Era una noche de viernes, allá a finales de los años setenta. Un tanto de manera improvisada se había organizado una reunión para celebrar el cumpleaños de un compañero de trabajo. Salimos de las oficinas de DIPSA, el área de planificación del Ministerio de Agricultura, en la carretera norte, pasando el aeropuerto y nos dirigimos hacia el centro. Al llegar al cruce de Portezuelo giramos hacia el sur, hasta encontrar un bar restaurante llamado La Perla y que si no me equivoco, todavía existe.
Ahí juntamos varias mesas y comenzamos el festejo, con chistes, chismes y la plática que se estila en ese tipo de reuniones, intrascendente, al igual que las canciones de Camilo Sesto que predominaban en el gusto de la época e inundaban el salón. El ron Flor de Caña Oro fluyó generosamente y las deliciosas bocas que ahí servían no se hicieron esperar. Yo era el conductor designado. En esa época no existía ese concepto, así que no quería decir que yo no iba a probar licor, sino que había sido designado para darle raid al cumpleañero, pues como él vivía en Las Brisas, no significaba mucho desvío para mí.
Ya estábamos en los preparativos para terminar el festejo cuando una muchacha se levantó de una mesa del fondo, vino hacia nosotros y saludó efusivamente al cumpleañero. Nos la presentó como su prima y se excusó para conversar aparte con ella, mientras el resto pedía la cuenta y llegaba la dura y triste tarea de repartirla.
Cuando ya estaba listo para llevar al cumpleañero a su casa, este se me acercó muy circunspecto y me dijo que deseaba que le hiciera un favor muy especial. La prima seguía con él y me imaginé que se trataba de darle raid a ella también, sin embargo, me explicó que tenía que pasar urgentemente por un lugar, que no se tardaría y que me agradecería mucho si los llevaba, camino a su casa. En aquellos tiempos tenía grandes dificultades para negar favores, así que accedí.
Ya en el automóvil me pidió que fuéramos por el rumbo del Cementerio Oriental, cerca del barrio Ducualí y en el camino me explicó que su prima había estado con una espiritista quien le había manifestado que su mamá, la del cumpleañero, quien había fallecido hacía un par de años, quería comunicarse con él. Me dijo que no era muy creyente de esas cosas, pero que últimamente había estado soñando frecuentemente con ella. Sentí que ya estaba montado en el macho y no me quedaba más que jinetearlo.
Cuando llegamos a la casa de la espiritista, la prima que había permanecido muy callada en el trayecto, advirtió que bajaría ella sola para ver si la señora podía realizar la sesión. Se tardó un poco y regresó con la noticia de que sí podía establecer el contacto. Agregó que solicitó permiso de la señora para que yo también pudiera estar. Vacilé un momento, pero entre quedarme sentado haciendo piche en la oscuridad de la noche en aquel paraje y vivir la experiencia de un encuentro cercano con el más allá, pues con la ligereza que producen los espíritus del ron, elegí la segunda opción, así que agradecí la deferencia y con la determinación de Leónidas en las Termópilas, me dirigí a la mencionada casa.
Todo estaba en una penumbra medio macabra, pues ya eran casi las once de la noche. Después de atravesar un pequeño jardín frontal, ingresamos al interior de la casa y pasamos a una sala, casi tan oscura como lo estaba la calle y solo una pequeña luz mortecina apenas alumbraba la estancia. Haciendo un gran esfuerzo observé que el lugar estaba lleno de imágenes de toda clase, una que otra ave disecada y en un altar que estaba en la pared que daba al oriente, con un par de veladoras, había una imagen de la Santísima Trinidad, donde el padre y el hijo estaban sentados en sendas nubes y en medio el espíritu santo suspendido, todos con aureola. El local despedía un olor indefinido, una mezcla de flores, pachuli, especias y mentolato, que después de los mecatazos de Flor de Caña Oro, parecía un jab del Ratón Mojica al estómago.
Había una mesa redonda al centro con un mantel de mejores ayeres y cuatro sillas. La espiritista, aparentaba unos setenta años, con una dentadura tránsfuga de la odontología, que amenazaba con desgranarse en cualquier momento. Usaba un vestido de una sola pieza, hasta los talones, con un medallón en el pecho y una pañoleta amarrada en la cabeza.
Con una voz medio chillona y seseando un poco por lo frágil de su dentadura, ordenó que nos sentáramos y que guardáramos la compostura y respeto ante la presencia de un espíritu del más allá. –Chanfle, pensé para mis adentros. Luego comenzó una retahíla en un idioma ininteligible, que bien pudo haber sido arameo, indostaní o zulú y que ninguno de los presentes podríamos haber adivinado. A continuación comenzó a invocar en voz alta el nombre de la difunta madre del cumpleañero, agregando: -Vení a dialogar con tu hijo.
De pronto, la luz que provenía de una pequeña lámpara fluorescente parpadeó y la mesa pareció empezar a temblar. –Recontraflauta, pensé. Luego, la voz de la espiritista se transformó completamente y empezó a hablar con una voz grave, como María Félix: -Hijo mío, hijo mío. El cumpleañero peló los ojos y con voz temblorosa inquirió: ¿Mama? ¿Mama? La espiritista mantenía los ojos cerrados y agregó: -Mi muchachito, mi muchachito, – ¿Cómo estás? El cumpleañero peló aún más los ojos y pareció que el guaro se le fue al diablo. –Bien mama, alcanzó a decir. -¿Y usted? La espiritista que seguía con los ojos cerrados, de pronto inconscientemente hinchó la nariz y dijo: ¿Cómo querés que te diga? Preocupada por vos – agregó. –Estoy bien, mama, no se preocupe, pero ¿usted dónde está? –agregó. La nariz de la espiritista volvió a hincharse, esta vez más notoriamente. –Pues aquí junto a vos, dijo muy gravemente. Con una sonrisa el cumpleañero dijo: -Me refiero a que ¿a dónde me la mandaron? Con una voz más profunda aún la espiritista dijo muy cortantemente: -Estoy purgando todavía algunos pecados. Los ojos del cumpleañeros ya habían recobrado su tamaño y antes que la espiritista continuara le dejo ir: – Y si no es indiscreción, ¿Cuánto tiempo le echaron? La espiritista infló más aún la nariz, como un sapo y quiso apretar los dientes pero parecía que el miedo la contuvo. – Para el Señor, el tiempo no tiene importancia, así que las benditas ánimas tampoco reparan en ello. Esta vez, la espiritista, no dio lugar a que dijera nada y agregó: – Si rezaras por mí en la misa de los domingos y en el Santísimo los jueves, ya hubiera ganado indulgencias y llegaría más pronto a gozar de la presencia del Señor, pero ya no vas a la iglesia, te pasás el tiempo en francachelas y desenfrenos, ahogado en guaro. – Todo tu sueldo te lo gastas en tonterías, no aportás lo suficiente a la casa y has descuidado a tu tía.
El cumpleañero hizo como que no escuchaba y le dijo muy serio: -Aprovechando el viaje, mama, no he podido encontrar el anillo de oro que le regaló mi papa. No aparece por ningún lado. Inconscientemente, la espiritista abrió los ojos y los puso como Capulina, ya la nariz no podía hincharse más pues hubiese reventado. La voz de María Félix parecía acercarse más a la de Alberto Vázquez y después de unos segundos respondió: -Tuve que venderlo por una urgencia de dinero que tuve, pero ya me he dado cuenta que lo material no tiene ninguna importancia.
El cumpleañero me volvió a ver y con la cabeza me hizo el gesto de L.J. (lojuimoj) y con un tono de querer finalizar aquel diálogo dijo: -Bueno mamá, entonces en eso quedamos. La espiritista abrió los ojos como Marty Feldman y la voz le salió como la de Libertad Lamarque: -Pero, si no hemos quedado en nada. El cumpleañero con una sonrisa maléfica le respondió: -Precisamente, en eso quedamos.
Nos levantamos y buscamos la salida, cuando la prima que había permanecido casi inmóvil durante la sesión, se acercó al cumpleañero, notoriamente sonrojada y le dijo algo en voz baja. Sólo alcancé a entender: -Tu voluntad, señalándole un recipiente de cristal en una repisa en donde habían billetes de diez y de veinte y uno que otro huérfano de cincuenta. El cumpleañero a regañadientes sacó de su bolsillo dos billetes de un córdoba y los depositó en el recipiente. Nos despedimos cortésmente con un: -Buenas noches y salimos a la calle. Fue un alivio respirar aire puro.
Ya en el vehículo, estuvimos un rato en silencio al cabo del cual, el cumpleañero no resistió más y en medio de una carcajada dijo: -Vieja hija de puta, embustera, si mi papa nunca le regaló ni un chicle a mi mama. Me reí también, mientras la prima seguía guardando silencio y más sonrojada todavía. Aceleré el automóvil para ganarle a la medianoche.
Me recuerda al «diálogo» de hace poco. Buenísimo el relato.
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Orlando, no hombré, no tenés idea lo que me hiciste reír, termine con los ojos envueltos en lágrimas, la primera carcajada fue cuando llegue a esta parte del escrito:” Bien mama y usted”, la única respuesta que me salió y no pare de reírme fue la siguiente: Pues, bien muerta. Que conste, el hombre se la trago, hasta el momento que le tiro la trampa a la dizque gitana criolla. Gracias por compartirlo, una vez más, la magia de tu pluma me ha deleitado.
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Me he reído mucho, aún sin conocer a los personajes, es un relato bastante chusco jajajajja felicidades por lo bien descrito 🙂
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Precisamente, en eso quedaron los dialogantes en la Nunciatura.
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Excelente como siempre, saludos hermano, que Dios te bendiga y pues en eso quedamos.
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Es un estupendo relato que refleja como somos en Nicaragua, en Guatemala, en Honduras, en El Salvador y en Costa Rica. Siempre quedamos en lo mismo.
Un sincero aplauso.
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¡Recontrachaaaaanfle, cuánto me reí! Felicitaciones. Saludos.
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Felicidades!!! Me encantó y me reí un rato. Gracias, amo tus escritos.
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Confieso que lo he leído en tres ocasiones y mi día se alegra al reírme y yo solo… Gracias por sus escritos ya son una costumbre en mi vida
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Ja ja ja, buenísima historia de la que ya me había olvidado. Por lo visto, somos buenos a quedar en éso…
Saludos.
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Repito, esta historia la había olvidado, así que hoy me reí como la primera vez que la leí. Saludos y gracias por compartir.
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