Panchito Melodía

Llegué a la vieja Managua un poco a destiempo y a pesar de que todavía pude disfrutar de sus calles, de los múltiples aromas que se levantaban a las diferentes horas del día, de sus cines, de sus vericuetos; quedaron sin embargo, algunas asignaturas pendientes.  Una de ellas fue la cultura de la cantina.  Era de rigor en aquella época salir con los amigos o compañeros de trabajo a una cantina y lanzarse unos rielazos almuerceros, mientras se platicaba de los temas de actualidad.  Al iniciarme como capitalino tenía apenas diecisiete años y estaba comenzando mi carrera en la universidad, además había ingresado en el equipo de atletismo, lo cual no me dejaba la mínima oportunidad de aficionarme a los tragos.

Conocí superficialmente, por fuera, las principales cantinas de la vieja Managua.  En mis cotidianas caminatas a la Escuela Smith Corona pasaba por la cantina El gato Abraham, además de todos los antros que quedaban en el Oriental, circundando la casa de mi tía Leticia.  Aunque no lo crean, nunca probé una gota de licor en ninguno de esos lugares.  Luego vino el terremoto y terminó con la mayoría de aquellos centros de culto de la vieja Managua.

Cuando empecé a trabajar y surgieron las salidas con compañeros de trabajo, ya el mundo de la cantina en Managua había pasado a mejor vida y estaban de moda los bares como El Arroyito, El Alamo, El Guanacaste, en donde disfrutábamos de unos tragos de ron, abundantes bocas y en ciertos casos, música viva de mariachis.

Así pues, llegué a conocer las cantinas de la vieja Managua y sus interioridades, a través de las crónicas de aquellos que tuvieron la oportunidad de vivir esa época dorada.    Sin embargo, conversando con mi amigo Don Armando José Obando, quien me confesó que era nieto del célebre Panchito Melodía, dueño de una de las cantinas más emblemáticas de la vieja Managua, pude interiorizarme más en el tema y me di cuenta que hasta en esos particulares oficios existía una mística de trabajo y un código de ética que se mantenían incólumes.  Ya había señalado estas características en mi crónica sobre Don Gilberto González de Jinotepe, propietario del Rancho Amalia, conocido, muy a disgusto de él, como “Caremacho”.

A mediados del siglo XX se observaba todavía personas que a pesar de no tener idea de los conceptos de la gerencia estratégica de negocios como: objetivos, misión y visión, practicaban su oficio con una dedicación tal, que ya quisiera uno de esos gurús del INCAE, soñar con esta práctica.  En muchas cantinas de la época se observaba una pasión del propietario por ofrecer un producto de primera calidad.  Muchos se asombrarán y se preguntarán cómo podría pensarse en calidad en el guaro, si no es otra cosa que alcohol obtenido a partir de la caña de azúcar, el cual se rebaja con agua para obtener un volumen alcohólico en la bebida cercano al 40%.   No obstante, algunos cantineros, con el propósito de ofrecer un mejor producto a sus clientes, lo filtraban, ya sea con el papel especial que estaba disponible para los farmacéuticos o bien con algodón y luego lo curaban con algún aditivo que mantenían en secreto, en algunos casos en toneles de madera especial.  El caso es que los aficionados a los placeres etílicos llegaban a diferenciar los diferentes tipos de guaro que se ofrecía en los diferentes expendios y de esta forma algunos de ellos cobraron una fama sin igual.

Otro aspecto que se cuidaba en las cantinas de antaño era lo relativo a las bocas.  A pesar de que el precio del trago, generalmente cincuenta centavos el sencillo o un córdoba el tacón alto, no dejaba margen para ofrecer alguna exquisitez, no obstante, los cantineros echaban mano a la creatividad y originalidad para ofrecer bocas, generalmente de frutas, que eran un deleite para los parroquianos.

Finalmente estaba el aspecto del orden, la moralidad y el respeto que debían imperar en las cantinas, de manera que no deviniera en un antro de mala muerte.  De esta forma, los cantineros se convertían en dictadores que mantenían una férrea disciplina en sus locales y establecían reglas que los parroquianos debían acatar.

Francisco Rodríguez fue uno de esos cantineros que parecía tener una marcada vocación para el oficio.  Originario de León, había nacido el día de San Francisco durante un torrencial “cordonazo” y parece ser que en esa metrópoli, en una de esas cantinas innominadas aprendió el oficio y los secretos del buen guaro.  Se trasladó a Managua y cerca de la estación de ferrocarril instaló su primera cantina.  Hay que aclarar que las cantinas de esa época, tenían diferentes modalidades, siendo la más sencilla la del “estanco”, que era simplemente una mesa alta, en donde el cantinero despachaba su producto y cobraba el importe, sin tener ni mesas ni sillas para los clientes, quienes bebían de pie, ya fuera en el reducido local, o en la acera del mismo.  Así era la cantina de Francisco.

Francisco tenía una vieja vitrola en su local y había una canción que le llamaba poderosamente la atención.  Era el tango Melodía de Arrabal que interpretaba magistralmente Carlos Gardel y además de la melodía que era cautivante, a Francisco le inquietaban las expresiones lunfardas que plagaban el tango como:  cortada mistonga, pebeta, barrio malevo, tauras y entreveros.  El caso es que Francisco repetía el citado tango hasta el cansancio, de tal suerte que no tardaron los parroquianos en ponerle el remoquete de Panchito Melodía, lo que por cierto no le hacía mucha gracia.

Panchito se unió en primera instancia a doña Matías Quintanilla con quien procrearon un hijo llamado Armando Hermógenes Rodríguez Quintanilla, quien fue el padre de mi amigo Armando José Obando.  Luego Panchito se unió a una señora llamada Matilde con quien tuvo dos hijas: Matilde y Lidia.  Finalmente, se unió a una señora llamada Paz, que tenía una comidería cerca de los Transportes Vargas, frente a un lugar de mala reputación conocido como El Cafetín, pero que los capitalinos acostumbraban a endosarle un nombre a las propietarias que por respeto a los lectores no es posible repetir aquí, pero que se refiere a unas frutas que vienen en piñas y que pertenecen a la familia de las sapindáceas.   Parece que doña Paz le entró a Panchito por el estómago, pues dicen que tenía una cuchara notable.  No se puede decir que él también le entró por ahí, pues en aquel tiempo las mujeres no probaban ni a la fuerza el guaro, no como ahora que señoritas refinadas se echan un tequila doble al coleto sin arrugar la cara.  De esta manera, nuestro personaje se trasladó a la casa de doña Paz con su estanco y en la parte exterior instaló su negocio y en el fondo, manejaba la señora su comidería.  Como la ubicación del negocio era bastante céntrica, incluso muy cerca de los juzgados del Trébol, la cantina de Panchito era visitada por notables jurisconsultos, profesionales de diversos ramos que trabajaban en los alrededores e incluso exponentes de la crema de la intelectualidad como diría Agustín.

Muchos que saborearon el guaro que vendía Panchito afirmaban que tenía un sabor especial, que nunca lo habían probado en otra parte, que dejaba en el paladar un ligero toque con sabor a especias, sin embargo, el cantinero guardaba celosamente su secreto de tal manera que nunca se supo cómo lograba el extraordinario sabor.

De la misma forma, Melodía se esmeraba en las bocas que ofrecía y diariamente muy temprano salía al mercado San Miguel en donde adquiría las frutas que emplearía como bocas.  Ahí aprovechaba para pasar visitando en su puesto del mercado a su nuera, mujer de su hijo Armando, quien era un desobligado con sus hijos, de tal manera que Panchito siempre estaba al pendiente de sus tres nietos.  Las bocas que preparaba con las mejores frutas tenían una  presentación especial y colorido, de tal forma que sus refinados clientes las bautizaban con nombres de películas famosas o artistas.

La cantina de nuestro personaje abría solo seis horas al día, de doce a dos de la tarde y de cinco a nueve de la noche, con una puntualidad inglesa.  La primera regla que tenía es que nadie podía llegar con tragos previos, corriendo con fuertes improperios a quien transgrediera esta disposición.  Luego servía los tragos en estricto orden de llegada y servía hasta un segundo trago hasta que terminaba con el último de la imaginaria fila.   A pesar de que era tremendamente soez en su hablar, no permitía que nadie se comportara de esa manera en su local y cuando percibía que algún parroquiano estaba en el límite de la cordura, dejaba de servirle tragos, aunque aquel le llorara lágrimas de sangre.  Asimismo, no permitía que ningún animal ingresara a su local.

El admirador de Gardel y su tango era un tipo corpulento que se manejaba siempre en una camisola extremadamente blanca, era obsesivamente pulcro y gustaba de usar colonias finas.  Cuando no estaba sirviendo tragos, blandía en su mano un abanico de palma con el que se refrescaba.  A pesar del carácter agrio y gruñón que manejaba en la cantina, Panchito de vez en cuando dejaba asomar su emotividad.  Los días cuatro de octubre que celebraba su cumpleaños y onomástico, su nuera alistaba a los nietos y les compraba una colonia fina para que se la regalaran al abuelo, quien emocionado les daba cien córdobas a cada uno.

Armando, el hijo de Melodía instaló una cantina en el rumbo de abajo, en las inmediaciones del Fokker, a la cual bautizó como “Chico Mono”, pregonando que tenía la receta secreta de Panchito, sin embargo, nunca llegó a igualar la calidad del guaro de aquel.

Después del sismo de 1972 Panchito Melodía desapareció del panorama, dicen que había amasado una buena cantidad de dinero y en Managua solo quedó el recuerdo de su legendaria cantina.  Tal vez algún octogenario, que por aquellas casualidades de la vida llega a escuchar los acordes de unas guitarras que dan paso a la inolvidable voz del zorzal criollo exclamando: Barrio plateado por la luna, rumores de milonga, es toda su fortuna…  Entonces empieza a salivar, recordando aquellos tacones altos, ahora lejanos, con una boquita de almendra (terminalia catappa) y no puede evitar que se le piante un lagrimón.

Agradezco sobremanera a mi amigo Don Armando José Obando por su gentileza al haberme proporcionado información sobre su abuelo.

3 comentarios

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3 Respuestas a “Panchito Melodía


  1. EXCELENTE ARTÍCULO, COMO SIEMPRE.

    Saludos.

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  2. Aroldo Sequeira.

    Como es muy natural paro todos los que verdaderamente amamos de corazon nuestro paiz, nos da mucho regocijo conocer la historia tan bonita de lo que fue nuestra Managua.-

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  3. Pingback: Evocando aquellas bocas | Los hijos de septiembre

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