cualquier forma, burla burlando como decía Lope, llegué a los sesenta y cinco sin el menor indicio, al menos latente, de arribar a puerto alguno.  Ahí me di cuenta que algo en las cuentas no cuadraba.  Sería tal vez que las expectativas de vida en mi caso particular eran mayores que el promedio (no me explico cómo) o bien que los fatídicos diez años no eran más que un margen, un tanto pesimista, que los médicos incluían en su pronóstico por aquello de las cochinas dudas.  Lo cierto es que llegué a esa edad sin haber diseñado un plan, ni siquiera una hoja de ruta, como dicen ahora los expertos, de lo que lo que podría ser mi vejez.  No llegué a imaginarme aquellas aspiraciones, un tanto manidas, de disfrutar de una jubilación, holgazanear todo el día en bermudas y en sandalias o incluso descalzo, una mecedora, un jardín, escuchar música, leer, escribir o consentir a los nietos.  Así que seguí caminando sin mayores pretensiones, ligero, saboreando la cotidianidad, tratando de realizar el mejor balance entre lo que debo hacer, lo que quiero hacer y lo que puedo hacer, sin ceñirme estrictamente a sus límites, cruzando a veces la raya continua e invadiendo el carril por donde transita lo que no debo hacer, lo que no quiero hacer y lo que no puedo hacer.

Con un sentido de provisionalidad he ido construyendo esta etapa, tratando de acostumbrarme sin mucho revoloteo, a los cambios que debo de enfrentar, pagando sin refunfuñar la factura que constantemente me va pasando el calendario. Hago un gran esfuerzo por resistir al mejor paso la carrera detrás de la tecnología, para ser, si acaso viejo, pero no obsoleto. Trato de incrementar mis reservas de tolerancia al máximo para poder hacer frente al reggeton, los influencers, los coaches de vida, los tertulianos, los falsos profetas y otros tantos males de nuestro tiempo.

No obstante hay algo que por muchas reservas de tolerancia que tenga me cuesta aceptar y digerir y es la posverdad.  No logro entender cómo se llega a manipular las emociones de la gente con el fin de jugar con la realidad, distorsionándola a su antojo.  Lo cierto es que estamos inundados de falsas noticias, ideas huecas y convicciones sin el menor respaldo. Se pretende sustituir la objetividad por las emociones que determinada afirmación genera en la gente, de esta manera, la clara línea que dividía la verdad de la mentira ha sido borrada para crear un espacio intermedio en donde se ha metido con calzador una nueva categoría en la cual, determinado hecho, verdadero o falso, debe de aceptarse tan solo por el hecho de coincidir con nuestros esquemas mentales.

De pequeño me tocó vivir uno de los episodios clásicos de posverdad en la historia moderna de Nicaragua.  En febrero de 1957 Luis Somoza Debayle asumió la presidencia de la república en un clima bastante adverso para un régimen, que no era sino una extensión de la dictadura de su padre Anastasio Somoza García.  Para aplacar los ánimos, Luis Somoza anunció en su discurso de toma de posesión que tropas hondureñas habían incursionado en territorio nicaragüense, en un pequeño pueblo llamado Mokorón, al norte de Chinandega, matando a 57 efectivos de la guardia nacional.  El pueblo se inflamó de ardor patrio y clamó por hacer pagar caro a los hondureños por semejante afrenta. Somoza logró el propósito de desviar la  atención del pueblo hacia un nacionalismo que de una u otra manera, sin querer, se plegaba hacia el “nuevo” gobierno. Mis recuerdos de aquel episodio son difusos y me parece recordar a mi abuelo exclamando un largo: Mmmmmmm. Estudiaba en ese entonces en el Pedagógico de Diriamba, ahí donde estudian los presidentes y el Hermano Agustín, Tincito, compuso una marcha que cantábamos en clase, misma que hablaba de los pinoleros, la bandera nacional y en un momento todos gritábamos en coro ¡Mokorón! lo que no pasaba de ser un ejercicio de canto. Así pues a corta edad, aquello no tuvo ninguna relevancia para mí y Mokorón no llegó a ser más que un nombre un tanto sonoro.

En aquellos tiempos, todavía tenía vigencia el dicho: “las mentiras tienen patas cortas” de tal manera que no pasó mucho tiempo para que la patraña se descubriera, pues en realidad nunca hubo invasión de parte de tropas hondureñas y mucho menos muertos en Mokorón.

En los tiempos actuales, la posverdad se ha tornado en el pan nuestro de cada día, agregándose a esto, lo que se ha venido conociendo como “hechos alternativos” que no son otra cosas que patrañas, mentiras, con la diferencia que están respaldados por un enorme aparato profesional de propaganda, a veces importado, apoyado en los medios masivos de comunicación, manejándolas de tal manera que no exista ni el menor asomo de duda respecto a su “veracidad”.  Lo cierto es que el grado de éxito de estos aparatos tiene una relación inversa con el coeficiente intelectual de su población objetivo.

Sin embargo, cuando hay materia prima y se coleccionan casi setenta tacos de almanaque, como dice Pérez Reverte, se acumula una experiencia que le va afilando a uno los colmillos y es una tarea un tanto difícil chuparse el dedo.  Por lo tanto al enfrentar a la posverdad, se produce un conflicto, pues no tengo la menor intención de realizar ningún sacrificio intelectual, a pesar de la tentación de apegarme a las emociones. De esa manera, la posverdad difícilmente me toma desprevenido, pues se percibe a la legua, algo así como los muertos vivientes de la serie de televisión, con su andar errático, su penetrante y nauseabundo olor y su incansable afán de clavarnos los dientes.  Así pues, después de exclamar un largo: Mmmmmmm, como lo hacía mi abuelo, con la mayor naturalidad, sin el menor asco, procedo a clavarles una estaca en la cabeza al mejor estilo de Rick Grimes.  El problema serio es que estos hechos alternativos nos aparecen por doquier, al igual que las hordas de muertos vivientes en la serie, que salen hasta en la sopa y nos obligan a caminar de manera perenne en modo alerta.  De tal forma que la placidez que debía ser la constante de la tercera edad, se torna una encarnizada lucha por mantener la integridad de la corteza cerebral y el sistema reticular activador, de tal suerte que al enfrentarnos a los comunicados, a los manifiestos, a los discursos, a las notas de prensa, a los reportes, a las alocuciones, a los noticieros, podamos llenarlos de enormes signos de interrogación y como el peje lagarto exclamar emulando a Hector Lavoe: “Te conozco bacalao, aunque vengas disfrazao”

3 comentarios

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3 Respuestas a “La vejez en tiempos de la posverdad

  1. Marco Antonio

    Una vez escuche un adagio que decía;»La juventud es petulante y la vejez humilde, sin embargo 20 años cualquiera los tiene, lo difícil es tener 100″, y creo que es muy verdad, pero bien mis oraciones porque a usted Dios le de vida y salud. Bendiciones Dr, Ortega

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  2. Elizabeth Pasquier

    Great!

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  3. Mikel

    «Old age ain’t for sissies.» – Bette Davies –

    *(La vejez no es para los cobardes.)

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