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Unidad de Cuidados Intensivos (UCI)

Después de veinticinco días viviendo en hospitales, la mayoría del tiempo en la Unidad de Cuidados Intensivos, he encontrado que difícilmente existe un lugar que logre unir más a las personas que la sala de espera de estas Unidades, en donde cada quien tiene un ser querido cuya vida pende de un hilo.  Ahí el dolor pareciera flotar como una densa niebla y después del recelo inicial de encontrarse con un grupo de extraños, cada quien va contando su tragedia y los temores que atormentan su alma.   De manera espontánea se va desarrollando un sentido de hermandad en donde de acuerdo a las circunstancias, se turnan para darle consuelo a quienes están en una situación más crítica.  Porque tal como los médicos dicen: en esa Unidad, una situación puede dar un giro de 180 grados en un período de cuatro horas.

En los sofás, más duros que la cama de Cuco Sánchez, se acomodan los encargados de montar guardia en la sala, esperando un parte médico, la hora de visita o tratando de adivinar los ruidos que emanan de la Unidad, en donde al batir las puertas de la misma, con la salida o entrada en carreras de los enfermeros hacen que los corazones empiecen a latir más fuerte, tal vez acompañados de un beep intermitente o sostenido dentro de la Unidad.  Si un médico se asoma a la sala, mientras llama a los familiares de alguien, el grupo se encuentra al borde de un infarto.

En ese lugar, cada quien de acuerdo a sus creencias y adscripciones, realiza malabares con su fe, tratando de buscarle la cuadratura al círculo y una justificación para quien debería de estar y hacer y que al final ni está ni hace, pero que se obliga a la ecuación para que al final sepa lo que está haciendo o dejando de hacer, abandonándose finalmente y  dejándose caer en un inmenso océano de fatalismo.

No pasa mucho tiempo para que el grupo llegue a crear un lazo casi familiar, en donde no sólo se comparten las penas, sino también los alimentos, se cuidan mutuamente las pertenencias cuando se ausentan momentáneamente.  Se llegan a conocer a todos los miembros de cada familia, su lugar de origen y toda la epicrisis del familiar en la UCI.  En dicha Unidad no existen diferencias entre los asegurados y pacientes privados, todos reciben el mismo tratamiento y en la sala de espera todos están bajo el rasero de la tragedia.

En las noches en que el silencio invade al hospital y la quietud momentáneamente se apodera de la Unidad, cada quien comienza a relatar sus vivencias y las cosas propias de su tierra y así hemos escuchado de Alan Pantin las características de los miskitos de Waspan, su lengua y sus costumbres, las “comadres” de las comunidades, los “brujos buenos” y los “brujos malos”, los secretos de la caza del venado y el arponeo en los raudales del río.  Una familia de Tipitapa cuenta sus aventuras como emigrantes en México y Costa Rica, mientras un agricultor de La Rastra, en Cinco Pinos, cuenta sobre las prácticas agrícolas y ganaderas de su región.  La familia de una comunidad de Jinotega habla sobre el buen café “de palo” que se toma en su finca y ofrece una prueba que saca de un termo.  A veces se instalan mesas redondas de discusión sobre los más variados temas, todo con el solo propósito de distraer la tensión que provoca el drama que vive cada quien.

Cuando un enfermo logra librar la UCI, hay un sentido de alegría compartida entre los miembros del clan y existe un ritual de despedida en donde queda latente la promesa de seguir visitando la sala para conocer de la situación del resto del grupo.

En la soledad, sería muy difícil que una persona pueda soportar esa tragedia de que un ser querido se encuentre caminando en la cuerda floja, a tan solo unos pasos de distancia y sin poder hacer absolutamente nada.  Sin el apoyo del grupo, cualquiera pierde la razón al mirar que su familiar juega a la ruleta rusa.

Mi hijo ha librado una lucha encarnizada contra la adversidad y pareciera que con el decidido apoyo de un equipo médico de lujo y de enfermeros y enfermeras con espíritu de entrega, puede ganar esta batalla, aunque seguramente la guerra continuará.  Estamos conscientes que el destino es traicionero, pero existe un hálito de esperanza que pronto pueda librar la UCI y siguiendo el ritual habrá una despedida, con las promesas de rigor y tal vez no sea descabellado que un día viaje a Waspan a visitar a Pantin, a Las Rastras, Jinotega o aunque sea Tipitapa a volver a ver a esa gente que en medio del dolor, ha compartido tanto con nosotros.

 

EPÍLOGO

Dos días después que escribí este Post, mi hijo Rodrigo falleció.  Como siempre, el destino juega sucio.  No obstante, en medio del inmenso dolor sentimos que la lección que aprendimos en la UCI, nunca la olvidaremos y los lazos que establecimos en ese lugar, permanecerán por mucho tiempo.

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